–¿Eso es todo lo que vas a tomar? –preguntó Paca la prima.

Luis asintió, torciendo la boca, aunque no a un grado excesivo, hay que reconocer. La cultura mexicana no se caracteriza por su apertura a la crítica; se toma, en el mejor de los casos, por «negatividad», y en el peor, constituye una franca agresión. Luis llevaba esta lacra cultural a tal extremo que cualquier comentario a su persona o su forma de ser, hasta el más nimio, lo incomodaba. Su prima conocía bien esta particularidad, y con esa astucia suya, cuya característica principal era que no se dejaba aparecer como tal, la aprovechaba para llevar a su primo al estado de ánimo idóneo a sus propósitos.

–Nomás me voy a tomar un café y un pan, me habrás de disculpar, prima.

–Pide lo que quieras, eso es cosa tuya. Todo lo que digo es que sales barato.

–¿Y te quejas por eso?

–Para nada.

La Paca vertió una generosa cantidad de azúcar blanca, refinada, genuina, en su taza de café. Nada de tonteras como «endulzante de imitación» o «café de salva», o sea, descafeinado, y se dispuso a atacar su combo de hotcakes más dos huevos estrellados con evidente gusto y pasión; sus movimientos del plato a la boca eran ágiles, precisos y refinados. «Gordita pero contenta» anunció, ante la crítica muda, silenciosa, callada, de Luis. Se habían reunido en uno de esos sitios de franquicia que los norteamericanos han esparcido por todo el mundo, como parte de su diabólico plan de dominio cultural, sitios de aspecto homogéneo que ofrecen alimentos de sabor homogéneo. Si bien la prima Paca tenía un paladar bien educado, por ende exigente, no consideraba indispensable complacerlo todos los días; por otro lado, el establecimiento compensaba su falta de imaginación gastronómica sirviendo porciones sumamente generosas.

Paca vestía en forma más bien discreta para sus estándares, un pants blanco con vivos morados, blusa azul, y el maquillaje hoy se limitaba a sus labios, pero fiel a la costumbre, estos lucían un color rosa mexicano chillante.

–Vas a terminar infartándote antes de que cumplas los sesenta. –señaló Luis.

–¡Acíbar!

–¿Qué es eso?

–Áloe.

–¿Áloe vera? ¿Lo del champú? ¿De qué carajos me estás hablando?

–Que eres un amargoso. –Complementó con una carcajada burlona–. Ay, primito, agarra un libro de cuando en cuando.

–¿Para qué?

–Para que te cultives.

–¿Y a poco la cultura te da de comer? Y no sagas con la jalada de que alimenta el espíritu. Ése que se joda.

–No, ahí si te doy la razón. Pero, querido, no te invité para que discutamos mi salud, que es asunto muy mío…

–¿Para qué, entonces?

–Para decirte que, ahora sí, te pongas las pilas pero en serio.

–¿Las pilas? Estás peor que mi mujer. ¿Qué quieren que haga? Mi negocio va bien, estamos justo en la época buena, cuando ya se viene el calor. Aires, aires y más aires acondicionados. Se venden solos. Pero Carla me regaña, que no puede ser que solo me aparezca ahí dos o tres días a la semana. Quiere que esté pegado mañana, tarde y noche. ¿Para qué? Esa vaca engorda muy bien aunque el dueño no le eche el ojo. Que a lo mejor lo están ordeñando mis empleados. Puede ser. No me molesta que le saquen, ¿sabes?, hay para todos. Así que aquella vive con esa paranoia, pero, ¿tú crees que quiere venirse conmigo, apoyarme como contadora? Para nada. Prefiere que la latigueé la bestia ésa que tiene de jefa. Ahí está ahorita. Sábados hasta medio día y a veces le sigue en la tarde. Pues que se aguante. Yo no la obligo.

–Ni a tu puta madre le importa eso, cariño. Tu negocito y ese trabajito mierda de tu mujer, son cacahuates, comparado con la plata que hay por ahí escondida y que tú no te has decidido a conseguir.

–Ay, Francisca, no me salgas otra vez con la leyenda del tesoro oculto de mi suegro. No existe. No hay tal. A mí me timaron.

–¿Quién te timó? –preguntó Paca, con risa en los ojos.

–Pues precisamente mi suegro –respondió Luis, con más que un dejo de ironía–. Mucha empresa, mucha casona, escuelas caras, viajes, y a la mera hora de la hora, nada.

−Mi rey, eso ya lo sabías. La empresa de don Perfecto quebró a mitad de los ochenta. Todavía usabas pañales entonces…

−No es cierto, estaba en la preparatoria.

−¿No te puso tu distribuidora de aires acondicionados?

