¿POR QUÉ NO ME DIJISTE?

¿POR QUÉ NO ME DIJISTE?

¿Por qué no me dijiste?

Primera parte

I

Entré al liceo en marzo del año 1974, cuando ya se había dado el golpe de Estado y los militares borraban con agua y jabón las pintadas de las paredes que incitaban a la resistencia. Fue un tiempo ambiguo, de desilusión y euforia. Había sido una niña bonita, de pelo castaño y mejillas rosadas, pero a los doce años se desarticularon las líneas de mi rostro y dejé de ser un hada para convertirme en un mamarracho. Cargaba, a mi modo de ver, con una grotesca fealdad y me era intrascendente si los adultos elogiaban mi belleza; anhelaba el halago de mis pares de generación, así que traté de sobrellevar aquello con dignidad, además de mucha timidez.

La pobreza de casa se había vuelto crónica, por lo tanto, tampoco competía con las camisas fucsia y turquesa de bambula que en ese tiempo exhibían otras muchachas. Para mi vergüenza, mi madre me compraba jeans de marcas desconocidas en las tiendas baratas del barrio de la Unión. En previsión de mi crecimiento, ella le pedía al comerciante “un talle más para que dure hasta el año próximo”, aunque yo casi alcanzaba mi tamaño definitivo y aquellas holguras aumentaban mi ostracismo.

Ahora que Constanza me pide un relato por escrito, descubro el desconcierto de mi memoria mientras escribo en la mesa de este bar y vuelco un poco de café. Como en los viejos rompecabezas de mi infancia he perdido demasiadas piezas y no sé si lograré reconstruir la figura. Mis recuerdos inconexos me conducen al portero de la puerta del liceo, Omar, un militar de bajo rango, como también lo era mi padre, encargado de controlar si las niñas llevábamos la pollera por debajo de la rodilla y los varones el pelo corto, un dedo más arriba del cuello de la camisa. A Omar le pagaban para que mirara cuellos, piernas, glúteos y caderas, y él lo hacía bien.

Había mil estratagemas para burlar las normas y entrar con una discreta minifalda. La artimaña más fácil para las mujeres consistía en conversar con Omar, sonreírle a Omar, pedirle a Omar (suplicarle a Omar bien cerca del rostro hasta inhalar su aliento con un ligero aroma a alcohol y cigarrillo) “una excepción”. Él miraba con sus ojos vidriosos y te dejaba a su lado unos diez minutos, en espera de la decisión final que habilitaría o no la entrada a la clase de Matemática, Historia o Geografía. Durante esos minutos sermoneaba a sus anchas, te tomaba del brazo y hacía algún comentario fuera de lugar acerca de tus piernas y la longitud de la pollera. Omar nos dejaba lo suficiente para que sintiéramos la humillación de estar a merced de su deseo y hasta de sus manos y luego, casi siempre, habilitaba el paso con la advertencia de que “mañana” no habría piedad. Cuando nos liberaba, corríamos hasta doblar el codo del pasillo y caer entre los abrazos queridos de nuestras compañeras, al abrigo de las risitas nerviosas de la pubertad. Sorteado el primer obstáculo, siempre existía el riesgo de que la directora te agarrara distraída sin la insignia en el pecho o de minifalda y te mandara a casa con una sanción; pero casi nunca sucedía.

Por eso, cuando al año siguiente, aburrida de tantos reglamentos, apareció aquel profesor de historia que parecía susurrar “soy rebelde porque el mundo me hizo así”, la canción de Jeanette que todas considerábamos un himno, lo tomé como una tabla de salvación. Después de la primera clase nos indicó estudiar la introducción del libro, ilustrada con imágenes de pinturas rupestres, tablas sumerias y papiros. En determinado momento preguntó cuál era la diferencia entre historia y prehistoria. Nadie lo sabía, la clase se dividió entre los que inclinaban la cabeza y los que perdían la mirada en el follaje de los árboles más allá de la ventana, pero para mí aquello surgía diáfano de lo leído. Me contuve por pudor y al final levanté la mano. La mía era la única mano alzada entre la treintena de cabezas de mis compañeros. Él pasó sus ojos por cada una de las filas de bancos, expectante, en busca de algún otro voluntario, pero mi mano era una solitaria veleta. Luego, con un gesto de resignación, me dio la palabra. Debí impresionarlo porque a partir de entonces recibí un trato diferente.

En los días siguientes me dediqué a observarlo. En la elección de su nombre, Ernesto Herrera, sus padres habían querido mezclar el aura del mítico revolucionario Che Guevara con la del caudillo local con quien compartía el apellido.

