¡SILENCIO!Que vuelvo a rodar mi historia

¡SILENCIO!Que vuelvo a rodar mi historia

¡Ah, si la vida fuera un videojuego…!

Gisela suspiró y apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano, mientras seguía removiendo el café como si el azúcar no estuviera ya disuelto desde hacía por lo menos diez minutos. Esa idea sin sentido la atormentaba desde que se había levantado aquella mañana, después de una noche relativamente corta y sin sueños. Había intentado desecharla varias veces pero, como si fuera un insecto testarudo que se empeñaba en revolotear alrededor de su cabeza, se le volvía a posar en la mente al menor descuido.

Suspirando de nuevo, se resignó a dejar la cucharita de una vez por todas en el platillo pero no por eso se resolvió a tomar el café. En realidad, lo que le gustaba de ese brebaje era dejarse envolver por el aroma que exhalaba mientras estuviera bien caliente, no tanto su sabor, que le resultaba siempre amargo pese a todos los terrones que le echaba.Se reclinó pensativa contra el respaldo de la silla de mimbre y dejó vagar la mirada por la escena urbana desplegándose detrás del cristal. La ciudad se había despertado pintada de gris oscuro, con un cielo cargado de lluvia que por ahora se contentaba con ensombrecerse aún más conforme pasaban los minutos, acentuando la amenaza del estallido inminente como si fuera la tela de fondo de una escena de horror. Con toda seguridad, supuso, estaría esperando a que ella volviera a ponerse al descubierto para arremeter sin el menor asomo de piedad. Los transeúntes iban todos armados de paraguas listos a desenfundar, con la cabeza envuelta en bufandas o escondida bajo las capuchas de sus abrigos en un vano esfuerzo por mantener a raya el frío tenaz con el que el viento los castigaba.

No sabía bien por qué se había expuesto a ese tiempo inhospitalario. No tenía citas previstas ni ningún otro tipo de obligaciones. Eran las vacaciones. Y sin embargo, sin pensárselo dos veces, a las 10 en punto había dejado de lado sus correcciones, se había abrigado para enfrentar las inclemencias del invierno parisino y había bajado casi corriendo los tres pisos que la separaban de la calle como si un amante la estuviera esperando en el umbral de la puerta. Una vez afuera, por costumbre o tal vez simple mimetismo, se echó a andar adoptando el mismo ritmo frenético que llevaban los demás. Aunque en ningún momento se había fijado un rumbo preciso, sabía perfectamente adónde la dirigían sus pasos apresurados: al mismo café en el que se refugiaba todas las mañanas antes de ir al colegio donde trabajaba y al que a veces incluso regresaba después de la clase para retrasar la velada solitaria y monótona que le aguardaba en casa. Allí solía reunirse con otra colega cuando los horarios de ambas coincidían; pero hoy no sería el caso puesto que se había marchado a las Antillas para teñirse la vida de color por unos días. Tampoco le importaba tanto estar sola. El ”Aux Deux Obus” se había convertido en una especie de sucedáneo del hogar y el café-pain au chocolat de la mañana, un ritual al que no se sustraía salvo en caso de fuerza mayor. aún cuando iba a deshoras y no reconocía entre los clientes a ninguna de las caras familiares con quienes intercambiaba un saludo o algún comentario casual, el murmullo de las voces, el tintineo de la vajilla y los cubiertos, las emisiones de RTL como música de fondo o el zumbido del televisor por encima del bar cuando lo encendían para el noticiero o el fútbol, constituían un manto que la arropaba y ponía en sordina la perspectiva –o el recuerdo- de los gritos de los alumnos, las disputas en la calle, sus propias angustias, todo aquello que formaba parte de su día a día y que le costaba cada vez más asumir.

Aquel día encontró menos parroquianos que de costumbre. Algunos afortunados debían haber huido de París acompañando a sus críos y del resto se habría encargado la meteorología ingrata, que había amedrentado sin duda a más de uno. Sin embargo, no más entrar reparó en la pareja de jubilados que siempre ocupaba la mesita redonda en la esquina, desde donde gozaban de una vista panorámica de la Porte de Saint Cloud -el sitio ideal para vigilar las idas y venidas de la gente y facilitar el comadreo en cuanto reconocían a algún paseante. La saludaron desde lejos y volvieron a ensimismarse en los periódicos. Parecían de mal humor, lo cual no tenía nada de sorprendente en una mañana tan antipática.

