I
La tenue luz de finales de invierno se cuela entre las rendijas de las contraventanas de madera. El viento galopa fuera y envuelta en el edredón, me faltan las fuerzas para salir al mundo. Mis huesos reclaman calor de primavera. Ya estoy aburrida de la breve y extrañamente intensa oscuridad.
Es curioso como el viento parece que a veces limpia los pensamientos y otras los enreda incluso más. Ya sea de levante o de poniente, igual aclara y da soluciones, que embarra y enloquece las ideas dentro de la cabeza. Yo soy más de poniente a pesar de sus consecuencias negativas, como la sequedad de piel, la tendencia a cubrir de arena lo que encuentra a su paso en la playa y poner la casa perdida. Me gusta el poniente por la forma que tiene de limpiar el mar, dejándolo transparente, tranquilo y fresco. Durante unos segundos, me resisto a pisar esa obra de arena rizada en ondas perfectas, por no romper el embrujo de postal de lugar paradisíaco. Pero siempre me vencen las ganas de dejarme llevar por su invitación a la fiesta del baño. Te incita a convertirte en animal marino y cuando sumerges la cabeza escuchas cantos de sirena, sientes la paz en tus pensamientos.
Así es mi día ideal: un sol rotundo y un poniente muy suave rizando pequeñas tiras de espuma, perfectamente alineadas unas tras otras, como un ejército armado con espuma que va a morir en diagonal a la arena.
Desde niña siento una extraña fascinación por el mar. Es como si no pudiera dejar de mirarlo. Me hechizan sus cadencias, colores y olores, la forma en que lame las rocas y esculpe en ellas, a veces suave, a veces colérico. Puedo pasar el día entero mirándolo y siempre es distinto. Me carga de energía, libera la tensión interna y consigue que todo lo demás se vuelva insignificante. En definitiva, pone las cosas en su sitio y eso es algo que me hace tanta falta…
No creo que sea capaz de volver a vivir lejos del mar y del viento. Ellos me mecen, me equilibran, me dan la armonía que necesito. Algo que nunca me ha dado un hombre, pormucho que lo amara. Tampoco me lo ha proporcionado el dinero, ni un trabajo estable con una futura carrera profesional. Es algo que nace del interior, no pueden aportarlo los demás y ahora lo necesito más que nunca. Ahora que el desamor me atenaza la garganta, que la pena se ha instalado en mi cuerpo y se ha hecho su dueña. Ahora que me he vuelto a caer y las heridas parecen aún más hondas.
¿Cómo pueden seguir pillándome estas situaciones con la guardia baja? Me relajo, me distraigo y cuando quiero darme cuenta, ya tengo la cabeza llena de mariposas. Siempre equivocada. Porque el amor es eso, una equivocación continua y a veces maravillosa. Sí, ya sé que todas las historias de amor son parecidas, pero la que se está viviendo es siempre la auténtica, la especial, la irrepetible; de la que no sabemos si saldremos ilesos. ¡Qué ingenuidad la del que ama! Nunca se sale ileso cuando se entrega el alma. Y eso de la valentía está muy bien, pero cuando ya estás llena de cicatrices, empieza a darte pereza volver a estrellarte.
El caso es que aquí estamos el viento, el mar y yo, otra vez intentando recomponer los pedazos rotos y sacar la cabeza de un mar azotado por el levante hostil. Sonriendo en el espejo cada mañana a esa mirada cansada, desilusionada y enferma de desamor.
Hubo un tiempo en que no me reconocí en esos trances, pero con los años ya soy capaz de intuir los síntomas de cada fase del proceso. Hasta me voy haciendo amiga de la tristeza, a pesar de mi natural alegre. Y es que hay que aprender a vivir con lo que viene… Y el desamor viene y se instala.
