UNO
Ella – Mercedes Navarro
Unos meses antes de la cena del jueves
Mercedes Navarro viaja en la parte trasera de un Peugeot 408 color negro. Mira por la ventanilla, mientras el vehículo avanza por la célebre Rive Gauche, rebautizada por ella como Rive de Tout le Bonheur du Monde.
Imposible pensar, seis meses atrás, en un presente tan distinto y radiante.
Vamos seis meses atrás, entonces.
Mercedes había llegado a Paris con una beca para cursar un posgrado en Artes Plásticas. Recibida con honores, termina su carrera en Artes Visuales con un deseo: profundizar en la pintura impresionista. Amaba a Renoir, a Monet, y sobre todo a Degas y a Mattise. Entonces: ¿qué mejor que realizar su posgrado en el mismo lugar de donde habían salido sus referentes? ¿Qué podía superar el hecho de cursar en la Beaux Arts de Paris (ENSBA, para los amantes del círculo pictórico)?
Viajó con su amiga Sabrina Letsuj, quien se quedó veinte días, para que su primera ausencia grande del país fuera más llevadera.
El padre de Mercedes, Patricio –Pato– Navarro le había alquilado un pequeño piso (un loft de veintitrés metros cuadrados, kitchinette y baño incluido), a pocas manzanas de la ecole donde habría de cursar su maestría.
Sabrina, que gustaba de quedarse en hoteles de, mínimo, cuatro estrellas, vivió como una aventura su estancia en el petit apartament.
Ya conocía París, todo le parecía tres belle, y como le gustaba mucho recorrer la ciudad y ver de todo, era una compañía inmejorable. Salvo cuando se largaba a hablar de sus novios. En ese tema, Mercedes se ponía firme:
-Basta, Sabri. Agotás.
-Sos re mala, pero yo te quiero igual. –contestaba Sabrina.
Todas las noches, tarde en Buenos Aires, Mercedes se conectaba vía Skype con su familia, especialmente con su hermano mellizo Marco, quien, a qué negar, era la persona que más extrañaba. Todo lo que se dice del vínculo entre los mellizos es cierto, suele afirmar Mercedes.
Pequeña digresión sobre Marco.
Mercedes siente que termina de entenderse cuando habla con Marco.
Compartieron casi todo: su cuarto de niños, su escuela primaria, algunos amigos. Luego, ser mujer y varón los llevó por caminos distintos, pero ellos siempre hallaron la forma de encontrarse.
Era Marco quien siempre terminaba de ceder, porque sabía que el tiempo le daría la razón, sea cual fuere la discusión que tuvieran.
¿Y quién otro, sino Marco, para protegerla?
Mercedes era la palabra en el dúo, y Marco la acción. Él prefería el silencio. Además, se miraban y se entendían, ¿qué más podían pedir?
Rara vez discutían, porque los tratos eran claros. Pero, si por alguna razón, el pacto se rompía, Marco se encargaba de que se recordara por siempre jamás.
Mercedes recuerda, con una sonrisa y algo de tembleque, cuando pronunció, delante de sus padres, el nombre de la nena que le gustaba en el colegio.
Marco temblaba de odio, los insultos se le agolpaban en la boca y ni Pato ni Clara sabían cómo hacer para calmarlo. Sólo el continuo pedido de “Perdón”, por parte de Mercedes, como si fuera una ametralladora, lograron calmarlo. Por supuesto que él nunca lo olvidó, porque si había algo que le sobraba a Marco era memoria.
De todas las novias que presentó en su casa, ninguna le gustó demasiado a Mercedes. Todas tenían un “algo” que no la convencía. Porque Marco podía ser todo lo callado que se quisiera, pero siempre tenía una chica a su lado. Y siempre linda. Todo lo contrario de ella, que siempre había sido de noviazgos largos, y novios más bien anodinos.
Cuando le preguntó a su hermano qué le parecía su casamiento (única opinión que pidió) Marco le contestó que era su vida, y tenía que hacer lo que le saliera de la argolla, y los demás que se fueran a la concha de la lora.