−Cual puso, si yo tuve que juntar aquí y allá. Eso sí, le reconozco, me dio los contactos…

–Pero te pones a chillar en vez de actuar. Piensa: la empresa quebró, pero eso no quiere decir que no haya dinero. Don Perfecto no es, no era, tonto. Sabía manejar el billete. No creo que lo haya dejado todo en el negocio.

Luis hizo un gesto de duda. La Paca prosiguió: –¿De dónde saca para pagar ese asilo tan fino donde lo tienen?

–No lo sé.

–¿Y no te has puesto a averiguar?

–No se puede. El tema está vedado con Carla. No se le puede mencionar siquiera que tiene un padre…

−Pero cómo…

−Nosotros no soltamos un peso. No podríamos, las cuotas mensuales son, fácil, tres cuartas partes de nuestro ingreso.

–Ah, pero qué lento eres. Carla no quiere saber nada de su padre. Entonces, coloca al señor a un lugar menos elegante. O alquila un cuartito barato, contrata alguien que lo atienda. Y dispones a tu gusto de ese dinero.

–No se puede. Primero, porque para Carla, el arreglo está perfecto. Lo atienden bien así que ella no tiene que involucrarse. Puede vivir en la ficción que no tiene padre. Moverlo, no, olvídate. Ahora, qué más quisiera yo que me hubieran puesto el dinero en la mano, tengan, para atender a don Perfecto. Ahí ustedes se administran. Pero no.

−No entiendo. De un día para otro, ¿amanece tu suegro en un asilo de lujo?

−Prácticamente. De la nada, después de casi diez años sin hablar de él, me sale aquella conque su papi va vivir ahora en un asilo. Nada más por el puro rumbo donde se ubica ese establecimiento, dije: ¿cómo? Eso, amor de mi vida, no lo podemos pagar. Tu hermano no tiene en que caerse muerto. Que no es problema, está todo arreglado. Y no le saco más.

La Paca tamborileó pensativa sobre la formica de la mesa mientras la mesera metía refills en las tazas. Luis apenas sorbió; algo dijo su prima que no escuchó por encima del bullicio constante de voces y vajillas. Agudizó el oído:

–Que el árabe aquel…

–Es judío, creo.

–Da igual. El caso es que no es hermana de la caridad.

−Ya sé.

–¿Cómo te llevas con tu suegro?

–¿Yo? Bien, hasta muy bien, diría, cuando nos frecuentábamos. Yo no soy el que está peleado con él.

–¿Por qué no lo visitas?

–¿Pa’ qué? Luego ya ves cómo se pone aquella.

–No le digas nada.

–Mira, primita, si voy a hacer algo a escondidas de mi mujer, se me ocurren posibilidades mucho más interesantes que visitar a un viejo enfermo.

Paca elevó las manos en impaciente gesto: −Sería para ver que le sacas.

−¿Cómo qué?

−Algún dato, qué se yo –respondió con un suspiro.

La buena de Francisca regresó a su tamborileo. Su lema, su principio guía, pero que rara vez externaba, era: «piensa mal y acertarás».

–¿Y le crees a Carla? –preguntó después de un silencio.

El fragor del establecimiento aumentaba. Luis mostró lo que él tomaba por su sonrisa maliciosa. Si bien se consideraba hábil, astuto, sus estratagemas eran elementales y era más transparente que cristalina agua de manantial.

–De que está raro, está raro –respondió–. Pero a ésta dinero no se le ve…

–Te equivocas. Dinero hay, y si hay, se puede disponer. Cuestión de encontrarle el modo.

–Bueno, Paca, ¿y tú qué?

–¿Yo? Aquí acabándome esta dosis de grasa y colesterol. Échate ese último hotcake, ándale. ¿O me vas a salir con que Carla cocina muy rico, que te prepara tus desayunotes?

–No, qué va. Ésa me manda con mis dos huevos y mi jugo… gástrico.

La Paca meneó la cabeza y soltó una risita de compromiso. Luis aceptó, a regañadientes y afectando cierto melindre, los retazos deshilachados y sopeados de miel de arce sobrantes. –No me has contestado lo que te pregunté –reclamó.

–Yo creo que sí –respondió la prima, recalcando el «sí» para acentuar el tono de inocencia.

–No te hagas.

–No me hago. Pero déjate de rodeos, mejor pregúntame directo lo que quieres saber.

–Lo que quiero saber es a qué le tiras , si acaso llega a aparecer el tesoro oculto de don Perfecto.

–¿Que si quiero mi parte? Para nada, puedes estar tranquilo.

–Claro, ya tienes tus bolsillos llenos. No quieres excesos.

–Hijo, si hay algo en lo que no te puedes exceder es en billetes. Hasta Carlos Slim siempre quiere una monedita más. Es la verdad, yo no niego que me encanta el billete. Pero aquí yo voy muy atrás en la fila. Lo que salga es todo para ti, primo. En serio. Ahora, ¿cuándo puedo ir a tu casa?

