No sé si los años hacen valorar desde lo afectivo lo que tenemos o es que el trabajo que tengo hace que mi vida sea sencillamente feliz.
En estas breves líneas les voy a contar mi historia familiar y de cómo pasaron cuatro generaciones disfrutando del trabajo ideal. Ojalá mis hijos y nietos encuentren lo que encontramos quienes los precedimos en esta actividad y puedan vivir llenos de empatía y agradecimiento por tener la posibilidad de realizarlo.
Corría el año 1890, mi bisabuelo llegaba desde Calabria a la costa norte de Perú. Allí conoció la forma de cocinar las palomitas de maíz las cuales se preparaban en un cilindro de metal con manija que giraba sobre el fuego. A medida que pasaron los años, el bisabuelo vino a la Argentina donde conoció a mi abuela, española ella. Se acomodaron en la zona llamada Villa Ortuzar y es allí donde nacen sus cuatro hijos, entre ellos mi padre.
A medida que crecía la familia, las obligaciones para con los hijos también crecían y las necesidades apremiaban, fue así que el bisabuelo comenzó a buscar la forma de tener más ingresos . En sus momentos libres armó su primer carrito pochoclero (palomitero, cotufera o cristopetera de acuerdo al país) y se dedicó a preparar lo que sabían conocer en Italia con el nombre de “nube de algodón”, golosina fabricada con hilos de azúcar enredados entre sí. Pero el emprendimiento tomó solidez un día que le pagaron sus trabajos de albañilería con varios cajones de manzanas. La bisabuela lo animó comentándole el proyecto de un estadounidense que vendía, en aquel lejano país, manzanas caramelizadas. ¡Y así empezó la aventura familiar! Los fines de semana ponía el carrito pochoclero con sus productos en la esquina de la plaza de 14 de Julio y Charlone. Las primeras veces los vecinos lo miraban, comentaban y se acercaban tímidamente a comprar las delicias que allí se vendían. Los comentarios optimistas y halagadores iban creciendo semanalmente y las ventas también. A medida que transcurrían los días, el carrito, los niños, sus padres comprando sus productos, y el bisabuelo fueron parte de la plaza. Así esta familia multitudinaria tuvo la suerte de que todos sus hijos fuesen a la escuela y lo que era muchísimo más increíble para la época, que todos ellos la pudieran terminar sin tener que trabajar… Salvo los fines de semana en la plaza, porque allí iban todos voluntaria e incondicionalmente a interactuar con los vecinos mientras el vendía alegrías y buenos sabores.
Un día el bisabuelo enfermó; ya no pudo hacer más su trabajo. Entonces fue mi abuelo quien tomó la posta los fines de semana. Mi nono tenía las historias más increíbles vividas en torno al carrito pochoclero. Podías pasarte horas escuchándolas. ¡Hasta lo habían filmado para una película! ¡Al carrito por supuesto!…Nunca supe si siguió con el trabajo de pochoclero por necesidad o amor, y fue por mucho tiempo hasta que él tampoco pudo continuar.
Fue entonces mi padre quien tomó su lugar. Mi papá era médico. Con una trayectoria de excelencia. Cuando nos dijo que los fines de semana seguiría yendo a la plaza toda la familia se lo cuestionó. Y él muy suavemente nos dio la explicación que movilizó nuestros sentidos y el corazón: -No busco rédito económico, ustedes saben, que, gracias a Dios, no lo necesitamos -comenzó diciendo. -Tampoco ahondar en el pasado. -hizo una pausa y continuó -Busco encontrar el equilibrio que todos los seres humanos debemos tener- y prosiguió -Tengo una profesión que demanda serenidad, cautela y muchísima concentración porque de ellas dependen vidas humanas- continuó esbozando -El estar en contacto con los niños, los pájaros, el verde, el carrito hace que cargue todas mis energías para esos otros momentos- Así fue como a partir de mi adolescencia acompañe a mi padre a la plaza todos los fines de semana durante más de veinte años. Allí fue donde humanicé mis sentimientos. Donde aprendí que no siempre la plaza es sinónimo de alegría, pero lo feliz que podés hacer a otro si en un mal momento que atraviesan le haces más dulce la pena y sobre todo le brindas tu compañía. Aprendí, lo que la universidad no me enseñó y es la empatía por el prójimo. Pero lo que más me enseño mi carrito pochoclero es que no hay trabajo mejor pago que el que te da felicidad y yo la encontré!.
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