Nunca la abrazó el día antes de la despedida. Saltó de la cama queriendo escabullirse del amor por la mañana. Para no soportar el suave tacto de su cintura y los labios rosados entreabiertos boqueando en el ensueño esperando uno de sus besos generosos. Eran las siete de la mañana y ni siquiera el sol en pie y ya le irritaba la condescendencia que su ecuanimidad provocaría en ella. Pero es que tampoco podía escondérselo, daba igual la cantidad de sábanas, edredón y pijama, en cuanto se separasen sus pestañas en sus gestos ella vería el latir de un corazón asustadizo. Se levantó a asearse, hundió su barba en el rocío fresco y jabonoso, tras escupir la espuma se enderezó. Pudo comprobar, todavía con el mentol en las encías, dos círculos vidriosos abiertos del anhelo escondidos por los rizos de las dudas de si estaban siendo vistos. Despiertos. Ya era tarde, suspiró con hastío y se preparó para un afecto cubierto de miel que no quería. Susurró que se pondría a trabajar y bajó la madera que crujía como cuando buscas escabullirte de una situación incómoda y los pasos te delatan. Se sirvió un vaso de agua con limón, le ayudaría a seguir en silencio y sentirse ilusoriamente a cargo de su vulnerabilidad. Quizás mañana, quizás después de navidades, encontraría la forma de hilar con palabras las perlas de emociones que se acumulaban en tartera sobre el hueco de su ombligo. A las puertas de una despedida se veía entre la espada y la pared. Si no decía nada se ahogaba en su llanto y la presión de sus palmas en el pecho sacudiéndolo. Esas manos planas como flechas sin punzón apuntaban al blanco y diana que era el régimen de aislamiento emocional en el que había ingresado tiempo atrás.

Pero no. Para su placer y su sorpresa, la mañana transcurrió tranquila. El látigo de ignorancia había castigado las ganas de cariño en ella. Lo suficiente como para subir en el auto y permanecer en un silencio entrecortado de síes, noes, no saberes a las preguntas escuetas y necesarias que emergían del zumbido que embute los oídos mientras los ojos repiten el mantra de los carteles y salidas de autopista. Llegaron a la estación norte con el tiempo justo de tomar un café frío bajo unas farolas de atrezzo y unas sillas de bar que sirve ginebra barata. Soltó la bolsa en su hombro y le deseó un seco buen viaje. En cuanto sonó la frase como el culo de chupito contra la madera de bar, vio las ganas de ironía en su sonrisa macabra de chica lista escapándosele. Se sintió más exasperado todavía. “Con lo que llueve, lo escueto de tu comentario me ha secado el abrigo de un plumazo”. Pero él ya pensaba en sus zapatillas a cuadros sobre el banco del piano, su libro y un bonito momento de Jazz. Las puertas del vagón se cerraron con el sonido de cápsula destinada a la eternidad. Se refugió en el sillón de piel negra y falsa. Mientras ella abría en su libreta una vomitera de reproches bien escritos. Se dijo que era lo más honesto de su día.

Lo que en realidad pudo escribir ella:

(será público de aquí a una semana)

Obra protegida por Creative Commons

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Etiquetas: diario romance tren

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