También estaban acodados al bar tres conductores de bus que veía con bastante frecuencia, tomando un café o una copita mientras esperaban su turno para retomar el trabajo. Como siempre, discutían apasionadamente sobre la noticia del momento. Fuera ésta la que fuera, el intercambio de opiniones solía ser bastante animado, uno de los tres oponiéndose sistemáticamente a lo que los otros dos declaraban. Si no estaba enfrascado en una discusión más divertida con algún otro cliente habitual, a veces intervenía el dueño sembrando cizaña con su vozarrón desde el otro extremo del bar.

– ¿Lo mismo de siempre, ma petite dame? – Le había preguntado el camarero al verla entrar. Gisela había asentido con una sonrisa mientras buscaba un sitio que le conviniera. Hoy había tantas mesas libres que no sabía cuál elegir. Finalmente optó por instalarse lo más lejos posible de ambas puertas para no congelarse cada vez que alguien entraba o salía – pero del lado opuesto a los ancianos, con quienes no tenía ganas de entablar conversación en ese momento.

– Si no, ¿todo bien a pesar de este tiempo de perros? – Le dijo él al volver al cabo de unos minutos con la taza humeante y el pain au chocolat.

– Sí, Michel, todo bien, gracias, ¿y usted, qué tal?

– Pues como el tiempo…- respondió el camarero encogiéndose de hombros y perdiéndose unos segundos en la contemplación de la calle desolada.

– Entonces, nada glorioso, ¿verdad? – concluyó Gisela.

El camarero hizo una mueca por todo comentario y luego, apoyando la mano sobre el respaldo de la silla de enfrente, se inclinó hacia ella y le preguntó:

– ¿Todavía no se ha marchado?

– Y tampoco me marcharé esta vuelta… qué se le va a hacer, uno no puede irse siempre.

– Así es, así es… no hay sueldo que alcance si uno se va cada vez que los niños están de vacaciones. – y dicho esto, se alejó para ocuparse de dos intrépidos desconocidos que acababan de abrir la puerta del café, dejando a Gisela nuevamente en medio de sus extrañas elucubraciones.

¿Y si la vida fuera como aquel videojuego, una historia que uno puede modificar a su antojo cuando algo no le convence? Un juego en el que uno pudiera ser a la vez personaje y jugador, protagonista de la historia y al mismo tiempo titiritero divino, capaz de congelar una escena en la que amenaza un peligro y luego de mover los hilos para modificarla… Si su colega no se hubiera ido de viaje, habría lanzado esa pregunta al aire para estudiar su reacción. Era la única con quien le parecía plausible abordar cualquier tema extravagante sin temor a que la considerara trastocada o a que le tomara el pelo.

La noche anterior, cuando su sobrino le había enseñado su nuevo juego, se había entusiasmado tanto que había soltado la idea espontáneamente, pensando en voz alta como si estuviera sola, y al ver el ceño fruncido de su hermana y esa chispa burlona en la mirada del sobrino se arrepintió en seguida. Beatriz no perdía una ocasión para hacerle sentir ridícula y una vez más, su réplica despectiva le había herido. Para no darle el gusto de comprobar que su comentario había tenido el efecto buscado, se había levantado como un resorte con el pretexto de recoger las tazas de tisana y lo poco que quedaba aún en la mesa después de la cena. Al regresar de la cocina ya se había calmado y pudo pasar a otra cosa como si no le hubiera dado ninguna importancia al tema. De todas formas se había hecho muy tarde y aunque no tenía que levantarse temprano al día siguiente, sabía que se despertaría igual. Con ese argumento logró que juntaran sus petates y se marcharan a su casa poco después. Mientras se despedían, Alexis le propuso, guiñándole el ojo:

– Si te gusta tanto este juego, te lo presto en cuanto lo acabe. Así practicas para poder aplicarlo a la vida.

