Allá en el campo la cosa no es nada como acá en la ciudad. Me acuerdo que de chico me juntaba a jugar con varios niños. Andábamos pelusiando todo el día, de tempranito. Sé que fui a la escuela, pero ni me acuerdo de haber ido. En ese tiempo, si eras niño, todo era jugar. Jugar afuera. Ahí la vida se resumía en correr todo el día, ordeñar la vaca un par de veces a la semana y recibir coscorrones de la mamá. Los coscorrones siempre eran tarea de las mamás y la hacían con el mismo esmero que le ponían a todo. Los papás nunca pegaban, por suerte, porque el arado les dejaba los brazos más fuerte que un buey. No se les notaba, porque eran flacuchentos los viejos, pero tomaban los sacos de 50 kilos como si nada. En fin, la cosa es que los tiempos han cambiado, porque nosotros jugábamos todo el día afuera, en los campos, pero también crecíamos más rápido.
De todo el lote, mis mejores amigos eran dos. El «Piojín», un cabrito flacuchento y súper ágil, que le gustaba andar saltando, como los piojos, y que decía que un día saltaría tan, tan alto, que se agarraría a una nube y le sacaría un pedazo y lo cambiaría por otro chancho para su abuela, porque el que tenía estaba tan viejo que casi no se movía. Resulta que al final el chancho vivió más que la abuela y no caminaba de puro gordo y flojo. Mi otra mejor amiga se llama Martina y era colorina. Le decíamos «San», por «zanahoria». «San», así con «s», porque uno que no es español no tiene para qué andar usando la «z». Cuando andaba limpia era la niña más linda del mundo, pero le gustaba revolcarse en la tierra, así que era difícil pillarla con la cara lavada. Era la más inteligente. Se inventaba unas historias que con el Piojín nos apretábamos la guata de la risa. Lo pasábamos re bien los tres y hacíamos todo juntos, pero él empezó a trabajar a los trece y ella a los catorce, así que hasta ahí no más llegó la niñez. Eran otros tiempos… Yo no tenía necesidad de trabajar y mi mamá tampoco quería que trabajara. Decía que no estaba listo para eso. Que era tonto y aparte irresponsable. Siempre me decía eso. Lo de tonto no me molestaba mucho, porque pensaba que uno tiene la cabeza que le tocó no más y que no se podía hacer mucho más, pero lo de irresponsable sí que me enojaba, porque no sabía qué significaba eso en la práctica y ¿cómo iba a hacer algo que no entendía? Antes que criticar, deberían haberme explicado, creo yo. Al final, por puro llevar la contraria, me puse a buscar trabajo en los campos también. Además, sin el Piojín y la San me aburría mas que el espantapájaros.
Mi primer trabajo lo tuve a los quince. Antes de mi primer día, mi papá me llamó al granero para hablar «de hombre a hombre» y me dijo que cuando uno empezaba a trabajar es que se hacia adulto. Que había que esforzarse y ser responsable. Me dio la mano y se fue con los ojos llorosos. Fue tan corta la conversación y le había dado tanto color, que me quedé media hora esperando por si volvía, pero no volvió.
Partí ayudando a don Carlitos, que tenía un aserradero. Al principio estaba puro cargando palos. Me echaba un par de troncos al hombro, los llevaba a la bodega y los apilaba. Así todo el día. Después aprendí a usar las herramientas y se puso más entretenido, porque a veces podía planchar palos, trozarlos y, con el tiempo, hasta los talaba yo mismo. El aserradero estaba cerca del fundo donde trabajaba la San, así que a veces, en mis ratos libres, me iba a verla trabajar. Era re encachada, así que me encantaba verla sentada en su banquillo, recolectando la fruta. El dueño del fundo, don Fermín, ya me conocía, así que nunca me hizo problemas y, al tiempo, me ofreció que trabajara con él. A mi me daba pena dejar el aserradero, porque quería a don Carlitos, que fue el primero en darme la oportunidad, pero habían llegado hartas personas más, así que no iba a hacer tanta falta. Me dolió, pero me cambié no más. Yo tenía dieciocho años y la San 19.
Cuando llevaba como cuatro años trabajando con don Fermín, me dio un ascenso. Me dejó como capataz de la zona del rancho. Básicamente, tenía que supervisar la ordeña, la trasquila y mandar a reparar los abrevaderos y gallineros. Suena fácil, pero el rancho era regrande, así que había mucho trabajo. Mi viejito no pudo verme convertido en capataz, porque se murió de una pulmonía un año antes, así que fue un logro que me alegró por una parte, pero también me dolió. Mi mamá estaba toda orgullosa y dijo que nunca dudó de mis capacidades, y yo traté de no mirarla con cara de pillo, pero todavía recordaba que me decía bien seguido tonto o irresponsable.
Ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que nunca fui irresponsable. En comparación con ustedes… Ufff… Imagínense que a los cuarenta y cinco años tuve un accidente, porque estaba arreglando el techo de los establos con mis trabajadores, y se rompió una plancha, y me caí. Los muchachos me llevaron a tota hasta la carreta y salieron a toda máquina hacia el pueblito para que me pudiera atender el doctor. El problema es que era muy lejos, así que me morí en el camino. Es refome estar muerto. Es como que no te enteras de nada y te zumban los oídos. De puro aburrido me puse a pensar y me acordé que no alcanzamos a terminar de arreglar el techo. También me acordé de mi viejito, cuando me dijo que tenía que ser responsable, así que resucité para no dejar ese trabajo a medias. Mi jefe era el más contento. Eso sí que era responsabilidad.
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