Nos remitiremos, en un primer escenario, al hecho de que la vaca estaba viva en el momento exacto de ingresar a los corrales, dando fe para ello que lo hizo por sus cuatro extremidades, y que tanto la cabeza como la cola oscilaban melancólicamente en un tedioso vaivén muy propio de estos animales. Hasta este punto, ningún lector se atrevería a dudar del sano juicio de don Severino Álvarez Domínguez, pieza central de la historia que nos ocupa, y a quien la vaca no hizo más que proferir gestos de tajante recelo y descortesía.

Además, es importante añadir, a modo de aclaración, que no existió la más ligera alteración en el orden natural del procedimiento, y que como era de esperarse, el señor Álvarez Domínguez, con un impecable recorrido de casi treinta años de trabajo, ejerció con gran arte y manía el oficio de alojar la cadena, empotrar la argolla, y finalmente, llevar a cabo el atronamiento de la manera más aburrida y solemne posible, por lo que sería fantasioso e irresponsable especular con la idea de que, minutos después, la vaca aún seguiría viva.

A partir de aquí, con el noble interés de no caer en vanas conjeturas y prescindir de ciertos detalles tan oscuros como innecesarios, nos ceñiremos a la mirada del animal, siendo esta la única certeza disponible con la que contaba nuestro protagonista para tan disparatadas conclusiones: si bien daba la impresión de que, agotados los acostumbrados espasmos finales y recuperado el silencio de la sala, aquello no pasaría de un pícaro desliz de los sentidos, Severino pudo comprobar que, muy por el contrario, los ojos del animal almacenaban aún cierta dosis de temor, y un brillo incomprensible a estas horas del suceso.

Lógicamente, la duda en sí misma le resultaba una ofensa imperdonable a su intachable profesionalidad, y más allá de cualquier objeción a sus métodos laborales, el anciano sintió que aquella incertidumbre también se asomaba peligrosamente a los dominios de la cordura. 

Los minutos siguientes sucedieron uno detrás de otro sin pena ni gloria alguna, excepto por el hecho de que, lejos de recuperar el consuelo que le prometía la reiterada descarga de la pistola en la cabeza del animal, aquel recurso parecía volverse sospechosamente en su contra, devolviéndole una mezcla inesperada de agobio y desagrado, especialmente si añadimos que, a la altura del décimo noveno intento, los ojos de la vaca habían desplazado cualquier significado del miedo, dando paso a algo mucho peor, quizás una aprobación del dolor, o más bien, un terrible nacimiento del desapego a las circunstancias.

Seguidamente, a fin de dar por terminado el incómodo asunto, y aportarle innecesariamente mayor importancia, el anciano refugiaría sus escasas y delgadas esperanzas en someter el voluminoso cuerpo del animal a la inquebrantable resistencia del riel, con la clara intención de verle suspendido boca abajo, colgado de sus cuartos traseros, tal vez como un símbolo triunfal y definitivo de su dominio superior, de una jerarquía establecida por ley divina a la cual, tanto hombres como bestias deben el más estricto acatamiento sin excepción posible.

Aquí la nueva conclusión, aunque torpe y poco elaborada, se manifestaría en la desorientada cabeza de Severino a base de pequeños y obstinados esfuerzos de convencimiento, hasta tal punto, que poco le cuesta abrirse camino hasta la arteria de la vaca, y de una vez y por todas, como solo puede ameritar el ejercicio continuado de los años, culminar la faena con la pericia sombría y mecánica del degüello. Lamentablemente, lo que podría haber supuesto un desenlace válido, no vale para otra cosa sino para comprobar al fin que, tras una cortina líquida de sangre desmoronándose desde el cuello hasta la canaleta, en efecto, los ojos de la vaca habrían comenzado a perseguir al anciano por toda la sala.

Por supuesto. No es nada fácil para usted, querido y escéptico lector, estudiar con inocencia lo que acaba de suceder, pero tras un sencillo experimento, el cual consistía en trasladarse de una esquina a otra de la sala de carnización, los resultados arrojados otorgaban plena veracidad a las indescriptibles alarmas de Severino: las endemoniadas pupilas de la vaca teñida en rojo, lo fijaban en cualquier dirección, y atadas a su rostro fatigado, le seguían la pista allá a cualquier rincón donde decidiera guarecerse de ellas.

El pavor estaba servido para el oprimido anciano, lo presintió en el escalofrío traidor que poco a poco tomó forma en su brazo derecho, pero no lo confirmó hasta que el cuchillo tronó contra el suelo como una evidencia final de que su mano apenas respondía a llamado alguno de motricidad. Poco quedaba por hacer ahora ante la viscosa, negra comparecencia del miedo que le producía la mirada tan determinante de la vaca. Y es aquí sin embargo cuando el fruto de sus vacilaciones termina por engendrar milagrosamente una última y tosca apelación, pues quizás, en la luz que gentilmente dosificaba la claraboya desde el techo, se cobijaba la consecuencia de todos sus actuales desconciertos.

No es menos cierto que, a estas alturas de la enajenación, el argumento de la luz reflejado en los ojos de la vaca parecía lo suficientemente convincente como para corroborar de una vez y por todas la autenticidad de sus prejuicios, así que no tardó Severino en acercarse como pudo, recordemos que apenas controlaba los aspectos esenciales de su propio cuerpo, a aquella mirada tan irrespetuosa e incoherente del animal.

Mientras lo hacía, el anciano reconocía poco a poco, para su más urgente y apetecible alivio, un reflejo variable de la luz de la claraboya, de acuerdo a la posición y la distancia, en los propios ojos del animal. Y tal vez aquello hubiese sido motivo suficiente para dar por consumado el presente episodio de incongruencias que casi acaba por dar al traste con la integridad mental de nuestro Severino, de no ser porque, encontrándose a pocos metros del animal, de manera sorpresiva, casi tiernamente, todo había vuelto a empezar en el maldito segundo en que la vaca comenzó a pestañear.

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