Lo terrible es la facilidad con que olvidamos lo sufrido cuando aparece una ilusión nueva. Es como lo de los partos, sería imposible tener más de uno sin haber borrado de la mente el anterior. Y lo olvidamos. Hay un extraño mecanismo en nuestra naturaleza que nos hace olvidar, seguramente para que la especie no se extinga, aferrados con los dientes al instinto de supervivencia. Si almacenásemos el dolor con toda su intensidad inicial, no seríamos capaces de seguir viviendo. Sinceramente,no es un consuelo saber que el tiempo lo va a curar, o al menos a mitigar su intensidad. Cuando dejamos de querer, lo hacemos y punto. Pero cuando se trata de aceptar que no nos quieren, el proceso es lento y doloroso. En cualquier caso aquí estamos, embarcados en la aventura de vivir y las emociones que ello conlleva, si se hace como es debido.
Madrid se había convertido en una cárcel de asfalto en la que vivía para trabajar y busqué la luz de un pueblecito costero. Uno de esos sitios que, cuando acaba el verano, se convierte en un paraíso de paz y abandono. Muy romántico en las películas, pero poco práctico para las relaciones humanas. En el fondo era eso lo que buscaba, iba huyendo del desamor y su tristeza que todo lo invade. Como si fuera posible esconderse de la vida. Estaba tan cansada, había luchado tanto… Creo que mi divorcio con sus idas y venidas a los juzgados, los cambios de casa con sus agotadoras mudanzas y el sentirme fuera de lugar en los ambientes de la vida social fueron claves a la hora de tomar la decisión y dar el salto. No nos engañemos, por mucho que me atraiga el mar, un cambio tan radical da vértigo. Sin embargo, lo único que me atormentaba la cabeza era la logística del proceso. Fue como una decisión tomada ya hace mucho tiempo. Quizá todo ese tiempo que viviendo en Madrid, convertía el trayecto de vuelta de la playa en un no parar de llorar, mientras conducía alejándome del mar. Me pesaban los días grises, el asfalto, la lluvia. Me costaba respirar.
Adaptarme no fue complicado. Cuando realizas un cambio tan fuerte con una inimaginable vuelta atrás, la tendencia es a verlo todo positivo, para evitar caer en el abismo de la desesperación. Al principio la soledad lo invadía todo y fue una soledad curativa, una soledad necesaria que ayudó a mi cabeza a asimilar lo que el corazón no podía. Estos lugares también te enseñan a conocerte mejor y quererte más. Aprendí a vivir conmigo, a respetarme, a reír sola. He vivido momentos duros y otros maravillosos, siempre protegida por el mar, el viento y el sol que me dan tanta fuerza.
Al mirar hacia atrás parece que ha pasado mucho tiempo y no sé si diez años es mucho tiempo para alcanzar algo parecido al equilibrio.
Tras el primer periodo ermitaño para curar heridas, hubo una fase de vuelta a la locuraadolescente en la que no paraba de salir y de reír. Los amantes que formaron parte de esta etapa no llegaron a herir el corazón que había fortalecido la soledad. Puede que eso me hiciera creer que había conseguido construir la barrera contra el desamor. Y llegó el día. Ese día, ese instante que de haber sabido… Pero no sabemos y aunque fuera posible saber, seguramente no querríamos saberlo.
II–
Relajada y nada alerta, sentada en la terraza del Maimono con unos amigos, veía caer la tarde sobre el mar del rosa claro al violeta. Recuerdo el olor a jazmín, a mar, a días más largos, a primavera que empieza, a cuerpos que se sacuden el invierno y su letargo y buscan otros cuerpos. También recuerdo las risas y su mirada buscando la mía tenaz, constante y esa sensación de vértigo al rozarnos. Caminamos por la playa hasta el puerto para cenar en una de las terrazas, uno junto al otro sin dejar de mirarnos, de reír, rodeados por nuestros amigos que parecían lejos, muy lejos… Yo empeñada en que entendiera mi preocupación porque nuestra sociedad cada vez me recordaba más a “Un mundo feliz” de Huxley y me aterraba envasar las emociones. Él no había leído a Huxley, pero le parecía, ahora lo sé, que era una mujer maravillosa y no estaba dispuesto a contradecirme. Nos sentamos juntos y aunque seguimos participando de las conversaciones del grupo, ya habíamos creado nuestro propio espacio, nuestro castillo, esa palabra, ese gesto que tenían un significado especial sólo para nosotros. Los amigos comunes se fueron desdibujando a lo largo de la noche, una noche aún fría que terminó con unas copas en casa de Juan. Él había organizado el fin de semana, tenía ganas de navegar y desconectar y no quería hacerlo solo, por lo que llamó a amigos que no veía hacía tiempo. No quería que nadie supiera de su situación actual, por eso tiró de agenda del pasado y en su pasado estábamos los dos que, por esos instantes de magia, nos hicimos un presente entre sus ruinas.
