El día en que nos fallamos

El día en que nos fallamos

José Cabello

01/03/2018

Prólogo y, a su vez, epílogo.

Siempre hay un principio en las historias… lo difícil es reconocerlo.

Hay un día en que todo empieza. No me refiero a las presentaciones, ni a los cuerpos, ni siquiera a la historia de la humanidad en sí misma, sino a ese momento a partir del cual algunas personas empiezan a formar parte de nuestra vida. Es entonces, y sólo entonces, cuando empieza el esfuerzo, entonces advertimos que sus sueños… en alguna medida nos pertenecen.

Llegados a este punto, la duda se cierne en fijar en qué momento, en qué día sucedió todo y tener la sangre fría de contarlo tal como fue, sin escatimar en detalles. Me estoy acercando al Puente de Segovia y, ya en la lejanía, distingo la silueta de Jorge. Sentado en el suelo, apoya su espalda en el murete, negro de tanta contaminación. El mismo Puente de Segovia que asistirá un par de años después, impertérrito, al estado de coma profundo que alcanzará el río que abraza, el mismo que será único testigo de orgías maquinarias mastodónticas que se tragarán, poco a poco, la M-30. El único que verá el lavado de estómago de ese río de segunda categoría, del cual sacarán sillas y mesas de terraza, lavadoras, mesillas de noche, teléfonos móviles e incluso armas de fuego, abandonadas por alguien dispuesto a borrar, de un plumazo y a espaldas de la sociedad, quién sabe qué sucio pasado.

Y, mientras tanto, Madrid agoniza de calor. La noche se deja notar y se desprende de brisas de aire que esparce por la superficie. Jorge fuma, impaciente, pero aparentando tranquilidad. Podría decirse que masca las horas. Junto a él, una bolsa de deporte llena con sus pertenencias, deduzco momentos después.

  • – ¿Por qué hemos quedado aquí?
  • – Porque aquí nadie nos conoce. Porque en el barrio la gente se mete donde nadie les ha llamado. Porque me gusta pasear por los alrededores del río y porque aquí se respira un ambiente más tranquilo del que habituamos tú y yo ¿Quieres más razones?

A las dos de la madrugada no pasan apenas coches por allí, y eso que estamos hablando del comienzo de la antigua Nacional V o carretera de Extremadura. Todos los bares están cerrados, pero cerca de allí, en la calle de Doña Urraca, la Taberna del Papagayo es una acertada excepción. Conocida por no cerrar en todo el año y ser la tapadera de negocios sumergidos de lo más variopinto, había cambiado tres veces de dueño. Parecía que la cosa se había calmado, los trapicheos en el barrio se habían eliminado a base de acoso policial continuo y los nuevos dueños eran los primeros con el expediente judicial limpio que la regentaban.

Cambiar de barrio es como cambiar de ciudad. A poco más de un kilómetro de casa, la gente se nos quedó mirando extrañada al aparecer por la puerta. Casi todos estaban apiñados en la barra, de modo que había mesas libres. Fue sentarnos en una bajo el televisor y el ambiente volvió a la normalidad, como si llevásemos cinco años pisando ese antro. Pedí un vodka con limón. Jorge pidió un café solo con hielo y, no sé por qué, me dio por pensar que tomaba demasiado café y que eso influía en su estado de ánimo, y eso que aquella sería la tercera vez que coincidíamos en un bar.

  • – ¿Se puede saber qué te pasa? Llevas unos meses en los que pareces una caricatura de ti mismo. Te lo juro, estás cada vez más irreconocible.

A nuestro lado, una parejita punki se sentaba en la única mesa que se encontraba ocupada sin contar con la nuestra. Mientras él se fumaba un porro, ella se liaba otro y me dirigía de vez en cuando una mirada fugaz. A poco más de un kilómetro de casa, en otro barrio que parecía otra ciudad, juraría haber visto esos ojos en otra ocasión, en otra cara de otra chica que no era punki.

  • – Me voy de aquí.

Y de pronto se hizo el silencio, o eso sentí. Quise aparentar que no me sorprendía su comentario y bajé el tono por si la pareja vecina se quería informar de las conversaciones ajenas.

  • – ¿A qué se debe esta decisión?
  • – A que ya he hecho todo lo que tenía que hacer por aquí y no tiene mucho sentido seguir. Más bien diría que es arriesgado aguantar un tiempo más.
  • – ¿Y dónde piensas ir? ¿No crees que aquí te has forjado y tienes más futuro que en cualquier otro sitio? ¿Quieres volver al pueblo?
  • – No. Allí tampoco se me pierde nada. Voy a un sitio donde no conozca a nadie y donde nadie me conozca, donde no me encuentre con recuerdos a olvidar y donde pueda dibujar una persona que supuestamente un día fui y todos me crean.
  • – ¿Crees que no puedes hacerlo aquí? Si yo fuese un notas, me levantaría ahora mismo y gritaría ¡Eh! ¿Alguien sabe quién es este tío? ¿Es que nadie le reconoce?

