No personas, sombras.

No personas, sombras.

Llego a mi casa, una casa en la calle Pereda. Tiene las paredes blancas, pero con el paso del tiempo y los niños ahora es grisácea. Tiene una puerta de madera grande y dos ventanas a cada lado, no muy grandes, no muy pequeñas. Una casa normal y corriente, mía.

Llego y empieza lo que llamo el ritual de las llaves, siempre es una intriga el saber donde estarán. ¿En mi bolso o en los bolsillos del abrigo? Ya revisé los bolsillos del pantalón… ¿Debería volver a pintar la casa? ¿Cómo estarán los niños? ¿Ahora qué hago de cena? Un ritual muy necesario, cinco segundos de descanso antes de entrar.

Cruzo el umbral y me descalzo, estas botas me quedan pequeñas, pero no tengo tiempo para comprarme unas nuevas. Bajo la vista y me encuentro con un campo minado de soldaditos de hierro amenazando a mis pobres pies que se pensaron ya seguros. Trato de evitarlos sin daños colaterales y lo logro, me pongo las zapatillas grises que antes eran de mi marido pero ya no las usa. Mis calcetines están rotos en el talón por el roce con la bota.

Me siento en el sillón, el único que tenemos en la sala, y tomo un respiro, me acomodo y busco el cojín para abrazarlo mientras alzo los pies en el banco de enfrente. Está atardeciendo… ¿Pollo o arroz? ¿Comida rápida o lo poco que queda en la despensa?

Él todavía no llega, va a llegar con hambre, vuelvo a insertar mis pies en sus zapatillas que ya tienen la huella de mi pie y de mis dedos. A dos pasos está la cocina, el olor a aceite me recuerda a Marta y empiezo a hacer pollo con papa. Las paredes tienen un poco de moho y una de las sillas de los niños está a punto de romperse, pero nos apañamos.

Al terminar la comida llega mi marido, ya son las nueve y se fue a las seis de la mañana, casi no podemos estar juntos, casi no podemos hablar.

—Hola a todos, pero ¿Qué hacen todos estos soldaditos aquí tirados? ¡Francisco, ven a recoger esto ahora mismo!

Escucho los pasos pequeños de Francisco corriendo hacia su padre, hasta que de repente no se escuchan más porque está en el suelo, cae por culpa de sus soldaditos. Me mira con ojos cansados, pero con media sonrisa. —Ves, esas cosas pasan cuando eres desordenado, ahora recoge y lávate las manos que vamos a cenar.

Muchas veces una mirada basta. Nuestros hijos tienen cama, comida, y colegio, así sí vale la pena.

María, la mayor, me ayuda a poner los platos en una mesa rectangular que en realidad es para cuatro personas. Nos sentamos todos, papá y mamá somos los reyes de la casa, preguntamos qué tal el día, nuestros hijos nos respetan y nos responden con cariño. Nos reímos un rato, que bueno poder hacerlo, qué bueno poder descansar, qué bueno poder ser vistos como somos.

Él me coge de la mano, ya hay que dormir, mañana hay día largo y a él le toca de nuevo turno doble. Se acerca el cumpleaños de Andrea y queremos regalarle algo bonito, lo que se traduce en más horas de trabajo.

-—Bueno chicos guapos, vamos a la cama. Dani, hoy te toca lavar a ti. Resoplando y hablando entre dientes, el penúltimo de mis hijos se dispone a lavar, sabe que María va a terminar ayudándolo.

Al final del día, quedamos él y yo, metidos en la cama acurrucados para no tener frío.

–Buenas noches cariño

– Buenas noches, le respondo y con un suspiro decimos

– Mañana más y mejor —, casi sin creérnoslo

Nos despertamos antes de que salga el sol, yo me pongo el uniforme y él se pone el mono de construcción. Desayunamos en silencio, luego él coge el carro y yo voy caminando.

Me gusta estar sola un rato, sin tener que trabajar para poder lograrlo, escuchar a los pájaros, pensar en mis cosas, hacer planes para el domingo que tenemos libre él y yo.

– Eh, tú, sí, tú la de gris —me grita uno desde un carro—, ven, recoge esto que al final es tu trabajo.

Y me tira unas botellas de plástico de Coca Cola desde la ventana, que no estaba del todo abierta, como si no le importara quien soy o que acabo de salir de mi casa y todavía no empiezo a trabajar. No nos ven, solo ven uniformes, no se dan cuenta que soy una persona, para ellos soy una sombra que recoge su basura.

– ¡Recógelo tú imbécil! ¡Que no te das cuenta que no todos tenemos que hacer lo que quieras! – … casi lo grito, esta vez casi se me sale, pero mientras el carro de lujo negro se iba dejando el polvo de la calle, yo ya estaba recogiendo las botellas.

Al llegar a la central ya son las seis y media, tengo que empezar a trabajar. Saludo a Marta, que por las noches trabaja en un comedor friendo la comida, nos reímos un rato quitándonos cada una el peso de encima que llevamos.

Cojo el carro con las escobas y recogedores y me pongo los audífonos para no escuchar los gritos de la gente y los ruidos del tráfico, sólo pienso en ellos: María, Andrea, Dani y Francisco, ellos son quienes empujan el carro, ellos son los que no me dejan gritarle a los imbéciles del mundo.

Eh tú, si, la de gris, ¡eh, que no me escuchas! Recoge esta mierda que ya no puedo verla más en la vereda de mi oficina. Luego se dio la vuelta y le dijo a su compañero, es que esta gente no sabe de decencia, no sabe.

María, Andrea, Dani y Francisco. María, Andrea, Dani y Francisco, con él a mi lado.

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