III-
Juan es uno de esos hombres aventureros y fuertes, a los que aparentemente nada puede derrumbarles y sin embargo, esa noche le vimos llorar como un niño.
Lo conocí hace años, en un viaje organizado por el que fue mi marido, a Santorini. Yo soñaba con ver sus atardeceres y mientras mi matrimonio se desdibujaba en la rutina, él consideró que mi sueño podría sacarnos del hastío y salvarnos a los dos.
Estábamos cenando en una terraza en Fira, sin nada que decirnos y pendientes de alguna historia en otra mesa que pudiera sacarnos del silencio, cuando vi a Juan discutiendo acaloradamente en griego con dos hombres. Estaba muy alterado y sudaba, pero poseía un magnetismo extraordinario, una elegancia fuera de lo común y parecía no importarle que todo el restaurante estuviera más pendiente de su discusión que de la comida y de sus propias vidas. El dueño del local pidió a los dos griegos que se fueran y Juan se acercó a nuestra mesa y se disculpó. Sabía que éramos españoles porque, dijo, sólo una española podía llevar un vestido como el mío. Nos contó que era diseñador y que en un viaje a Estambul para buscar tejidos, se enamoró perdidamente de una turca, a la que quería rescatar de su familia. Mientras nos contaba esta historia rocambolesca, no podía dejar de mirar sus manos, eran las más bellas que había visto nunca.
Por esas cosas del destino, en cuestión de minutos lo consideré un personaje perfecto para introducir en la película de mi vida. Posiblemente por el aburrimiento que me producía compartir tantas horas con mi marido, pero también por su magnetismo y la facilidad con que volcaba su corazón sobre la mesa de dos extraños. Ni que decir tiene que su historia me fascinó y a mi pareja le pareció una auténtica locura. Él era…, es muy poco apasionado. La noche se alargó y Juan siguió dando detalles de su plan de fuga con la turca, que a estas alturas ya sabíamos que se llamaba Aylin (luz de luna) y que tenía los ojos más verdes del Universo. Yo estaba encantada con nuestro nuevo y aventurero amigo, pero mi marido empezaba a pensar que nos habíamos topado con un chiflado que nos iba a atracar o algo peor, así que decidió agriarnos la noche. Creo que esa fijación suya por devolverme a la realidad y volcarme un cubo de agua fría por la cabeza, fue lo que me alejó de él y me hizo construir un muro imaginario de piedra entre nosotros. Me dolían su frialdad e indiferencia ante las emociones, me dolía su forma de quererme sin querer lo que de verdad soy.
Intercambiamos los teléfonos y para mi desgracia, no volvimos a verlo en los cuatro días que nos quedaban en Santorini. Disfruté de la comida, los atardeceres, las compras, las calles, la luz, los acantilados, pero en mi cabeza seguía rondando la historia de Aylin.
Al poco de regresar a Madrid, recuerdo que aún era agosto y hacía tanto calor como en Grecia, una noche llamó Juan a casa. Estaba muy excitado, quería que conociéramos a Aylin porque, de alguna manera, habíamos formado parte de su historia de amor. Decía que le dimos suerte, aquellos marineros con los que discutía para traerla ilegalmente en su barco, al día siguiente lo buscaron para llegar a un acuerdo. La historia es larga y de seguir con ella, la mía se perderá entre estas letras. Puede que cuando él se sienta capaz de vomitarla en toda su crudeza, yo la escriba. Para ser breve, diré que Aylin es cierto que tenía los ojos verdes, pero su hermano Taryk, que huyó con ella para conocer mundo, era mucho más atractivo, enigmático y cautivador.
