Graffitis y ventanas cerradas

Graffitis y ventanas cerradas

—Lo de siempre, Melenas —le dije.

Era nuestra rutina diaria: yo le pedía y el Melenas me ponía el whisky con cara de reproche. Así me recordaba que el médico me tenía prohibido el alcohol.

Lo único que el Melenas conservaba de cuando éramos jóvenes era el apodo. Nos hicimos mayores demasiado pronto. Yo casi llegué a dominar el bajo y él ejecutaba con dignidad los míticos temas de Santana, pero tocábamos pasodobles en las verbenas.

El Melenas, Chick, Charly y el Case, que era yo. Fue Charly el que me puso el apodo por mi manía de devorar los quesitos en porciones que Charly me traía a los ensayos.

El Melenas y yo apenas coincidíamos con Chick y Charly desde que dejamos de soñar con ser estrellas del rock. La realidad nos golpeó en la nuca con nocturnidad y alevosía y cuando despertamos ya teníamos los cuarenta.

El Melenas compró barato un puticlub abandonado y lo convirtió en un restaurante para camioneros. Varias guitarras eléctricas de distintas marcas que ahora colgaban de las paredes fueron lo único que quiso conservar tras su divorcio, cuando su mujer lo sorprendió liado con la camarera. Allí me gustaba aterrizar cada tarde, tras atender al último candidato a cliente de la maldita inmobiliaria, resignado a oír todo tipo de excusas tontas: Nos gusta la casa pero… demasiado pequeña, demasiado grande, demasiado cara, demasiado cerca del centro, demasiado lejos…

—Los bares son confesionarios —susurró el Melenas.

—¿De qué coño estás hablando? —pregunté.

—Ayer por la noche, pasó por aquí Chick.

Chick. Tomó su apodo del nombre de su ídolo de siempre: Chick Corea. Cuando se ponía al teclado podía permanecer varias horas tocando sin descansar. También era nuestro vocalista. Tras enviudar dejó de tocar en público y le dio por pintar. Cogía su Nikon y fotografiaba viejas ventanas de madera para luego pintarlas, siempre cerradas. Y había gente que le compraba aquellos extraños cuadros.

—¿Y qué quería?

—Dijo que vio a Charly a menudo en estos últimos meses —respondió.

Charly era nuestro batería. Cuando disolvimos el grupo se casó con una hippy reformada, hija de un hombre de negocios. Así, Charly pasó de promesa del rock a propietario de una gran bodega. Tras morir su suegro, su mujer le confesó que siempre quiso abandonarlo todo para volver a Ibiza con su antiguo novio hippy y Charly le concedió ese deseo: prefiero tu felicidad a la mía. Pero Charly nunca la olvidó.

Cuando el Melenas me puso otro whisky delante, oí que murmuraba: Que se joda el medicucho ese tuyo.

Su cara cambió al mascullar:

—Charly se muere. A nuestro Charly le queda poco tiempo.

Aquello me hizo más daño que si un peso pesado me hubiera alcanzado con un crochet en la sien. Charly: la mejor persona que he conocido nunca. Apuré el whisky de un solo trago. Charly se muere. Me cago en la puta vida…

Si no fuera por mi esposa, postrada en silla de ruedas y a la que cuidaba nuestra hija, que vivía con nosotros desde que rompió con su último novio tras recorrer con él medio mundo en bicicleta, hubiera preferido que un infarto me hubiera dejado fulminado, solo, esperando a los posibles compradores de un triste apartamento en las afueras.

—¿No dices nada?

—¿Y qué coño quieres que diga?

El Melenas descolgó su Gibson y comenzó a tocar Moonflower.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y coloqué mis manos como si acompañara al Melenas, simulando tocar mi Fender.

El Melenas devolvió la guitarra a su lugar y sonrió, como si hubiera adivinado lo que pasaba por mi cabeza: parece que toca mejor que antes… el hijoputa este.

Me miró a los ojos y lo soltó:

—¿Lo hacemos por él? ¿Hablas tú con Chick?

—Mañana nos vemos los cuatro —respondí antes de salir.

Cuando llegué a casa saqué mi Fender y pensando en Charly, toqué Black Magic Woman con una soltura que me sorprendió.

Chick aceptó antes de terminar de oír mi propuesta. No pude pegar ojo en toda la noche. Charly se muere, se muere, se muere…

Atendí los compromisos pendientes durante la mañana y aplacé sin fecha los de las tardes. Cuando llegué al bar, los tres se afanaban en instalar el equipo.

Saludé al Melenas, abracé a Chick y luego a Charly, que me hizo sentir como un chaval cuando me entregó un paquete diminuto: Toma, que la memoria todavía me funciona bien. Me pidió que lo abriera. Dentro encontré una caja de quesitos en porciones. En su honor, devoré uno de un bocado mientras Charly reía a carcajadas.

Rara vez nos vimos obligados a parar en mitad de un tema, por lo que los ensayos se convirtieron en auténticos conciertos. Cada tarde aparecía gente nueva en el bar, atraída por la curiosidad de ver cómo se desenvolvían aquellos cuatro vejestorios.

Alguien dijo que, alguna vez, vio entre la multitud y como intentando pasar desapercibidos, a la mujer del Melenas con sus hijos, a mi hija con su exnovio, e incluso a una pareja de hippys viejos, que llegaron a bordo de una Transporter con graffitis.

La enfermedad de Charly comenzaba a hacer estragos. Una tarde no se presentó y fuimos a verle. Lástima que no pueda agradeceros estos meses, fueron sus últimas palabras.

Tras darle sepultura, el Melenas volvió a su bar, Chick a su Nikon y a sus cuadros de ventanas viejas, y yo a casa, donde mi hija me esperaba impaciente con una noticia: Vuelvo con mi novio. Me marcho con él, a recorrer en bicicleta el medio mundo que nos dejamos pendiente.

Para cuidar de mi mujer, mandé a la mierda al dueño de la inmobiliaria, cuando insistió en que volviera a trabajar por las tardes.

De vez en cuando aparezco por el bar del Melenas y recordamos lo que hicimos mientras me tomo un whisky… o dos. Cuando vuelvo a casa saco mi Fender, lo acaricio durante un rato mientras pienso en Charly, y me dejo llevar.

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