– Bueno, ¿por qué no? –repuso ella, intentando reírse de sí misma para disimular la emoción que aquella idea descabellada había suscitado. – Bromas aparte, si tienes paciencia para explicarme con más detalles cómo funciona, sí que me interesaría jugar un poco. Me pareció divertido.

– Vale. Este fin de semana seguro que lo termino y te lo paso.

– Genial, así aprovecho mis vacaciones para hacer algo más interesante que corregir copias atrasadas.

– Bueno, ¡después no lo culpes a él si no las terminas a tiempo para la vuelta al cole! – advirtió Beatriz, adoptando ese tono de amonestación propio de una hermana mayor que tanto le satisfacía seguir utilizando aunque ambas estuvieran ya rodeando la cincuentena.

Gisela se había recostado unos instantes contra la puerta en cuanto la cerró detrás de ellos. Con excepción del famoso juego de Mario en la primera consola Nintendo que la había absorbido durante meses, nunca más se había interesado por esa actividad que apasionaba tanto a los jóvenes e incluso, a los no tan jóvenes. Había declarado que no tenía paciencia y además, poco tiempo para dedicarle y poder obtener progresos que la motivaran a continuar. En realidad, no había tardado en advertir que le faltaba destreza en las manos y que, aún entrenándose día y noche, los resultados estarían probablemente muy por debajo de los de su hija, cosa que la mortificaba. Pero Celia ya no vivía con los padres y no le arrancaría la maneta de las manos para mostrarle cómo debía proceder, dándose esos aires de superioridad que tanto aborrecía. Entonces, ¿por qué no intentarlo? ¿Qué había que perder? Tan sólo unas cuantas horas en un período hueco durante el cual el reloj ralentizaba y el día se le estiraba, interminable.

Pasando a consideraciones más prosaicas, se puso a ordenar la cocina. Una hora más tarde apagó las luces y fue al escritorio para agregar en su lista de tareas para el día siguiente, dos o tres cosas que se le habían ocurrido durante la velada. Cuando finalmente se acostó, ya se le había ido de la cabeza todo lo relativo a los videojuegos. Es por esto que no se explicaba por qué fue la primera cosa que se le impuso en la mente al despertarse ni por qué desde entonces rumiaba esa idea, dándole vueltas y vueltas como si estuviera buscando algo que se le estuviera escapando, como una palabra en la punta de la lengua que está allí, al alcance de los labios, pero no quiere salir.

SINOPSIS

Obsesionada con un nuevo concepto de videojuego al que la inició su sobrino y que permite detener cualquier escena (ya sea porque lleva a un callejón sin salida o a un desenlace fatal) para hacer marcha atrás en la historia y corregir las circunstancias que llevaron hasta esa situación, una mujer se propone aplicar el mismo principio a su propia vida y cambiar el rumbo de ese presente desabrido e insatisfactorio en el que está inmersa. Une noche de gran inspiración encuentra el modo de realizar un “playback” de su historia. Remontando el tiempo en sus recuerdos, identifica un momento en el que tuvo que tomar una decisión que desde la perspectiva del presente resultó equivocada, lo pone en modo “pausa”, la pantalla mental se queda inmóvily logra cambiarla decisión, lo cual genera forzosamente consecuencias algo diferentes de las que vivió en realidad. Pronto se da cuenta de que no basta con una sola operación de este tipo, puesto que el presente es la suma de una serie de opciones a lo largo de toda la vida. Decide seguir explorando hasta identificar el punto cero, aquella encrucijada a partir de la cual los caminos que fue tomando determinaron drásticamente su presente. Comenzando por los más recientes, va examinando esos momentos en que tomó decisiones clave que le dieron un giro a su vida y los va corrigiendo. Cada capítulo aborda uno de esos momentos y lo va desarrollando hasta un presente que teóricamente debería resultar muy diverso. Sus circunstancias se van modificando efectivamente, pero tarde o temprano, a pesar de los cambios introducidos, llega a una situación bastante análoga e igualmente insatisfactoria.

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