−Ya sabes, cuando quieras.

−Que no esté tu mujer…

…una niña en bicicleta, diez años quizás, bajando por la cochera de una casa de familia acomodada, concentrada en el camino, ropa sencilla, informal, pinos y la ladera de un cerro atrás, día brillante…

…la misma niña de la bici, ahora en traje de baño, y su hermanito, igualmente ataviado, corriendo tomados de las manos, por un camino de grava hacia un lago, y ésa al fondo es, claro, la Sierra Madre, qué verde se ve, y a la izquierda de la foto, sí, Santiago, Nuevo León, es la Presa de la Boca, tiempos mucho más tranquilos…

…Navidad, los niños más pequeños, en pijama, luciendo sendas sonrisotas, están de cuclillas frente al árbol, decorado a morir, rodeados de cerros de papel envoltura rojo, blanco, verde, hay juguetes, muñecas, pelotas, él sostiene un carro de bomberos que debió haber sido rojo fuego brillante, pero el color no se conservó…

…esta foto quién sabe dónde se tomaría, cielo azul y cerros inespecíficos atrás, los niños, qué será, doce y seis años, frente a una señora alta, distinguida, el sombrero de paja, los lentes oscuros, la blusa informal sugieren un viaje de vacaciones, alto en un mirador, quizás, el niño pegado a su madre, la niña, un poco aparte, muy sonriente mira directamente al fotógrafo, la única del trío que lo hace…

–¿La madre?

–Elena, sí…

–¿La conociste?

–Claro que no. Ya había muerto cuando Carla y yo comenzamos a salir.

–Ya.

–No vivían tan peor.

–Para nada. Por eso te digo…

Paca revisó más fotografías. −Parece que el uniforme oficial de vacacionista de la señora Elena era sombrero de paja y lentes oscuros –opinó−. ¡No! ¡Mira!

–¡Qué tal!

–Luciendo bikini…

…está de pie en una playa, una mano sostiene el sombrero contra el viento, la playa parece estar sola, cuando menos no hay nadie atrás, solo una línea de edificios de dos y tres pisos, y al lado contrario, amplia extensión de olas rompiendo…

–Aquí está más joven.

–Lista para portada de revista.

–¿Luna de miel?

–No creo. La isla del Padre no se acostumbraba para eso. –Luis suspiró−. ¿Se puede saber qué estás buscando?

–Si supiera te lo diría.

–Porque fastidia tanta foto de la familia feliz.

–Ni tanto. Están interesantes. No te tienes que quedar aquí si no quieres. Vete a ver tele. Cualquier duda te la pregunto después. ¿Hasta qué hora tengo?

–No, bastante, llegará hasta cerca de medianoche.

–Qué liberal eres.

Luis respondió con silencio hermético. Paca continuaba hurgando, también callada. De repente preguntó: −¿Y esto?

Su mano sostenía un cuadro pequeño, oculto entre otras fotos más grandes. Luis no sabía, para incredulidad de Paca…

…la señora Elena, vestido negro sencillo pero elegante, se le comienza a notar la edad, pero te sonríe a ti, sí, a ti, a través de cámara, fotógrafo, años, y la sonrisa es leve, pero le brota vitalidad y ella está a gusto; la acompaña una inconfundible Carla, una Carla quinceañera, pero Carla al fin y al cabo, que a pesar de su sonrisa amplia transmite una incomodidad de adolescente. Entre ambas se levanta un cuadro amplio, del que solo se distinguen tonos opacos de café y gris y un manchón blanco inmenso por el reflejo del flash.

−¡Es Elena Cantú! −Paca lo miró con asombro, casi incredulidad.

− Este, sí −respondió Luis desconcertado−. Carla se apellida Ugarte Cantú.

−¡Elena Cantú, la pintora! –exclamó Paca revelando oportunidad/esperanza/cuasicodicia.

− Dices el nombre como si fuera…

−¿Quién?

− Pues, ésta, ¿cómo se llama?

− No te acuerdas de ningún nombre, ¿verdad, inculto?

− No se me quedan. La del venado y las flechas. La de los billetes de doscientos pesos…

− La de los billetes de doscientos es Sor Juana, inútil, ésa era poeta, no pintora.

−¿Cómo se llamaba, entonces?

− Has de querer decir Frida Kahlo.

− Ándale.

− ¿Y qué tiene?

− Pues dices el nombre de la mamá de Carla como si fuera famosa. A lo mejor es un homónimo…

−Nada de eso. Cierto, no es famosa en ese sentido. Pero el nombre sí es reconocido entre los conocedores de arte en Monterrey. Y no son tan poquitos. Dime, ¿cómo murió la señora?

Luis bajó la voz innecesariamente: –Se suicidó. Otro tema delicado. Carla tendría unos quince años…

−Más o menos la edad de esta foto. Esto se pone todavía más interesante.

