—Hija, te quiero —dice Él, inclinándose con torpeza por encima de la barandilla para darme un beso.
Roza mi mejilla incandescente. Su mano derecha envuelve mi hombro. Alcanzo a ver un reflejo pequeño y horizontal en esa pupila anegada, temblona.
—¿La quieres dejar ya? La vas a poner más nerviosa. Qué hombre… —le reprocha Ella, a su espalda.
Y es entonces cuando se llevan mi reflejo en su pupila por el largo pasillo con olor a desinfectante.
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