Perdón, papá

Perdón, papá

(Recomiendo escuchar con auriculares)

Música: The Quiet Aftermath de Sir Cubworth

Perdón, papá

Ver el nombre de Teresita en el teléfono resultaba siempre un presagio oscuro. Hace dos años, me dio la noticia de la muerte de mamá. También fue ella quién me llamó para decirme que papá se había caído de la escalera intentando recoger unos higos. No era culpa suya tener que darme las pálidas. De hecho, que Teresita fuera vecina de papá era una tranquilidad para todos. En especial para los zánganos de Julio y Ernesto, que no tenían que preocuparse por nada.

Esa vez, se trataba de la puerta del baño. Teresita me llamó para avisarme que papá llevaba una hora encerrado: «Podés venir, Silvia. Otra vez esa bendita puerta». Era domingo, así que Sosa, el único cerrajero del pueblo, no era una opción. No me quedó otra que llamar a mis hermanos.

Si fuera por ellos, papá hubiera estado en una residencia desde el mismo día en que murió mamá. No exagero. Del velorio lo hubieran llevado directo al asilo de ancianos del pueblo, sin darle tiempo siquiera a preparar un bolso. Por eso, cuando pasaba algo así, me daba rabia. Sentía que ellos sumaban argumentos.

Me pasaron a buscar en el coche de Julio. Permanecí callada los veinticinco kilómetros de campo que nos separaban del pueblo de papá. Julio y Ernesto hablaban de la cosecha y de los trabajadores golondrina: «Esa gente cada vez pide más y trabaja menos», decía Ernesto. Y Julio lo apoyaba: «Este país está condenado a la ruina». Ninguno sacó el tema de papá.

Llegamos a la casa. Teresita nos saludó desde la ventana y el Copito nos movió la cola en señal de bienvenida. Fuimos directo al baño.

—Papá, ¿por qué cierras con llave? —dijo Julio.

—Llamen a Sosa, la última vez él la abrió —respondió papá, desatendiendo la pregunta.

—Es domingo, papá —le dije.

—Como si Sosa fuera a misa —se escuchó al otro lado de la puerta, mientras el sonido de la cadena tapaba las palabras.

—No podemos molestarlo un domingo. Vos nos lo enseñaste —repliqué.

—Te deberíamos comprar un celular, así cada vez que te quedas encerrado, vos lo llamas a Sosa —dijo Julio.

—No quiero esos aparatos.

—Así dejarás de molestar a Teresita con tus gritos —insistió Ernesto.

—Teresita es un pan de Dios—dijo papá.

—¿Probaste con la faca? —pregunté—. Alguna vez la abriste forcejeando con la punta.

—He probado y nada. Ya te dije, Julio, tenés que cambiar esta puerta.

—Lo que hay que cambiar es el hábito de cerrarla con llave —dijo Julio.

Pasaban los minutos y nos íbamos alternando para luchar con la cerradura. Imaginé a papá al otro lado, resignado sobre el inodoro. Por primera vez, pensé que tal vez mis hermanos tenían razón. Que no era tan descabellado comenzar a buscar opciones para papá. Aunque el asilo público seguía pareciéndome una locura. Dicen que es inmundo y que se come mejor de la basura. Además, ir allá implicaba el reencuentro con el tío José, y eso ni pensarlo.

Luego de una hora bregando con esa maldita puerta, se escuchó un clic al otro lado. Si eso hubiera pasado diez años atrás, papá nos habría insultado a todos, incluyendo a Sosa y a Teresita. Pero, en cambio, salió tranquilo, con la faca en la mano. Apoyado en el bastón, levantó de a poco la mirada y soltó: «Cuando el diablo cierra una puerta, Dios abre cincuenta».

—Bueno, solucionado. Nosotros nos tenemos que ir —dijo Julio.

—¿No se toman unos mates, che? —dijo papá y comenzó a tararear su clásico tango mientras enfilaba hacia la cocina.

Les clavé la mirada a mis hermanos y fui a calentar el agua. Mientras buscaba la yerba entre el desorden de los estantes, le prometí a papá que pronto daría una limpieza profunda a la casa. En ese momento, sin darme cuenta, les preparé el terreno a mis hermanos.

—Estamos preocupados, papá —dijo Ernesto.

—¿Los puedo ayudar?

—Preocupados por vos, papá —dijo Julio—. Mirá cómo tenés la casa.

—Igual que siempre.

—Es un quilombo, papá —insistió Julio.

—Bueno, ya la escuchaste a Silvita. Vendrá a limpiar en estos días.

—Papá, notamos que en este último tiempo… —titubeó Ernesto.

—Estás mayor, papá —dijo Julio.

—Viejo es el viento y todavía sopla, Julito.

— Pero papá… ¿la caída de la escalera? ¿Y lo del baño? —preguntó Ernesto.

—Te quieren llevar al asilo —interrumpí—. Estos dos te quieren llevar al asilo, papá.

El silencio se apoderó de la sala. Papá agachó la mirada.

—Vos siempre tan delicada para decir las cosas —ironizó Julio.

—Y ustedes tan valientes —respondí.

—En ese pozo no me encierran —dijo papá.

—No hay más opciones en el pueblo, papá —dijo Ernesto.

—Que les cuesta esperar a que me muera para vender la casa.

—¿Qué decís, papá? Siempre igual de mal pensado —dijo Julio.

—Prefiero una muerte dolorosa antes que volver a verle la cara a tu tío.

Pese a que aún estaba aceptable, me levanté a cambiarle la yerba al mate. De todos modos, no podía esquivar la situación. Quise contentar a todos, apostar por Corea del centro, pero tal cosa no existe. «Creo que hay una residencia privada en el valle. Yo podría averiguar», sugerí.

Decepcionado, papá tomó el bastón, movió la silla con torpeza y emprendió camino hacia el baño. El silencio, otra vez, lo conquistó todo. Cuando caímos en la cuenta, ya era tarde. El clic de la cerradura retumbó en toda la casa. «Ya se pueden ir, la abriré con la faca», dijo papá. Yo me acerqué a la puerta y solté un tibio: «Perdón, papá», que se diluyó con el ruido de la cadena.

Al día siguiente, recibí una llamada. Era Teresita. Papá había sufrido un infarto. Desde entonces, cada noche sueño que papá abre la puerta del baño, me mira a los ojos y me abraza diciendo: «Claro que te perdono, hija». Pero luego me despierto y me ahogo en el ruido de la cadena.

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