Jean se iría al sur. Yo, su prometida, volaría rumbo al norte, atravesando el tercer mundo, sin escalas en el segundo, con un futuro paradisiaco en el primero, en otro continente. Sus amistades me cuidarían y  proporcionarían un buen trabajo. Dios había escuchado mis oraciones. Mi angel de la guarda se despidió de mí con un beso tan dulce como eterno. Jean me quería y yo le amaba. ¿Cúal es la diferencia entre querer y amar?

El visado de turista, la reserva de hotel, y el billete de vuelta despejaron el camino hasta mi maleta. El chófer y aquella señora nos esperaban en el hall de llegadas internacionales. Viajamos separadas en el avión pero con el mismo destino, un nuevo porvenir. Ella bajó primero dejándome un recado en èdè Yoruba:

Pa iwe irinna.

Preguntada lo traduje como “conserva la suerte” (pa re orire). El ario conductor asintió con una sonrisa, que el tiempo descifró como maliciosa.

Iba a trabajar en aquella casa como empleada del hogar. Si pasaba el periodo de prueba, el billete de regreso, se anularía. Con empleo regularizaría mi situación según Jean y tendríamos una vida tras la lluvia de pétalos. Por el momento, no dormiría en el hotel, todo era una formalidad. Tendría mi propia habitación, baño y vistas a un jardín con piscina. Una reja me separaba del paraíso del hombre blanco. A su lado, una cocina americana donde cené a mi antojo, acompañada por la señora de la casa, cuya amabilidad me desbordaba.

Por la mañana el matrimonio me dio un contrato para firmar en el despacho al que debían acompañar con mi pasaporte. Cuando la autoridad competente verificara su autenticidad me lo devolverían. Pensé en Yoruba. Accedieron. Se lo enseñaría yo misma. Así fue, pero aquellas hombreras, me lo arrancaron con violencia, llevándose consigo incluso mi inservible celular. A su regreso, quería conocer mis habilidades.

-¿Cuáles?- pregunté.

-Las inocentes –contestó sarcástico.

Estrenaba uniforme y tenía mucho trabajo que hacer, se esperaban invitados, debía auxiliar a la señora en las tareas de la cocina y limpiar todas las habitaciones. La casa se preservaba de miradas indiscretas, todas las estancias miraban a aquellas aguas cristalinas de fondo azul, donde por la noche alternaban las voces femeninas y plurinacionales, aquellas que se habían alimentado con mi trabajo en alguna parte a la que de momento no tenía acceso. La fiesta duró hasta altas horas, la música se coló hasta mi cama. En otro tiempo habría movido los pies, estaba agotada.

Al despertar, me esperaban decenas de sábanas y toallas frente a la lavadora. Colada tras colada subí a la cubierta a hermanarme con el sol para compartir tarea. Desde allí las vistas no eran halagüeñas. Una carretera poco transitada a los pies. Paralela a ella, un tráfico infernal. Lo escudriñe tratando de buscar una mirada correspondida tras los parabrisas, la de Jean. Terminado su proyecto regresaría de África para prorrogar nuestro romance. Me llevaría a la playa a mi espalda y pasaríamos las horas muertas.

-Llámame pronto, cuando tengas liquidez -me dijo depositando su número en mi mano. Yo lo he invertido todo en ti.

Pronto empezaron las evasivas. El pasaporte nunca volvía, maldita burocracia. No había teléfono a la vista. De mi primer sueldo recibí una limosna. La pobreza desapareció con mi encargo de higiene personal. Siempre estaba ocupada y tenía prohibido salir hasta que tuviera mi documentación en regla, la policía era muy estricta, las deportaciones ya no eran noticia. No había vestigios de vida humana en los alrededores. Salía a tirar la basura acompañada, levantaba la vista tratando de averiguar cuantas cosas se escondían tras las letras, ventanas y balcones pintados en la fachada.

Comencé a conocer al resto de las chicas, pero era difícil entablar una amistad duradera con ellas. Iban desapareciendo paulatinamente por fracciones de tiempo. Les servía la comida y admiraba sus pequeños lujos obtenidos. Les hablé de Jean, se compadecieron , me llamaron ilusa, trataron de convencerme bajo la atenta mirada de la chulería engominada, todas habían tenido a su propio don Juan, uno que ardía en el olvido. No las creí, necesita ascender, para salir de esa cárcel doce horas al día como ellas, acceder a un celular y teclear la esperanza.

No tuve que pedirlo, me lo sugirieron. Los galones me forzaron a cambio noticias. Era una irregular, con el visado caducado, el pasaporte retenido y con una deuda adquirida a la firma de mi contrato. Los ceros me nublaron. Debía sufragar el alojamiento, la comida. el viaje, el traslado… Me sentí vulnerada, repetí una y otra vez mis conversaciones con Jean, aquél con quien me acosté por necesidad alimenticia y al que cogí cariño, a él y a sus promesas.

-Ese Jean está tardando en volver, quizás debas usar tus virtudes para ahorrar algo de dinero, comprar un móvil de prepago, llamarle y recordarle de tu existencia. Eso si no te ha olvidado. ¿Alguien conoce a Jean? –ironizó la señora.

La primera vez fue repugnante, la segunda repelente, la tercera inenarrable… al final del día la cuenta de resultados netamente ridícula. De mi quinta parte, la mitad saldaba deuda. Tardé mil y una noches en ganarme la confianza para abandonar la turbulenta piscina y la empalagosa música del bar. Obtenida la semilibertad comprobé que estaba sola.

-El número marcado tiene las llamadas entrantes bloqueadas.

-El número marcado… –repitió la voz metalizada días más tarde.

Comencé a consumir primero por invitación, luego por necesidad de abstraerme. Según mis cálculos en un año, recuperaría el poder sobre mi cuerpo, si antes no lo asaltaba una sobredosis de fiesta blanca en una orgía. Me desengancharía fácilmente. Mi silueta de refresco, era más fuerte que mi apariencia.

La redada no acaba con mis sueños, lo hace el policial gesto negativo. Mi nueva “Madame”, es la asistenta social. No me pide confiar en ella, solo volver a nacer desde mi uniforme blanco sin máculas y asomarme todas las mañanas al balcón del piso de acogida.

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