Con el tiempo se ha ido haciendo más fácil. Cerrar los ojos, fingir, esconderme tras la cadencia de los gemidos. También más difícil. Desear no entender lo que te susurran al oído, anhelar sentirte tan extranjera como el primer día.
La mañana del día en que mi primo volvió al pueblo, hace dos años, yo había sangrado por primera vez. Andaba como avergonzada por la casa, taponándome aquella herida con un pañuelo que parecía no poder contener la madurez que se me había venido encima, cuando escuchamos el sonido de un coche frenando sobre el polvo. Los tonos vibrantes de la ropa de aquel muchacho que se había marchado años atrás dejando abandonados a mis tíos contrastaban con la película de tierra que cubría permanentemente cada objeto de nuestra aldea. Me retiré a la parte trasera de la casa y desgarré algunos retales viejos que oculté entre los pliegues de mi falda. Sabía que a partir de ese momento tendría que hacerme cargo de mi cuerpo.
Por la ventana observé la escena. Los vecinos habían acudido como moscas a extasiarse con el éxito de mi primo, ávidos de sueños y vanas fantasías. Las fotografías de las que se vanagloriaba ante mis padres, lejos de entumecer mis sentidos con la misma mirada bobalicona de los demás, despertaron en mí un fiero orgullo por nuestros orígenes así que di media vuelta y me fui a buscar agua al pozo. La tierra, suave, calentaba la planta de mis pies. La soledad magnífica del camino me embriagaba. Tan lejos de todo, de todos, el pozo me brindaba siempre coartadas perfectas para soñar. Cuando volví a casa caía la noche y el trato estaba cerrado. Mamá fingía entereza mientras me envolvía algo de comida en un pañuelo, –… para el viaje – musitó. Me lo dijo con la barbilla levantada y ahí supe que la pena le atravesaba como una vara.
– Vamos a ganar mucho dinero – los ojos de mi primo me mirarían más tarde, hambrientos, desde el retrovisor, – te va a encantar Europa -. Desvié mis ojos hacia la bóveda celeste para rehuir las miradas furtivas que parecían palparme palmo a palmo desde la parte delantera del coche. La noche africana es bella como ninguna y, tranquilizada por su belleza, me dormí. Antes de nuestra marcha la tarde había sido larga, los vecinos habían colaborado con sus humildes manjares en una celebración que mi primo, a todas luces, despreciaba. – Cómo vivís…, – musitaba con desdén – mi prima os sacará de la miseria-. Las voces allí reunidas hilvanaban castillos en el aire sobre mi futuro como empleada doméstica, se dibujaban escenarios que subían por el cielo como carcasas de fuegos de artificio, para luego desintegrarse lentamente en el silencio que se apoderaba, meditabundo, de la habitación. Mis tíos habían muerto sin conocer el éxito egoísta de su hijo.
Los recuerdos de aquel viaje inacabable se pierden en una amalgama de sensaciones confusas. Las noches se entremezclan con los días, los asientos de los coches se confunden con las partes traseras de las camionetas. Las conversaciones que mi primo mantenía con funcionarios de manos grandes se superponen a las susurradas con funcionarios de manos pequeñas pero igual de perversas. Me sentía todo el rato muy enferma, físicamente al límite; pensé que la sangre se me escapaba en exceso del cuerpo y que me estaba muriendo. – ¿Dónde está mi primo? – pregunté una mañana cuando desperté vomitando en un barco al que no tenía conciencia de haber subido. Pero para entonces ya nadie hablaba mi idioma. Recibí algunas palizas durante los días siguientes hasta que aprendí a dejar de preguntar y acepté que estaba sola. Las olas del mar se presentaban ante mí como una criatura gigantesca, aterradora. El barco parecía ir directo a las entrañas del monstruo. Poco a poco recobré la lucidez y se acabaron mis sangrados, pensé que lo peor había pasado y que había sobrevivido a algunas peligrosas fiebres. Tiempo después alguien me explicó que, simplemente, tras la venta por parte de mi primo habían dejado de drogarme.
Lo peor de estos últimos meses no ha sido estar entre seres que no hablan mi lengua. Al contrario, mecerme en la cadencia desconocida de un idioma que no es el mío me ayuda a sumergirme en recuerdos del pasado. Los jadeos se asemejan al sonido hueco del cubo en el fondo del pozo. Los gritos de éxtasis estallan como los chillidos exagerados de los pájaros en los pocos árboles del pueblo. Los gruñidos hablan el lenguaje de los perros de la aldea peleando entre sí por alguna alimaña. No entender te otorga la posibilidad de vivir en un sueño.
No conservo ningún recuerdo preciso de los primeros días, supongo que la primera vez me aterraría que soltaran a una bestia en el redil de mi habitación sin ofrecerme medios de resistencia, pero hay un agujero negro en mi memoria. Tan sólo me viene la mente el abrazo de una niña rubia que con sus susurros parecía sugerirme por las noches “tranquila, todo se vuelve más fácil con el tiempo”. Aprendí a estar y a no estar, a moverme maquinalmente por fuera mientras me quedaba bien quieta por dentro. Pero el tiempo también está trayendo el descifrar involuntario de algunas palabras. Este idioma desconocido comienza a cobrar sentido dentro de mi cabeza. Y entonces duelen las palabras murmuradas por bocas atroces, duelen más que los golpes o los apretones. Duele cuando, cogiéndote del pelo, entiendes que te dicen, “Este trabajo te gusta, ¿eh?”. Más tarde entro en la ducha y me sumerjo en la poza fresca que, antes de la sequía, nos acercaba el agua a casa. Una poza de brillos profundos y promesas de futuro.
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