(Sí, Marco era un inurbano de aquellos. Dentro de su ser introspectivo, y cuando uno menos se lo esperaba, largaba una puteada, una obscenidad, una grosería. Y contra todo lo que uno pudiera esperarse, caía bien. Nadie tomaba a mal su dialéctica guaranga. Patrimonio de pocos elegidos.)
Ahora, Marco estaba en una nueva etapa de soltería, y pensando en irse a vivir al campo.
Por un lado, la ciudad lo estaba desbordando, y por otro, quería utilizar su título de Ingeniero Agrónomo en algo concreto.
Pato y Clara, los padres, se sentían de lo más desamparados.
Digresión dos. Sobre los padres de Mercedes.
Es que al pensar en su hija en Francia, y su hijo en vaya a saber qué pampa, el nido iba a estar vacío. Bueno, los dos nidos.
Mercedes soñaba con que su vida con Phillippe fuera igual a la de sus padres.
¿Qué?
Sí. Pato y Clara, pese a estar separados desde hacía diez años, siempre estaban juntos, como si la distancia fuera necesaria para ver cuánto dependían uno de otro.
Las causas de la separación seguían siendo una incógnita para los hijos. Nunca revelaron el porqué de la ruptura. ¿Infidelidad? Nunca. ¿Aburrimiento? Ni ahí. ¿Psicopateadas? ¿De qué estás hablando?
-No entiendo, ma. Si lo extrañás a papi, y él también a vos… ¿por qué no vuelven y se dejan de romper las pelotas? –preguntaba Marco, algo abruptamente, pero con lógica bestial.
-Cuestión de principios. –contestaba Clara, rotundamente y dando por terminada la conversación.
El caso es que cuando se le preguntaba a Pato, respondía lo mismo, con idénticas palabras. Y nadie entendía a qué cuestiones y qué principios se referían.
Pato y Clara se encontraban, se deseaban, se encontraban, se encamaban, estaban juntos un par de días, y vuelta a empezar.
Y lo peor, o lo mejor, según se viera, es que no se cansaban de esa situación. Otros hubieran tirado la toalla, pero ellos, juntos por milésima vez, se lo tomaban con humor.
Volvemos con Mercedes, que al fin y al cabo es su historia.
Y por las dudas, para alguien de escasa memoria, le recuerdo que está por casarse. Y que hablaba por Skype con su familia.
Y también hablaba con su novio, Ramiro Valle Lagos, a quien le había hecho la firme promesa del contacto diario. Incluso había besado sus labios sobre sus dedos en cruz, para darle un costado sacramental a su promesa. También pensó en una ofrenda sanguínea, cortándose un poquito del dedo índice cada uno. Pero Ramiro se conformó fácilmente con la primera opción, porque ver sangre lo descomponía. Sobre todo la suya.
El contacto diario, y la promesa, se fueron violentamente a pique cuando Mercedes conoció a Phillippe Sauvage quien, pese a su apellido (o tal vez debido a él), era el hombre más sexy del planeta. Del universo. De la galaxia.
Mercedes había quedado deslumbrada con Phillippe desde el instante en que se lo cruzó en un café parisino. Encandilada por su hablar francés, que la derretía cuando le hablaba en el oído derecho. Sólo en el derecho, porque en el oído izquierdo no le causaba el mismo efecto. Solía pensar Mercedes que esta disminución auricular fuese, tal vez, producto de una otitis mal curada en su niñez.
Al punto: Mercedes estaba fascinada con los ojos celestes y franceses de Phillippe, con su nariz respingona y francesa, con ese aire a príncipe de Disney francés que la hacía pensar en un futuro real y francés.
Phillippe usaba bastón por una leve renguera, producto de una caída mientras practicaba equitación (¡Sí, sí, sí! Phillippe también practicaba equitación)
En resumidas cuentas, estaba loca de amor, y por eso, pese a las intervenciones de su familia, Mercedes decidió casarse con Phillippe apenas dos meses después de conocerlo.