Miró a su alrededor durante poco más de un segundo. Había elevado ligeramente el tono de voz y se sentía cohibido. Luego volvió a cederme la mirada.

– La gente se quedaría extrañada, te miraría preguntándose si eres famoso, luego se pensarían que soy un notas y cada uno seguiría a lo suyo. Al día siguiente, si tu rostro saliera por televisión, ninguno de los aquí presentes se acordaría de haber compartido tugurio la noche anterior contigo. Así es nuestra madre Madrid, cuatro millones de personas no pueden conocerse entre sí – argumenté, aún convencido de ser incapaz de cambiar en esa noche una decisión que Jorge había tomado semanas atrás, o incluso meses.

Jorge no hablaba, sólo pensaba. Si los pensamientos fuesen palabras, el mundo estaría lleno de verdades, tanto bonitas como feas, pero verdades al fin y al cabo. Lo sostengo yo, partidario de saber la verdad, por muy jodida que sea, antes de ser un ingenuo feliz.

  • – Te vas por ella ¿no? – le pregunté al fin.

Y aunque llevábamos tiempo sin hablar de ella, no le cupo ni la más mínima duda de a quién me refería.

  • – Ella puede ser parte de mi decisión, pero te juro que si me voy es porque todo se ha truncado de un tiempo a esta parte. Tal vez quería vivir aquí, tal vez tenía un futuro por delante, pero el tiempo ha jugado en mi contra y me ha dado boleto – decía mientras se decidía a tomarse el café de un solo trago, sin una cucharada de azúcar que lo acompañara. El pulso le temblaba.

Toma trago de amargura. Eso y no la vida, pensé.

Invité a la ronda y salimos del bar. Todo el mundo volvió a clavar la mirada en nuestras nucas mientras salíamos por la puerta. La pareja de punkis abandonó la taberna detrás de nosotros. Siempre me ha gustado su filosofía y forma de vida, contraria a todo camino marcado con anterioridad, pero aquella noche dudé si tenían malas intenciones y quise acelerar el paso. Jorge, ajeno a todo lo que sucedía más allá de un metro a la redonda, se apoyó en una farola para encenderse otro cigarrillo. Había vuelto a fumar después de haberlo dejado durante un tiempo. Le daba igual la marca que tuviese inscrita el filtro mientras fuese el más barato de la máquina expendedora. Hubo un tiempo en el que incluso fumó tabaco de liar para ahorrar en la factura de final de mes. Con fuerza de voluntad lo había dejado, tenía personalidad y carácter fuerte para no volver a fumar si así quería.

Dejó la bolsa en el suelo. Marcaba la típica pose del despreocupado medio, aquel que sugería que no le importaba que al día siguiente se acabase el mundo, pues se quedaría mirándolo a través del retrovisor. Tal vez fuesen ésas sus últimas horas en la capital en toda su vida, o quizás en muchos años, se estaba dando cuenta y quería disfrutarlas a su manera.

Volvimos al Puente de Segovia. El mismo que dos años después asistirá al atentado contra la naturaleza más grande que haya sufrido Madrid en su historia. Y ahí terminó nuestra breve e inquietante velada.

– Toma, te quería dar esto.

Sacó de su bolsa una carpeta un tanto raída. En su superficie con manchas de grasa se vislumbraban trazos de lo que un día fue un escudo del Real Madrid. Sobresalían unos cuantos folios por la parte superior que se cuidó de volver a meter.

  • – ¿Qué es esto? – pregunté escamado, no estaba preparado a recibir un regalo a última hora.
  • – Pues esto viene a ser una carpeta. – dijo esbozando una sonrisa, que apagó para proseguir – Es la respuesta a las cosas que te has preguntado y que pasaban en el barrio en los últimos meses. Realmente esta historia la conocíamos tres personas, ahora la conocemos sólo dos personas y ahora tú vas a ser la nueva tercera persona. Porque sé que eres buena gente, José, y porque yo escribo muy mal. Porque sé que tú vas a hacer un buen uso de lo que aquí hay escrito y tal vez puedas ser de gran ayuda si en un futuro sale todo a la luz. Porque, ahora que no nos ve ni nos escucha nadie, tengo que asegurarte que en el barrio huele a podrido. Y también porque eres de las pocas personas que me llevaré en el recuerdo como amigos de esta ciudad, porque te has preocupado por mí como nadie y porque últimamente no has sabido de mis andanzas porque he estado algo ausente de todo.

