Luego de su fracaso en la corporación Rank (donde a su vez conociera a Susy) una mañana al tomar el café se encontró con un atractivo anuncio que solicitaba los “servicios de un joven de buena presentación, control de mando y exquisitos modales”, a cambio de lo cual y sin mayores requisitos que el de presentarse con un tal señor Olmore, ofrecían un sueldo muy por encima de lo común, aun en el caso de los puestos ejecutivos. No era codicioso, pero resultaba imperioso hacerse de una buena plaza con un sueldo atractivo para poder reafirmar su posición aburguesada con fondos suficientes y como estaba a la conquista de Susy debía tener los medios suficientes para sufragar los fuertes gastos que le representaba el invitarla a lugares selectos donde la cartera llena era una carta de presentación que abría todas las puertas y satisfacía los caprichos más enfermizos.

 Así que, ataviado con un lujoso traje Carmichael de pana y terciopelo, bajó las escaleras que daban a la calle desde su departamento. Caminó las siete cuadras que le separaban del elegante edificio de la Torre de Cristal, con ese aire de distinción que traslucía su inocultable altivez, y sin detenerse en el arroyo para cruzar la avenida atestada de automóviles en esa hora pico, cruzó la calle entre claxonazos e insultos. Ya en el interior del edificio, exhibió su sonrisa profesional, harto practicada ante el espejo, y fue conducido hasta el elevador, y de ahí al quinto piso donde la puerta con anunciador plateado decía “Vicepresidente ejecutivo”, llamó con los nudillos con suma discreción. Una hermosa rubia, asistente del Vicepresidente Olmore le franqueó la entrada. La elegante y espaciosa antesala anticipaba el ostentoso interior del privado al que fue invitado a entrar luego de breves minutos de espera. Al trasponer el umbral, se dio cuenta de la fastuosidad de la oficina, muy acorde a sus deseos de privilegio.

 Curiosamente, Olmore trajo a su memoria a su padre, por lo seco —y cortés— de sus maneras, y por el anguloso rostro surcado con profundas arrugas, aunque, a diferencia de su progenitor, las tenía también en su frente bien delineadas como si estuvieran esculpidas y el pelo, entrecano, se advertía menos ralo. Por lo demás, la semejanza confería la idea de la prolongación de alguna plática con su viejo.

 Hizo una breve pero sucinta presentación de su persona ante la escrutadora mirada del hombre que le estudiaba minuciosamente. En sus palabras, que a cualquiera le hubieran parecido infladas y soberbias, se leía un aire de grandeza.

 “Y como graduado de Ulster le puedo decir, sin temor a equivocarme, que puedo atender cualquier responsabilidad que se me asigne con la eficiencia y el profesionalismo del mejor de sus ejecutivos actuales”.

 Impresionado por el magnetismo del joven y la cuidadosa pulcritud de sus formas, Olmore sólo atinó a responderle, con la voz cascada por la emoción.

 “Queda usted aceptado, señor ejecutivo del área de Relaciones Públicas”, y aunque él había ignorado desde el principio el cargo que se le asignaría, se sintió gratamente idolatrado.

  Su comportamiento, desde entonces, rayano en la obsesión, se acomodó por completo a las expectativas de la empresa. Sus actitudes despóticas eran comentadas entre el personal a su cargo y su llegada a la oficina antes de las ocho, imponía un silencio sepulcral y aun los que estaban más entretenidos en elaborar su orden del día, al oír sus pasos, se detenían un instante, quizá perpetuando aquel pasaje de Edgar Allan Poe en “La máscara de la Muerte Roja”, donde al sonar las campanadas el silencio se hacía presente entre los bailantes y aunque se prometían no caer en lo mismo la siguiente vez, siempre se repetía la escena, cual absurda letanía.

  “¡Hay viene el jefe, cuidado!”, era el discreto murmullo apagado entre los escritorios asentados en perfecta simetría uno tras otro.

 El se gozaba de tales comentarios, aunque pretendía no escucharlos para no echar a perder su efecto.

 Caroline, su bella secretaria le esperaba un lunes en esa falda recta color verde pastel que le quedaba tan bien.

 “Acaba de hablarle el gerente de Alvin…¿Quiere usted que le dé el recado?”, se lo preguntaba porque, a pesar de su sonrisa diplomática y el excelente trato a los clientes, su insostenible engreimiento le afectaba su humor y la calidad de sus respuestas, de modo que bien podía responder con cortés agresividad como también usando el mejor de sus tonos, aunque sin relajar ni un milímetro su voz autoritaria.

 “Deme el recado, Caroline… No tengo que repetirle que su labor es recordarme los detalles y tenerme al tanto de las llamadas… ¿Me entiende? Soy el gerente de Relaciones Públicas de la Compañía… ¡No uno de sus amigos!”, y con esa brusca respuesta se introdujo a su privado con ese aire de afectación tan suyo que despertaba en todos la antipatía.

 La joven le escuchó boquiabierta, y sin pensarlo, pulsó el botón del intercomunicador y, despejándose la garganta ,para impedir que el nudo que se había formado le impidiera expresarse con propiedad, dijo: “El señor Davs de la Alvin le recuerda su cita para este jueves a las ocho de la noche”, y, sin esperar respuesta o confirmación, cortó la comunicación, y, con un suspiro de fastidio, se dijo a sí misma: “No sé como te gusta este idiota, si es un prepotente y un soberbio de mierda”.

Ese tipo de exabruptos eran comunes en los empleados a su servicio ante el trato dictatorial del joven jefe.

 “Mi actuación como ogro bien me hubiera valido el Oscar en «El Ogro y las Habichuelas»”, pensó mientras observaba el extenso campo ante sus ojos. Una especie de arrepentimiento luchaba por salir a la superficie.

Había sido un dictador severo y malvado…

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