−¿Qué es lo interesante?

Paca condescendió explicar: – Elena Cantú fue una pintora muy prometedora, es lo que se dice. Exhibió solo una vez, pero atrajo el interés de, cómo te diré, la gente conocedora. Muere joven, no se sabe qué fue de los cuadros, ¡y resulta que es la mamá de tu esposa! Y ahora me entero que se suicidó. Evidentemente la familia, es decir, tu suegro don Perfecto, lo manejó con mucha discreción.

−Cierto. De hecho, Carla no se enteró de que fue suicidio hasta años después. Pero, ¿Estás segura de que se trata de la misma persona?

− La estoy viendo al lado de un cuadro…

− Eso no prueba que lo haya pintado. Además, ni la reconociste tú.

−Solo me di cuenta cuando la vi junto al cuadro. Mira, Elena Cantú la pintora murió en el año 1988. ¿Cuándo murió la mamá de Carla?

− No estoy seguro…

−Ay, cabezón. ¿Cuándo nació Carla?

−Eh…

−¡No te acuerdas! Con razón…

Luis apretó los ojos y al cabo obtuvo el dato: −1973.

−¡Ahora súmale!

−1988. Una cosa que sí sé. Carla estuvo tratando de localizar los cuadros de su madre

−¡Me acabas de dar la razón! La mamá de tu mujer pintaba y ella no sabe de sus cuadros.

−Es que en el momento no le di importancia…

−¿Pero cómo?

− Pensé que era cuestión sentimental. Yo que me iba imaginar que pudiera ser conocida la señora. Carla fue hasta Londres, para eso.

−¿Solo por la cuestión sentimental? Claro que no. A su madre la puede extrañar y llorar donde sea.

−Eso me suena un tanto…

−Sí, hombre, lo que sea. El punto es que no creo que los cuadros hayan terminado en Londres. No, primo, aquí hay otra cosa.

−Sospecho que tienes razón…

−Yo siempre tengo razón.

−…porque poco después de ese viaje fue cuando Carla ya no quiso saber nada de su padre.

−Conque sí. Aquí hay mucha tela de donde cortar.

−¿Pero de qué? Carla no encontró nada, y vaya que le buscó. Pero aun suponiendo, ¿qué le sacamos? ¿Qué tanto pudieran valer los cuadros de una pintora desconocida?

− Que no es desconocida, cabeza hueca. Y, válgame, vamos a recuperar un cuadro de Elena Cantú, la pintora que se suicida a punto de llegar a la fama. Creamos el mito, ve si no le sacamos. Uf.

−Recuperar, ¿cómo?

−Pero cómo eres lento. Yo sé quién se sabe toda la historia, ¿tú no? Vamos hacer una íntima reunión familiar. ¿Nuestro propósito? Reconciliar al padre enfermo y solitario con sus hijos, que en el fondo todavía lo quieren con toda el alma.

SINOPSIS

Perfecto Ugalde llega a Monterrey, México en 1963 para estudiar ingeniería becado. Conoce a Elena, muchacha guapa, se casan y tienen dos hijos, Carla y José. Con dos socios, Eliseo y Jacobo, Perfecto arranca un negocio de aires acondicionados. Prosperan.

Elena se hace pintora. Roque, su maestro, la persuade de exponer su obra. A Carla, de quince años, le llama la atención uno titulado Transmigración. Un tanto renuente, Elena lo vende a buen precio.

Perfecto descuida su empresa por seguir ambiciones políticas. Quiebra. Eliseo es acusado de fraude. Jacobo huye. Elena decide dejar a su marido. Avisa a Roque, pero Perfecto enfurece y la ahorca. Logra encubrir el asesinato. A los hijos les dice que fue un infarto.

Carla quiere saber más de su madre. Se ha casado con un hombre llamado Luis. Los cuadros ya no existen, le dice Perfecto. Transmigración nunca fue entregado. Carla descubre que había marcas en el cuello de Elena que se ocultaron con una pañoleta. No se atreve a confrontar a su padre, pero se aleja de él.

Perfecto ahora está en un asilo, enfermo. A Luis lo convence su prima Paca de organizar una reunión con Perfecto y sus hijos so pretexto de reconciliación, pero tiene planes ulteriores. Va ganar dinero recuperando el cuadro misteriosamente desaparecido de una pintora suicida. No resulta así. Carla le espeta a su padre: tú ahorcaste a mi madre. La expresión de Perfecto confirma su culpa. Se ve obligado a reconocer que orquestó la quiebra fraudulenta de la empresa. Luis ata cabos, se dirige a una bodega abandonada, ahí descubre Transmigración. Carla está jubilosa. El cuadro jamás se vendrá. Paca enfurece pero se lo guarda. La felicidad de otros le produce escozor.

Perfecto termina en soledad, recordando a la mujer que asesinó.

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