Querido, abuelo:
Aunque supongo que no leerás esta carta, me obstino en enviártela a tu vieja casa, que vete a saber quién la habitará ahora.
Supongo que las rechazarías, pero siguiendo tu ejemplo de honestidad, tengo que comenzar pidiéndote disculpas. Por el hartazgo que me provocaba tu tierra y el trabajo con tu cuerpo sobre ella: tus brazos eran una prolongación coherente del mango de la hoz, de la azada, de la pala. Tierra hostil, roquedal y páramo, sometida a un clima implacable que, sin embargo, tú amabas hasta el masoquismo. “Mientras el sol siga atravesando espigas tendremos pan en la mesa”, me decías ante mi abulia, con esa mirada tuya hacia el horizonte. Me mostrabas tu silencio ante el trino misterioso de la oropéndola. Fuiste como la trémula flor del manzano: todas las primaveras hacíais vuestro trabajo.
Debió quedarse muy huérfano el campo el día de tu muerte.
Ahora que me tocaría aguantar las impertinencias del nieto que no tuve, aquí, ante tu tumba sin mármoles, confieso que recorrí muchos senderos, y que, como intuyo tú intuías entonces, todos eran estos.
Un abrazo terrenal, abuelo, algo tardío, hincado en la tierra de tu tierra.
JUAN-PE.
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