Me entretenía en seguir el dibujo de sus manos finas. Durante los cuarenta minutos de clase estudiaba cómo aquellos dedos largos jugaban con la tiza. No era la única en contemplar a Herrera con devoción; en los recreos, otras alumnas cuchicheaban cuando lo veían de camino a la sala de profesores con la espalda recta, como sostenida por un hilo.

Con un movimiento mínimo de mi dedo índice pido otro café. La chica sabe que me quedaré hasta la bajada de la cortina. Tú quisieras, Constanza, que te contara cómo era Herrera cuando lo conocí, pero yo no lo sabía entonces ni lo supe después. ¿Alguien llega alguna vez a las profundidades del otro? Además, no me ha sido dado el don de comprender el pensamiento masculino, no entiendo sus estrategias, no sé cuándo aman ni cuándo han dejado de amar y su sentido del humor me es ajeno. Herrera era un enigma y un cultor de su propio misterio. No se acunaba en la indiferencia ni la provocaba; su voz vehemente encendía la chispa de la discusión por puro placer; en cambio, cuando el auditorio esperaba sus palabras, él callaba.

¿Cuándo fue, me digo a mí misma, que pasé de contemplar sus manos a imaginarlas en mi cintura? Aquellos dedos filiformes se convirtieron en una obsesión porque hasta en sueños los veía anudados a mi vientre o explorando un poco más al sur, donde el bello del pubis daba señales de crecer y expandirse.

En los recreos buscaba pretextos para acercarme a su pupitre. Me costaba determinar cuánta distancia debía mantener de su cuerpo. Se interponía entre nosotros el mueble con su fragancia exquisita a madera, un aroma que se convirtió por años en la representación sexual más tangible de Ernesto Herrera. Mucho tiempo después, lo busqué por las centenarias iglesias de Milán, a las que entraba sin persignarme bajo la mirada reprobatoria de los italianos, sabiendo que no estaba allí, pero con el único fin de sumergirme en el olor a roble y nogal, el olor a Herrera.

Con el correr de los días iniciamos un diálogo que extendió mi universo hacia un espacio fascinante, también peligroso. Él sabía de literatura, de historia antigua y moderna, de música; conocía infinidad de libros y, además, me sugería con sus gestos displicentes que aquel liceo, casi el único lugar por donde yo transitaba sin ser mi casa, el sitio donde la vida nos había hecho coincidir, no valía la pena.

II

El 17 de junio de 1975, un día después de mi cumpleaños número 14, Herrera dobló la esquina de Bulevar Artigas y la avenida General Flores, y avanzó en plena batalla contra el viento del sur. Después de diez minutos de esperar un ómnibus sin suerte, entre un torbellino de hojas de plátanos y un frío que traspasaba todas mis capas, me había enrollado con resignación como los bichos de la humedad. Solo los ojos quedaban fuera atentos al mundo, y lo vi.

La mirada de Herrera rebotó en el ángulo final de la calle, registró los autos, las impetuosas ramas de los árboles, las otras personas que sufrían la intemperie y por último me tocó. Hubo un saludo mínimo, un gesto contenido de inclinar la cabeza, antes de la sonrisa.

Luego sacó un libro del portafolio y se recostó en el muro a leer. ¿Leía?Cualquier lugareño lo sabe muy bien, el viento montevideano, cuando se desata con furia, hiere y no permite leer ni usar sombrero. Cada tanto levantaba la vistahacia el punto donde surgiría el ómnibus y en ese girar de su rostro me dirigía la mirada. Por fin apareció el viejo Leyland con sus bocanadas de humo gris y todos nos movimos en la misma dirección. En la fila para subir, él puso su mano en mi hombro y me indicó con gesto de caballero decimonónico un lugar de privilegio. Fue un roce, por encima de las varias cáscaras de ropa, el primer contacto, y la primera vez que percibí una sed indefinible nacida del abdomen, no del pensamiento.

Lejos, al final del pasillo, quedaban dos lugares libres. Había un abismo de felicidad en el camino hacia aquellos asientos desvencijados. Necesitaba encontrar la fuerza para recorrerlo, pero ella no surgía por sí, y hubiera permanecido inmóvil, si no fuera por la voz vulgar del guarda que me devolvió al escenario del Leyland.

—¡Pase atrás, señorita! ¿Qué espera?

