Siempre susurraban la misma canción; bajo el calor asfixiante que allí se acumulaba en una nube de gases sobre sus cabezas, bajo los trapos con los que se tapaban nariz y boca para no inhalar los productos químicos con los que trataban los tejidos, bajo el yugo del capataz que los observaba impasible desde el ventanal de la oficina superior. Mientras que las nuevas máquinas relucían, colocadas allí escasos meses atrás, los trabajadores de la fábrica sustentábamos el funesto aspecto de la muerte en vida. Situada cerca del río, la empresa textil daba trabajo a decenas de lo que ahora llamaban «la nueva clase obrera», esa que sudaba mano a mano con las máquinas, esa que se veía obligada a trabajar durante más de dieciséis horas al día para conseguir una miseria que les posibilitara vivir un día más.

          Aquella melodía arrastrada por nuestras gargantas era como una dulce nana susurrada para aliviar las largas jornadas, algo que nuestro capataz nos tenía totalmente prohibido. Por ello cuando él descendía de su olimpo el canto cesaba, pues cuando lo oía se volvía completamente enajenado en busca de la boca que murmuraba aquella canción que era como un rio suave de calma. «¿Quién demonios ha vuelto a cantar? Os juro que al próximo que oiga no volverá a trabajar en esta ciudad». Una risita contenida se extendía entonces entre las tinajas donde sumergíamos las telas y algunos valientes, los más alejados del capataz, se atrevían a entonar levemente de nuevo la canción, solo para poder presenciar como los ojos del hombre se agrandaban hasta casi parecer que se le iban a salir de las cuencas y verle moviéndose de un lado a otro realizando aspavientos con los brazos fuera de sí. Mi hija reprimía la risa cuando lo veía como pollo sin cabeza recorrer los pasillos de la gran nave. Yo me llevaba el dedo índice al lugar en el que mi boca se encontraba bajo el trapo y formaba el signo del silencio para después guiñarle un ojo de manera cómplice. Con el tiempo tuvimos que abandonar aquel tipo de bromas pues el capataz era capaz de castigarnos trabajando horas de más para que nos pagara el jornal que nos correspondía. Se me partía el corazón cada vez que mi mujer y yo nos veíamos en la necesidad de hacer trabajar a nuestros hijos. El mayor, de catorce años, prefería otro tipo de trabajos y se dedicaba a buscar juntos a otros entre el lodo de los cauces del río para encontrar artículos de valor que poder vender. Comúnmente conocidos como mudlark. En otras, como él era muy menudo, le contrataban para la limpieza de las chimeneas pequeñas, aunque aquello lo abandonó cuando presenció la muerte de otro niño asfixiado dentro del tubo. La pequeña siempre se ofrecía imperiosa cuando nos veía pasar dificultades para trabajar, pero ya por entonces no podía quitarme la sensación pegajosa de que aquello me convertía en un padre nefasto, y lo peor es que nunca he podido deshacerme de ella después de lo que ocurrió.

          El nefasto día de caluroso verano me persigue a todas partes. Ese día en que Masie cayó de pronto inconsciente de su taburete donde se encaramaba para alcanzar con más facilidad la cuba. Pudo tratarse de la temperatura o de los gases que ascendían de los líquidos químicos. Intenté reanimarla. Los trabajadores se acercaron sobresaltados para ayudarme. Una mujer me ofreció su mandil para que apoyara la cabeza de mi pequeña. Su frente perlada de sudor, sus labios pálidos y su respiración dificultosa me encogieron el corazón. Masie me sonrió levemente y me apretó la mano sin apenas fuerza, pronto la presión desapareció y su vista se perdió en la oscuridad. Apareció el capataz que se abrió paso a empujones entre los demás. «¡Volved al trabajo!», vociferó. Cuando se encontró con el cuerpo de la niña permaneció callado unos segundos hasta que recobró el ímpetu. «¿Qué hacéis ahí parados? Llevaos a la niña. No quiero ver su cuerpo ahí tirado». Todos los trabajadores permanecieron inmóviles. El canto brotó de sus gargantas y reverberó en todas las paredes de la nave. Cogí a mi hija en brazos y la transporté con todos ellos siguiéndome en procesión entre los pasillos y la niebla densa del humo. La canción llegó a la calle. Muchos otros que trabajaban en naves cercanas se unieron a aquel cántico que nos unió en el dolor y la lucha.

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