Hacía casi un año que no veía a Juan, desde el verano anterior que vino a pasar unos días al sur. Estaba apagado, vencido, deseando contar algo que le quemaba el pecho y a la vez, receloso de cómo podríamos encajarlo. Había bebido bastante y por fin soltó:
– Tengo algo que contaros. Una de esas historias terribles que sólo le pasan a otros y cuando le pasan a uno, no sabe dónde está la salida, ni a quién llamar…
Y lloró larga y silenciosamente. Todos le mirábamos en silencio, algo aturdidos por el alcohol, esperando a que volviera a llenar su vaso y empezara a narrar la historia. Un cuento terrible de delicias turcas envenenadas, como él lo llamó. Taryk resultó no ser el hermano de Aylin, sino su amante y utilizaron a Juan para huir del infierno. Llevando así el infierno a la vida de Juan. Cuando Juan lo supo ya era tarde para renunciar a Aylin y durante unos años, compartieron vida e hija los tres. Nadie es quién para juzgar la vida de otros y a lo que son capaces de renunciar por amor. Juan renunció a su orgullo y compartió a su amada, la misma que hacía un mes había desaparecido con su amante, dejándole a la niña como legado de una historia de amor que, como casi todas, no lo fue tanto. Quizá le pareció demasiada crueldad quitarle todo, o quizá creyó que Alma le agarraría a la vida.
Hacía frío, la casa llevaba meses vacía y la humedad lo invadía todo. Me acerqué a la chimenea a remover las brasas y echar un tronco y, de paso, que los demás no vieran que yo también estaba llorando. Rocío se levantó a hacer café para todos. Amanecía de color fuego en el mar, pero la luz no se llevó los fantasmas.
Manuel, mi proyecto de príncipe encantado, decidió bajar al puerto a ver la pesca del día. Se sentía incómodo con emociones tan intensas. Entonces no podía saberlo porque me deslumbraba su deseo, pero lo aprendí más tarde con dolor y decepción. Soy incapaz de ver las señales aunque me golpeen en la frente, ciega e irracional me lanzo al abismo de las emociones.
Mi nuevo error era y seguirá siendo, once años más joven que yo, con la mirada dulce de un perrillo abandonado. Debería haber llevado un cartel de PELIGRO colgado al cuello, pero nunca lo llevan.
Tardó en volver.
Rocío convenció a Juan para que se diera una ducha y descansase en la cama con un tranquilizante. Las dos nos sentamos al sol de la mañana con un café y un pitillo. Había sido una noche larga y el día se iba a hacer eterno. Estuvimos un buen rato con los ojos cerrados, recibiendo la fuerza del sol y Rocío empezó a comentar la noche, eso que tanto nos gusta a las mujeres, casi más que la noche misma.
SINOPSIS:
Marta es una mujer valiente aunque no lo sepa. Se enfrenta a sus emociones y cuestiona cada vivencia, desmenuzando palabras y gestos para encontrar razones que casi nunca existen.
Navega entre el amor y el desamor, con un miedo cada vez más presente a perderse en la mirada del otro. Se le juntan las ganas de llorar con las de reír y se siente más y más cómoda en la soledad que, a pesar de todo, ha elegido como el lugar donde sentirse a salvo y poder ser ella misma sin que nadie la hiera.
Con el lastre de amores difíciles cargado en su mochila, se refugia en la amistad de personajes dispares que aportan a su vida mucho más que equilibrio. Algunos llegan a convertirse en pilares claves para la supervivencia y otros se pierden en el camino, dejándole sus recuerdos y el regusto amargo de la añoranza.
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