Herrera lo increpó. No era forma de hablar a los pasajeros, le dijo, y solo el malón de gente que subía excedida de abrigos y nos arrastró hacia el fondo, impidió que la discusión se convirtiera en bochorno.

Herrera se sentó junto a mí, en silencio. Al ritmo de los brincos del motor, el choque con sus huesos insinuaba una nueva dimensión regenteada por los mandatos de la piel.

Algunos días, en ese mismo ómnibus, yo abría la ventanilla para que el aire fresco alivianara los olores, en cambio ahora deseaba hacinarme y respirar aquella inmundicia junto a él.

La voz del guarda se había convertido en un rugido. Éramos tantos, cada vez más, enredados entre bolsos y bufandas, descontentos. Él, desde su asiento más alto que el resto, nos azuzaba hacia unos confinesinexistentes. “Atrás, atrás”, gritaba. El Leyland se preparaba para estallar cuando un frenazo brusco nos lanzó hacia adelante, en medio del griterío general. Frente a nosotros, una barricada de militares a las puertas del Regimiento de Blandengues, nos cortaba el paso.

—Todos los pasajeros con el documento de identidad en la mano— ordenó un soldado trepándose al escalón.

El motor gimió unas veces antes de apagarse. Luego se callaron las voces y hubo un contagio de crujidos de carteras abiertas y manos inquietas en los bolsillos. Desde la puerta abierta el aire frío se colaba entre el miedo de la gente.

Herrera estiró su cuello para mirar al que daba las órdenes; solo se veía una gorra verde camuflada y la voluta de humo de un cigarrillo. Fue entonces cuando abrió el libro que llevaba sobre el regazo y me habló.

—La semana próxima empezamos a estudiar los griegos, esta estatua que ves aquí—dijo señalando con el índice— representa a Apolo en persecución de Dafne. ¿Sabes quién era Dafne?

Negué con la cabeza sin prestarle importancia. No era momento para hablar de mitología y seguí revolviendo en el fondo del bolsillo izquierdo en busca de la cédula. No, no sabía quién era Dafne. En ese instante solo pensaba en los cuentos de mi primo Nerí, soldado de segunda reclutado en la frontera con Brasil, cuando se vanagloriaba de haber participado en varias redadas. Nerí tampoco conocía a Dafne porque era casi analfabeto, pero sí sabía de persecuciones. En el cuartel le habían enseñado a firmar y leer alguna cosa. Manejaba. Estaba tan orgulloso de su aprendizaje como de su metralleta, de su un gorro verde camuflado y de las botas de cuero hasta las rodillas. Reía fuerte y le gustaba mostrarse con “el sheep del coronel”. A veces pasaba por casa a tomar unos mates con mi madre, de paso me invitaba a dar una vuelta en la máquina del coronel. Otros niños de la cuadra también querían subirse al sheep, pero él los elegía a su criterio, de modo que unos cuantos se quedaban llorando por la injusticia. Su voz se parecía bastante a la del que había dicho “todos los pasajeros con el documento en la mano”. Los igualaba el acento fronterizo, los rastros de un portugués contaminado, porque este que nos apuraba y abría paso en el Leyland hacia nosotros, también pronunciaba la “a” con mezcla de “o” como mi primo.

Dos soldados avanzaron entre la gente. Se opacaron los sonidos y el pasillo –minutos atrás, repleto– se quebró en dos para dejar sitio a los hombres que pasaban revista a documentos y pasajeros. Herrera, mudo, mantenía abierto el libro en la misma página de Dafne y Apolo. Sin embargo, en alguna fuente profunda debió encontrar la voz.

–Andan buscando a un león escapado del zoológico –me dijo en un susurro–.No creo que esto sea una casualidad, nunca he confiado en la suerte. Casualidad o no, necesito tu ayuda porque olvidé mi documento.

–¿Hay alguna solución? –pregunté.

–Tal vez serviría decir que somos padre e hija y que finjas sentirte mal.

–¡Ojalá pueda! –respondí, y me pareció no estar tan lejos de lograrlo.

Ya olíamos los militares, apuntaban con sus armas y sus ojos desorbitados. No había otros ruidos que el de sus voces y pisadas, ni otra confusión que la mía, tan perdida entre el miedo y la felicidad de ser útil a Herrera. Al frente veía la figura del chofer con los codos apoyados sobre el volante, mientras el espejo reflejaba hileras de rostros pálidos. Casi llegaban. Apenas un pasajero, el de cabeza rapada y campera negra, después seguíamos nosotros. Esperábamos un milagro y ocurrió, pero ese día aprendí que los milagros no iluminan a todos por igual.