La luna llena, a espaldas de la catedral, daba al entorno una imagen de postal. El muchacho se venía abajo por momentos y me vi obligado a tenderle un brazo.

  • – No te preocupes, las mujeres son así.
  • – Causa y a la vez solución de nuestros problemas. Y sí, ella ha sido la causante de que tú y yo estemos aquí ahora despidiéndonos. Pero no me arrepiento de haber tropezado con ella aquella mañana en el bar. Porque, para bien o para mal, me ha hecho madurar. Alguien muy sabio dijo una vez que madurar es aprender a despedirse, que en la vida nada es eterno cuando ni la vida lo es. Y hoy termina mi etapa aquí y mañana empieza en otro sitio. – dijo, esta vez más convencido.
  • – Si quieres te acompaño a la estación – le comenté, viendo cómo sacaba un billete de autobús, cuyo destino no acerté a leer.
  • – No. No quiero que sepa nadie donde voy, ya te lo he dicho. Con todo un mundo por conocer siendo un completo desconocido.
  • – ¿Y se volverá a saber de ti por el barrio?
  • – Dejemos que el destino juegue esa ronda.

Nos fundimos en un abrazo. Poco después desaparecía al finalizar Virgen del Puerto, bordeando el Campo del Moro, volviendo la vista atrás tan sólo un momento.

– ¡Cuida de Silvia!

Tengo inmortalizado ese momento: un proyecto de hombre que luchó por romper todos los esquemas desaparecía sin hacer nada de ruido. Poca gente le echó en falta los días posteriores, sólo se notó su ausencia pasado el tiempo. Con fuerza de voluntad había dejado de fumar, tenía personalidad y carácter fuerte para no volver al mal vicio si así quería. Pero algo bastante serio tenía que sucederle para haber recaído así, sin razón aparente.

Volví a casa, confundiéndome con las sombras que zurcían a su antojo las luces inmóviles de las farolas con las pasajeras de los coches. Nadie me esperaba despierto, es lo que tenía el verano. No tenía sueño y me senté en la mesa del salón. No tenía sueño y, tranquilamente y sin hacer ruido, me puse a leer lo que la torpe mano de Jorge había escrito a toda prisa. Gran cantidad de folios escritos a doble cara, todos arrugados y con manchas de distinta proveniencia. Un arduo trabajo que seguramente le había llevado días plasmarlo en papel. A medida que avanzaba la historia, mayor era mi asombro: parecía sacada de un libro, y no precisamente por la forma en que estaba escrita. Llamé inmediatamente a Jorge, pero tenía el teléfono móvil apagado.

Esa noche me dio el tiempo de reflexión suficiente para pensar en lo que había leído, atar cabos y comprender que hay cosas que la sociedad no sabe ver y quedan enterradas con el paso de los años. Peor es si se pierden datos relevantes sobre un suceso y se manipula para que el malo parezca el bueno y viceversa. Fue esa misma noche cuando decidí plasmar todo lo sucedido a través del testimonio escrito de Jorge, lo que yo sabía con anterioridad y lo que sale a la luz por evidente. Aquella noche en la que comprendí que no se debe juzgar a una persona por lo que digan los demás, sino por sus hechos, lo cual no deja de ser paradójico si soy yo el que está condicionando a la sociedad a que sepa a través de mi puño y letra la verdad de todo lo que pasó en el barrio de Lavapiés entre los meses de marzo y julio por si algún día sale a la luz una historia que deforme los hechos. Y si defiendo lo aquí escrito es porque viene de alguien que jamás fue capaz de soltar una mentira por muy piadosa que fuera. Alguien que, al igual que yo, siempre quiso saber la jodida verdad antes que vivir en la felicidad disfrazada de ingenuidad.

SINOPSIS:

Jorge es un joven de provincias que cuatro años atrás decidió lanzarse a la aventura e irse a vivir a Madrid para huir de algo o de alguien, quizá de sí mismo. Pero una mañana, en el bar en el que había decidido afincar su rutina, se encuentra con Silvia. Ha pasado el tiempo, pero aún hay errores que la siguen condenando. Jorge desoirá las voces que le recomiendan no seguir luchando en batallas perdidas de antemano, tocará el cielo con las manos y se arrastrará por las cloacas de un barrio que agoniza desde los comienzos del nuevo siglo. Los aires de grandeza de un don nadie que sueña con convertirse en un capo de la droga, el ansia de vivir de una estudiante de Bellas Artes que se ha cansado de vivir de rodillas y un premio de lotería de Navidad de cuarenta y siete millones de las antiguas pesetas golpean de lleno en la nuca del protagonista de esta historia, trastornando su tranquilo esquema de vida y obligándole a huir cuando todo se viene abajo. Es el pasado, que vuelve.

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