Dicen unos que nuestra sociedad está perdidamente enferma, rehén de una lógica que propaga destrucciones, iniquidades y desengaños en vez de simetría y bienestar.
Otros trabajan para entender y explicar qué es lo que nos ha traído hasta aquí y hacia dónde nos podría conducir un nuevo cambio.
Y algunos se empeñan en querer adquirir el conocimiento con el que alcanzar la sobriedad, la ansiada felicidad, y así despiertan, embebidos por la ecología, la espiritualidad, el consumo, la democracia, la oligarquía, la interdependencia y un largo etcétera.
Yo, entretanto, me pregunto si la vida merece la pena vivirla o no, y ahí les espero a todos ellos porque, cada vez que me encuentro ante el espejo, me cuestiono qué sería de mí si no hubiera existido, si todo o parte de lo que se confabuló para que yo existiera hubiese sido distinto.
—No digas esas tonterías —me dice mi marido al salir del teatro.
Antes de contestarle, miro hacia atrás y observo el luminoso de la cartelera que anuncia ‘Las sillas’, de Eugène Ionesco.
—Responder a esto es la duda esencial de la propia vida, cariño.
—Eres parte interesada, Milena —alega—. Juzgar si merece la pena o no, no te corresponde. Tu hija no tuvo esa oportunidad.
Yo reconozco que la vida está viciada por sórdidos aforismos.
—Desde que te dedicas a escribir, a inventar historias, has cambiado mucho. Te volviste frágil —me apunta mientras me toma de la mano.
—¿Frágil?
Él, Darío, mi marido, procede de la alta aristocracia checa, yo, de una pequeña aldea a las afueras de Praga, de Jeneč. Lleva casi toda la vida conmigo, me conoce bien, pero no pensamos igual, sobre todo desde que perdimos a nuestro único hijo, la pequeña Julie. Desde entonces, es él el que cree sostener mi ética y controlar mis sueños. Yo, permito que presuma de ello.
—Te dejas influir demasiado por todo eso que lees —me insiste—. Antes reflexionabas con otras historias, más humanas, más naturales.
—Cariño, ¿te parezco frágil? —apremio—. Esa idea que te cuento surge de lo más profundo del corazón, de la parte más callada de mi ser.
Cómo comentarle que había leído recientemente a Camus, a Jean Améry. Cómo explicarle una vez más mi escepticismo sobre la existencia misma, sobre lo que el mundo entero una y otra vez se empeña en alimentar, esa situación de entusiasmo sin causa alguna que no entiendo, que insiste en hacernos creer que cada persona es libre de elegir su destino.
Por más que me esfuerzo, por más voluntad que pongo en encontrarle un significado a esta vida, mi vida, no consigo hallarlo. Creo que no existe.
No sé cómo puedo mostrarle a Darío que la vida es algo insustancial para mí, que no posee más valor que el que yo quiera darle, que es tan solo un muestrario de engreídas imitaciones faltas de juicio que hago por rutina, indolencia o hábito, más que por pura convicción, siquiera por coherencia espiritual.
—Es absurdo —me dice mientras introduce el ticket en la máquina de pago del parking.
No es la primera vez que debatimos sobre el sentido que no le encuentro a la vida. No es tampoco la primera vez que él me propone que tengamos otro hijo para redimir nuestro pasado. En definitiva, él está en el mismo punto irracional que yo; quiere encontrar una solución, una justificación, y el hecho de no encontrarla no es aceptado por su propio razonamiento, su lógica masculina; eso sí que es absurdo.
El parking está casi vacío. Llegamos al coche y, al intentar abrir la puerta, Darío se da cuenta de que lo dejó abierto. No advertimos movimiento en su interior porque el coche tiene las lunas tintadas. Mi marido me indica con la mano que me aparte, tira de la manija con cierta desconfianza y deja su puerta abierta, como si esperase que alguien saliera.
—Eres descuidado —le indico, una vez comprobado que no hay peligro—. Un día te vas a llevar un susto.
Cuando salimos al exterior, la lluvia arrecia sobre los cristales delanteros.
—¿Tenemos paraguas? —me pregunta.
—Uno negro. Enorme. En el maletero.
El primer semáforo se pone rápidamente en rojo. Darío frena y me mira de reojo. Intenta leer mi mente.
Yo aún retengo la imagen de los dos actores de la obra que acabamos de ver; una pareja de ancianos, incomunicados en una torre. Los dos sienten en su alma el fracaso de su existencia, y comienzan a representar una obra dando vida a diferentes personajes imaginarios; así intentan justificar sus miserables realidades, viviendo otras vidas. De repente, su imaginación lleva sus miradas hacia el patio de butacas; está vacío. Esa escena bloquea sus mentes, enmudecen pero, por fortuna, surge un narrador de la nada que inicia un insólito alegato con el que, a los dos ancianos, les brota del alma un aire salvador de redención que desata su júbilo.
Estamos llegando a casa, y Darío no ha comentado nada desde que salimos del parking; sospecho que está molesto.
Nos encontramos en Josefov, la Staré Město, a dos calles de casa, el antiguo cementerio judío de la ciudad. Darío decide buscar un lugar donde aparcar. La lluvia no nos ha abandonado desde que nos pusimos en ruta, tal vez por eso él estuvo tan callado. Encuentra un hueco en Široká, justo frente a la entrada principal a la necrópolis. Las puertas están cerradas, pero nosotros tenemos llaves y permiso para ausentarnos.
Después de estacionar, Darío se dirige al maletero y coge el enorme paraguas negro. Me viene a buscar y ambos nos dirigimos hacia la entrada bajo el obstinado aguacero.
Al cruzar la puerta saludamos al enterrador, que nos sonríe. Doblamos por la tercera calleja, donde aguardan nuestras sepulturas entre dos robles centenarios. Darío y yo nos damos un beso, nos despedimos y nos retiramos, cada uno a su ataúd.
—Hasta mañana —me repite mientras entorna su tapa de caoba.
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