–Documento –dijo el soldado al de campera negra.

Hubo una respuesta incomprensible para mí, luego la orden.

–¡Descienda!

El hombre había enrojecido y le temblaba el labio inferior. Si intentó balbucear algo con aire de derrota resultó en vano; entre dos lo tomaron por los brazos para bajarlo a pesar de nosotros, de las más de treinta personas que mirábamos incapaces de desafiar el poder.

Las tres figuras marcharon hacia el cuartel empequeñeciéndose. Era un andar tenso porque los soldados imponían al prisionero un ritmo que no quería llevar. Se parecían a las hormigas cuando arrastran una hoja más grande que su cuerpo. Se perdieron dejándome el presagio de un triste final. Eso es cuanto recuerdo, Constanza, de aquel hombre de negro. Oigo el chirriar de la cortina de hierro que comienza a bajar, es hora de irse.

También temblaba el libro abierto sobre el regazo de Herrera. Unos minutos más tarde, otro soldado se acercó al chofer, alzó la mano y le indicó el camino hacia adelante. Seguiríamos sin esperar el regreso del pasajero. Hubo un trac, un rugido, después otra vez el reverberar del motor mezclado con exhalaciones de alivio.

Flanqueados por las palmeras del cuartel se iban los tres. Los árboles de los cuarteles siempre estaban pintados de blanco hasta la altura de un hombre, la altura del pintor. ¿Qué habría querido decir Herrera con eso de las casualidades? ¿Cuántas se necesitan para nacer? ¿Y para encontrarse? Un leve movimiento, una palabra de más o de menos, un enojo, una risa fuera de lugar, el ruido de una botella al caer al mar y ahí está la nada en acecho, la incertidumbre. ¿Cuántas casualidades habían ocurrido desde el Big Bang para que Herrera, con su mano sudorosa, me arrastrara hacia él y me besara? Sostuvo mi cabeza, luego acercó sus labios con lentitud. Tardé un instante en reconocer que aquello era un beso de verdad, como los de las telenovelas, luego me dejé caer, veloz, a miles de metros de profundidad. Algo se escurrió por todo el cuerpo, lo ocupó, lo aniquiló. No existía nada más, ni el horror ajeno ni el murmullo de los pasajeros ni la euforia de los indemnes. El beso se deshizo cuando Herrera lo decidió, no cuando yo quise. Intenso, único, me ha acompañado desde entonces aunque su efecto se haya descolorido con los años.

–Nunca ocurrió –me dijo con un dedo levantado en señal de advertencia, a punto de bajarse.

Había frases sueltas que recorrían el pasillo, mezcla de alivio y orgullo por haber salido ilesos. Las mujeres contaban versiones alteradas de lo ocurrido con la risa mezquina del que se siente a salvo; el guarda había dejado de azuzarnos hacia el fondo. Herrera, todavía con el libro en la mano, apuró el paso por las calles empinadas que subían hacia la iglesia en la cima del único cerrito de la ciudad. Estaba más flaco y desgarbado. A la distancia se mimetizó con el gris de las baldosas bajo la tenue luz invernal. Yo, que giraba en la danza del amor, en medio del torbellino llegué a verlo sacar la llave y entrar en una de las casas de puertas altas de zaguán, junto a unas ventanas que habían sido verdes.

SINOPSIS

¿Por qué no me dijiste? narra la historia de una adolescente en la década de 1970 durante la dictadura uruguaya. Irene vive en un barrio de los alrededores de la ciudad, en una familia poco politizada aunque emparentada lejanamente con los militares golpistas.

La historia transcurre en un escenario decadente, como lo es la ciudad de Montevideo de entonces, y en un ambiente de represión política y sexual. La protagonista descubre en un profesor del liceo, Ernesto Herrera, una rendija para huir de ese mundo de tonos grises. El profesor se presenta como un hombre culto, sensible e impulsor de ideas progresistas que la seducen. Sin embargo, es también una persona con zonas oscuras. Está vinculado al Movimiento Tupamaro y unos meses después de comenzadas las clases pasa a la clandestinidad. Más tarde huye del país sin dejar rastros. La protagonista tratará de encontrar esos rastros mientras conoce a otros hombres y construye su identidad.

La novela está escrita en primera persona como si fuera un relato autobiográfico, sin serlo. A su vez, por momentos aparece una segunda persona reflejada en el diálogo que la protagonista mantiene con otra mujer a quien cuenta parte de los sucesos que le han ocurrido.

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