Palmero de Mazo

Palmero de Mazo

Yajaira Martinez

21/05/2022

El día que Martín Polanco, miro el atardecer por última vez sentado en la entrada de la vieja casona de su infancia, sintió un sudor frío recorriendo su espalda. La mecedora que perteneció a su madre aun crujía con cada vaivén.

Se meció una y otra vez mirando a lo lejos la luz crepuscular, que cada segundo se tornaba más rojiza, en ese instante tuvo la seguridad que su madre había visto aquel espectáculo una y otra vez quizás una docena de veces, o quizás miles de veces. Sin embargo, ahora era diferente el ocaso de aquella tarde en particular se veía empañado por las columnas de humo y vapor que alcanzaban una altura capaz de tapar hasta un rascacielos.

La lava aún estaba muy lejos de su casa, pero Martín percibió el olor a azufre producto de la lava al mezclarse con el agua haciendo que se desprendiera aquel olor tan particular. Desde la última vez que el volcán había hecho erupción habían pasado más de cinco décadas, sin presentar ninguna actividad.

Su madre pudo presenciarlo en aquella oportunidad siendo muy joven, pero sin tener la angustia de saber que aquella lava hirviendo arrasaría la casa donde había vivido tantos días de alegrías con algunas que otras desventuras. Cuantas veces la madre de Martín había aprovechado aquella tenue luz que se desprende del despuntar de la noche, para zurcir algún pantaloncillo de algunos de los seis hijos que había criado.

Ahora todo era distinto Martín recordó, que con la muerte de su madre hacia algunos años atrás ya nadie había vuelto a usar la mecedora, tal vez por respeto o quizás pensando que el alma de su madre aun recorría la casa y al llegar la hora del ángelus, volvía a tomar asiento llevando enredado entre las manos aquel viejo escapulario desgastado de tanto usarlo, pero que guardaba con tanto recelo para rezar el santo rosario cada día, a la misma hora y en el mismo lugar.

Era tal vez el momento más sublime del día, en alguna que otra ocasión Martín la había visto llorar haciendo aquella especie de ritual, al preguntarle porque estaba tan triste y llorando le dijo en un tono un poco más áspero de lo normal:

_Es que me está llegando la senectud, sé que cada día al ver la puesta del sol, y rezar el santo rosario es un día menos que me queda, sé que mi vida va en un implacable descenso, así como cada tarde cuando se desvanece el ultimo rayo del sol, dejando en mi alma un vacío enorme.

Martín salió de su letargo de recuerdos al percatarse que ese sería su última vez en aquella casa, el olor a azufre se intensificaba haciéndolo casi intolerable, sabía que al llegar al poniente no habría vuelta atrás, era cuestión de pocas horas quizás minutos de salir de aquel lugar.

La consumación de su casa no tardaría en llegar, daba gracias al universo de que su madre no estaba viva para verlo, emitió una vaga sonrisa al recordarla sabía que si ella estuviera ahí no sería fácil alejarla de aquel lugar que pronto se convertiría en humo, cenizas y polvo negro.

Su madre había hecho de aquella casa un hogar donde había criado sola a seis hijos, cuatro paridos con dolor y dos adoptados por caridad, seis perros que al morir reemplazaba por otro igual para que nadie notara la diferencia y no tener que dar largas explicaciones a seis chiquillos de diferentes edades llorando en cada rincón de la casa, si ella podía evitarlo.

Aunque cuando tuvieron la madurez para enfrentar la realidad les mostró el lugar donde estaban enterrados cada uno de ellos, para saber cuál era cada uno los había nombrado cobrizo uno, cobrizo dos, cobrizo tres y así hasta llegar al último que decidió ponerle solo cobrizo, ´para no seguir con aquella cadena de mentiras. Así era su madre.

Martín se alejó de aquel lugar a toda prisa, con los ojos llenos de lágrimas producto del humo, pero también unido a sus recuerdos al dejar atrás aquella casa de paredes blanquísimas que ahora se mancharían por la oscuridad de la lava, sabia que si se quedaba a contemplar el desenlace no sería nada fácil, pero quien puede con la naturaleza, quien en su sano juicio se atreve a desafiarla cuando sabemos que nunca ganaremos una batalla contra ella.

En ese momento notó como el ultimo rayo de luz se iba, la tarde había caído por completo. Bajando por la ladera de la calle empinada, Martín volvió su mirada en un último gesto para grabar aquella imagen antes de que desapareciera. Entre tanta oscuridad producto de mezclarse la noche y el humo que desprende la lava hirviente no pudo siquiera distinguir la hornacina que era la parte más alta de la casa, donde su madre había instalado una imagen de la Santísima Virgen Morena, para protegerlos contra el mal de ojo de alguno que otro curioso.

Y así en un abrir y cerrar de ojos todo se había esfumado por completo.

«Cuando la naturaleza toma su curso, no hay poder humano que detenga su fuerza» Y.M.

En memoria de un gran canario F.A.C.L

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