Techno industrial

Techno industrial

Ainhoa Ter

07/07/2022

Creo que cuando se fue todavía escuchaba el sonido ensordecedor de los metales chocando. Lo podía escuchar en su cabeza. Lo leía en sus manos gruesas y callosas, aún cuando ya ni siquiera se atrevían a tocarme. Él me decía que las mías olían a lejía. Yo le decía que me las había lavado hasta tres veces, pero era mentira. A veces lo hecho de menos. A él y a la lejía. Puedo confesar que llegué a tolerar el olor a mierda. Estaba en una rueda, era la mía. 

Un laberinto de horas infinitas en las que miraba la luz del sol o los días grises a través de grandes vidrieras donde trabajaban otros. Otros con sus problemas y preocupaciones. Con sus días buenos y malos. Me gustaban los que hablaban poco. Yo decía bajito para que no me oyeran, buenos tardes mi cristal. Mi cristal de siempre. Te voy a dejar impoluto. Te veo más que a nadie. Te veo más que a mis hijos. Te veo más que a él. Él que está con sus metales en la cabeza, que ve la sangre derramada por sus compañeros en cada vaso de vino que bebe. Aquellos con los que salió a las calles en el 84. A mi cristal de siempre también lo odiaba. Era cuando veía las huellas de los otros. ¿Es que acaso lo hacían con el propósito de fastidiar? Una hacía bien su trabajo, se molestaba en agradar a aquellos para los que era casi invisible. Una llegaba a creerse que aquel edificio gris plomo de cuatro plantas era su casa y todo para que uno de los otros pusiera sus dedazos donde no hacía falta. Pero otros días lo agradecía. Te voy a dejar impoluto mientras pienso en la compra, en la cena, en la bombilla que se rompió hace dos noches, en el cumpleaños de mi hermana. Un gesto mecánico. Quedaba perfecto. Luego bajaba a tirar la basura y me encontraba con Carmen y con la Feli. Fumadoras empedernidas todas. Limpiadoras y no señoras de la limpieza. Cada una a lo suyo, pero todas hablábamos de los otros. No de nosotras. Eso nunca, porque estábamos en la misma rueda, en nuestro laberinto. Carmen se quejaba del señor que se cortaba las uñas en la mesa. Feli la tomaba con la chica de la recepción, que no tenía modales o eso contaba. Yo decía que otra vez me han dejado todo por el suelo. ¿Habían celebrado otro cumpleaños? Otra calada. La última tan profunda que llegaba hasta el alma. Y cada una a su casa, quizás hacía otro laberinto.

Me subía al mismo autobús del que cada día me costaba más bajarme. Había días en los que tenía el deseo de un viaje eterno donde mis piernas pudiesen caer rendidas. Me gustaba la radio de fondo. El chofer era majo si su equipo iba ganando. Luego la dulce llave en la puerta. La cara de mis hijos esperando. La cara de él sentado en la butaca con sus metales chocando.

Un día echaron a Carmen. Había cogido demasiadas bajas. Carmen nos decía que tenía las manos reventadas. Después le reventaron el corazón. Al principio Feli y yo hablábamos de ella, pero luego no. La olvidamos. Simplemente dejo de existir. Un día me topé con ella mientras paseaba a su padre. Me dijo que le hicieron un favor. Pero no era verdad. La despojaron de su rueda y ahora estaba perdida. Como él.

Él decía que nos habíamos convertido en números. Decía que nos habían robado los nombres y los apellidos, que ahora éramos variables y primas y no sé qué más historias. Yo le respondía que eso no era nuevo, que siempre fue así, pero no me escuchaba porque en su cabeza seguían rebotando los metales. ¿No hemos sido siempre como billetes y monedas? Ahora estamos insertados en un ordenador. Eso es lo que pienso, aunque nadie haga caso a una jubilada que recogía los pelos de los otros. Todo ha cambiado a peor, decía. Para mí es lo mismo, pensaba yo. Mejor no hablar de miserias, sino hablas de ello dejan de existir, como Carmen.

Pero de él me sigo acordando. De cuando era Pablo. De cuando no escuchaba los metales. Quedábamos en la plaza y dábamos un paseo por el parque. Me daba la mano cuando era suave. Yo le daba la mano cuando olía a margaritas. Adiós a la rueda. Nuestro laberinto era de sueños. Era inocencia. Era la vida. Pablo y Aurora. Aurora y Pablo. Hubiese bailado en esa melodía eternamente. Pero aquello terminó. Luego cada mañana sonaba el despertador y bailábamos techno industrial. Bailábamos y bailábamos, separados y juntos, como la mayoría, bailábamos hasta que le aplastó la rueda y llegaron los metales a su cabeza. Y ya no era Pablo porque le habían robado el nombre y ahora era una variable, una prima, un número. Una firma en un papel. Un acierto de algún tipo que duerme en un bonito piso en el centro de la ciudad y que puede viajar a rincones de ensueño. Alguien que no reconocerá el engranaje donde descansa su culpa. Sus hijos nunca verán la pena reflejada en una copa de cristal.

Pero ya no importa Pablo, todo ha quedado atrás. Me gustaría que supieras que a menudo rememoro nuestra vieja melodía. Quizás esta música hubiese detenido los metales de tu cabeza y te habrías vuelto a ver tal y como eras. Y si ellos te robaron el nombre, yo hoy te lo devuelvo. No eres él, eres Pablo. Y yo soy Aurora. Esta tarde me he acercado al bloque de oficinas donde pasé dieciocho años y me he quedado inmóvil a unos metros de la entrada. No consigo ver a la chica a la que confié mi cristal. Las demás salen con prisa, caminan sin mirar atrás. Están en la rueda, están bailando techno industrial.

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