Esta vez no quise anunciar cuál era el destino de mi vuelo. Mi familia estaba acostumbrada a buscar en una bola del mundo, regalo de mi 1ª comunión, los países a los que viajaba. Este era especial. Hacía más de cuatro años que no había podido pisar un aeropuerto y para una adicta a sellar su pasaporte el castigo había sido largo. Cogí mi mochila. Estaba tan impaciente como yo por emprender una nueva aventura. Ambas teníamos dos meses por delante para ser totalmente libres. Me despedí de todo aquel que fuera alguien en mi vida y emprendí rumbo con la misma impaciencia que sentí en mi primer viaje sola. Destino: la India.
No quería recorrerla entera, eso me hubiera llevado varias vidas. Esta vez solo quería seguir el cauce del río Ganjes desde su nacimiento hasta donde me invitara a desembarcar. Los trenes en la India siempre me habían parecido la mejor experiencia del viaje y me habían dado la oportunidad de conocer grandes vidas sin salir de mi compartimento del vagón. Horas y horas compartidas durante los largos trayectos con las mismas personas dan para mucho, incluso en una ocasión llegué a enamorarme. Así que decidí hacer el recorrido en mi transporte favorito. El río decidió que mi viaje acababa en Benarés, en el estado de Uttar Pradesh. Era esta una ciudad sagrada que rezaba que todo aquel que muriera en ella, quedaba libre del ciclo de las reencarnaciones; por eso era destino turístico de primer orden de enfermos y moribundos.
El tránsito de la vida a la muerte me recibió con un aroma que impregnó todos mis sentidos. Quise salir corriendo pero retuve mis prisas y me senté en la orilla del río.Veía las imágenes como si se tratara de un documental en la tele. Hasta que mi soledad, en toda su grandeza, vino a visitarme. Esta vez no la rechacé. Dejé que se acoplara en mí y le di la bienvenida. Ya éramos tres: mi soledad, mi mochila y yo. No sé cuántas horas permanecí inmóvil mirando una pantalla que cada vez me devolvía una imagen más nítida. Poco a poco empezó a colarse en mi cabeza el sonido de una voz apenas inaudible que con tono lastimoso entonaba un mantra. La voz pertenecía a una mujer diminuta que con la cabeza rapada y un rostro surcado por infinitas arrugas que asemejaban a estrellas fugaces cantaba a mi lado.
Al verla, volví al mundo de los vivos.
—Es una viuda —dijo un joven indio que, sin que yo me hubiera dado cuenta, se había sentado a mi lado para observarme —. Le da gracias al dios Krishna porque va a morir.
—¿Quiere morir? —pregunté.
—Las viudas traen mala suerte y no las quiere nadie. Lleva esperando su muerte cuarenta años y por fin se ha puesto enferma y ha viajado hasta aquí para hacerlo.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Porque mi madre también es viuda y vinimos juntos.
Esa información me trastocó más que todo lo que había mirado anteriormente. Yamir, que así es como se llamaba mi joven amigo, me explicó que cuando muriera su madre, él mismo le prepararía su pira y le prendería fuego. Después, se marcharía a vivir con una tía suya. Tenía suerte de haber nacido niño porque de haber sido niña su tía no lo hubiera acogido. La tranquilidad con la que Yamir aceptaba tanto su fortuna como la muerte de su progenitora me dio paz y hasta yo misma empecé a entornar el mantra para que me guiara hasta mi destino final.
Mis dos meses llegaban a su fin. Solo que yo lo que iba a emprender no era el viaje de vuelta. Mi cabeza estaba tan rapada como la de mi vecina de al lado y mi figura, aunque de piel más clara, ocupaba el mismo espacio. El cáncer había venido a instalarse en mi cuerpo hacía ya cuatro años y nunca tuvo intenciones de marcharse. No era lo mismo morir de muerte que morir de cáncer y yo quería ganar a mi enemigo. Así que un día decidí dejar de vomitar, de permitir que más agujas maltrataran mi cuerpo y de que otros decidieran por mí qué es lo que debía hacer con mi vida. Cambié un boleto de lotería premiado con múltiples tratamientos experimentales por dos meses de libertad. Y aquí sentada permanecí durante días hasta que yo misma empecé a formar parte de la imagen como una protagonista más. Al alba de un día indeterminado en el calendario, que hacía ya mucho tiempo había dejado de consultar, decidí darme un baño en el Ganges. Se estaba bien y me adentré más y más hasta que me abrazó entera y mi soledad y yo nos convertimos en un solo ser impregnado de paz.
A Yamir le había dejado las pocas riquezas que llevaba encima a cambio de que me preparara una pira y le prendiera fuego a mi cuerpo y mi mochila. Siento que cumplió mi deseo.
PRINCIPIO
FIN
BENARES
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