Su corazón no cesaba de repetirle que era el indicado, el elegido.
Phillippe le había demostrado con su accionar lo que era un hombre, un caballero, un varón de verdad: la esperaba con una flor cada vez que la iba a buscar; abría la puerta del auto cada vez que ella tenía que subir; siempre un mimo al recibirla, siempre un “mon petit chien” susurrado.
Lo de “perrita”, debía reconocerlo, mucho no le gustaba, pero Phillippe le había explicado que era por su cachorra “Lulú”, ¿y quién puede ofenderse con alguien que ama a los animales?
Phillippe la escuchaba atentamente cuando hablaban, pues más allá de entender el exquisito francés de Mercedes (años de intensificación de la lengua con Madame Saavedra) poco era lo que sabía (todo hay que decirlo) de Artes Plásticas.
Phillippe asentía comprensivo cuando ella se equivocaba y decía una palabra grosera por equivocación, corrigiéndola con un leve apretuje en su nariz, o un pequeño golpe en su mollera. Una action correctif, le decía él.
Pero, fundamental y como si todo fuera poco, con Phillippe hacía el amor como nunca lo había hecho con ninguno de sus novios anteriores, Ramiro incluido, si bien reconocía que Phillippe no era una espuma, higiénicamente hablando. Pero, ¿quién puede tomar en cuenta un ligero vaho ácido, en medio de una batalla pasional?
Phillippe se detenía en todos y cada uno de los poros de su piel, haciendo que las horas pasadas en sentido horizontal, vertical o transversal parecieran minutos.
La cuestión es que tanto la argentina como el francés pensaban que esperar a casarse, estando tan enamorados y calientes, era perder el tiempo. Phillippe vivía en un piso petit ma tres chic y encantador, en estado de refacción, en la Rue Rivoli, regalo de su padre, ingeniero metalúrgico, con quien trabajaba y que era tan francés como él.
Si el futuro pintaba pleno de augurios de felicidad, ¿a qué retrasarlo?
Así fue que luego de que Phillippe la llevara a cenar a un lugar pequeño y muy romántico, de menú escaso pero con velas y champán, ocurrió lo previsto. Phillippe se declaró rodilla en tierra, exhibiendo caja portadora de anillo con un (pequeño) diamante, como corresponde a un galán. Al toque, Mercedes mandó textos electrónicos en calidad de urgentes para que tanto Pato como Clara, su madre, se tomaran un avión para estar a su lado en ese momento tan especial para cualquier mujer.
Luego de muchas discusiones, cibernéticas y personales, Pato y Clara aceptaron la decisión de su hija, convencidos de que era la peor, pero apoyándola en lo que ella necesitara, como lo habían hecho toda su vida, más allá de sus diferencias maritales.
Marco, su hermano mellizo, no intentó hacerla entrar en razón. Por lo cual, adhirió a la urgente decisión que Mercedes había tomado. Y si bien no había conseguido pasajes prontos, llegaría el mismo día de la ceremonia. Todo estaba en orden.
O medianamente en orden. Lo peor fue decírselo a Ramiro, su ex novio.
Mercedes lo dejó para el final, ya que una ruptura vía Skype era lo menos delicado que podía pedirse para tal circunstancia. De todas manera, la discusión fue menos cruenta de lo previsto por Mercedes, tal vez porque su hermano ya le había contado algo a Ramiro (del que era amigo, y de quien dejó de serlo apenas la ruptura comenzó), tal vez porque algo se esperaba el ex novio, o quizás porque internet en esos momentos funcionaba mal en la Argentina y la conexión fallaba a cada instante. Convengamos que es muy difícil decir adiós cuando una de las partes desaparece de la pantalla. La calentura del momento se va tranquilizando.
Afortunadamente, cuando Ramiro echó en llanto, Mercedes se vio aliviada por la interferencia que causó la transmisión de una subasta de vacas.
Pasado el mal trago, la historia, en este mismo instante, es otra.
Mercedes ve que el automóvil, en el que viaja junto a su padre, se aproxima a la pequeña iglesia donde va a casarse en minutos. Lleva un vestido blanco sencillo, corto, de diseño moderno, que resalta su esbelta figura. Un tocado simple, un collar de perlas de su abuela Catalina, y unos guantes blancos que le llegan hasta los codos, coronan su atuendo. Olvidó algo azul, pero no es un tema que la complique.
La novia luce despampanante, lo que explica, entre otros motivos, el amor de Phillippe.
Mercedes desciende del automóvil, y las palomas la reciben entre revoloteos. Alguna pluma cae del cielo. Si no fuera por su estado civil próximo y por los nervios, hubiera pateado a alguna de las aves.
Mercedes entra tomada del brazo de Pato. Siente que sus rodillas tiemblan, pero disimula.
Se la ve resplandeciente. Cruza miradas con la gente que está en la iglesia, como para sentirse más acompañada. Una abuela, una señora con su hijita, un joven de su edad con el que se distrae un momento (que no está nada mal, para ser sincera).
Phillippe la espera en el altar, mirándola embobado y a la espera de hacerla su mujer ante la ley de Dios.
El cura oficia el ritual, con serenidad y alegría. Es un cura barrigón y francés.
Clara, madre al fin, derrama lágrimas de sincera emoción.
Unos minutos antes fue presentada a su consuegro, Pierre Savage. Un beso en cada mejilla, y un “Enchanté, enchanté”, se escucha decir a sí misma, no demasiado convencida de estar encantada de la situación.
Termina la ceremonia en medio de una salva de aplausos, que da la bienvenida a la nueva pareja de desposados. Mercedes y Phillippe se dirigen a la salida del templo.
Mercedes vuelve a sonreír a todos los espectadores que la vieron entrar, joven buen mozo incluido.
“Les fiancés on tendance a saluer l’atrium.” reza la invitación que cada uno de los cuatro invitados a la ceremonia religiosa tiene en sus manos. Luego, los espera un íntimo brindis en un petit bistró. Un peu de fromage, un peu de vin, y algunas baguettes avec paté de foie serán más que suficientes para agasajar a los esposos y familia. Para Pato, Clara y Marco, algo pobretón el almuerzo dada la magnitud del acontecimiento. Algo íntimo y familiar, de acuerdo, pero… ¿no era demasiado?
Mercedes les pidió encarecidamente que no intervinieran. Era lo que ella, Phillippe y Pierre habían decidido. ¿Frugalidad francesa o tacañería?
A los postres, los desposados partirían de luna de miel a Venecia (elección de Phillippe, pagada por Pato Navarro).
Vuelta al atrio. Una pequeña multitud que presenció el casamiento (ningún familiar, claro) insta a Mercedes para que se adelante, a fin de arrojar el ramo, tal y como la costumbre lo indica. Phillippe quedó atrás, sonriendo por la situación.
Mercedes está de espaldas. Arroja el ramo. Al mismo tiempo que el bouquet de flores silvestres cruza el aire, suenan dos disparos.
Phillippe ve como dos manchas rojas aparecen sobre su camisa blanca y francesa.
La escena queda en un silencio brutal, hasta que otra pequeña multitud ajena se acerca para ver qué ocurre allí.
La mujer que disparó sobre Phillippe, con el revólver todavía caliente, grita: “¡Miserable cochon!” con un indisimulable tono castizo.
Mercedes vuelve sobre sus pasos, aullando. A punto está de lanzarse sobre ella, como una luchadora de kick boxing, cuando la asesina se desmaya y cae al suelo pesadamente.
Mercedes acude al lado de Phillippe, pero no hay nada que pueda hacer.
Suenan sirenas francesas que acuden al lugar del siniestro.
Los invitados parecen estatuas. O eso intuye Mercedes, que siente que la vida está andando en cámara lenta. Deja a Phillippe, mira sus ropas con toques colorados y se sienta en uno de los escalones, para llorar desconsolada.
Se entiende. A los veintinueve años, y en menos de cinco minutos, se ha casado y enviudado.
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