Hice un viaje tan largo que me olvidé de mí misma y me fundí con las nubes rojas del horizonte, con las tierras yermas enredadas en postes telefónicos y con los cantos rodados que obligan al agua a dar saltos y deshacerse en espuma.
Hice un viaje largo, acompañada del hilo musical que me devolvía a bofetadas una niñez de Dúo Dinámico y una adolescencia con fiebre del sábado noche. Duró tanto el viaje que en él llegué a la madurez sin apenas haber tenido tiempo de saborear la juventud. Miré por la ventanilla y todas las lágrimas del pasado se habían puesto a hacer caminos sinuosos en el cristal que me separaba del mundo.
Mis ojos abarcaban cuadriculadas tierras de labranza, salpicadas acá y allá por balas de paja y algún tractor mudo, cuadro al cual se superponía una manada de toros yendo a abrevar, el rabo espantando tábanos, todos negrura en el reflejo del agua. Memoria: flash-back en constante ejercicio.
Algún relámpago descubrió umbrales de casas con flores en los balcones y perros en los jardines y un rayo iluminó grises edificios con sábanas bordadas volando en las galerías, mientras yo, a salvo, pasaba por todo sin pisar nada. Un ritmo incesante de raíles traqueteaba mi corazón, llevándolo del pasado al presente.
Las manos, acostumbradas al acto reflejo de subir gafas y jugar con lápices, buscaron en el bolso ambas herramientas. Allí yacían las dos, pareja ideal para ocultar rostros y velar sentimientos.
Pero el viaje era largo y el paisaje tan corto que, cuando llegaba la idea al papel, ya no había mar que loar, ni montaña que añorar.
Sin embargo, aquel viaje no podía acabar en la estación de destino, porque estaba sirviendo para ensoñar imágenes apenas diluidas en la prisa del reloj; había que guardarlo todo y encerrarlo en palabras, si no brillantes, al menos evocadoras, para poder abrirlo en cualquier momento y retomar aquella paz tan semejante a la melancolía, aquella soledad envuelta en mañanas cristalinas de narices rojas y aquella locuacidad de la mente alimentada de la vida que pasa.
Como no quería perderme lo que veía, ni perderme lo que sentía, el lápiz no sabía si caminar o detenerse, que son dos maneras de disfrutar de la senda. Mientras tanto, las estaciones anuncian nombres evocadores, ¿Cómo pasar por Sigüenza sin pensar en el doncel? Y dominar el impulso de recorrer calles que son ecos de un ensueño.
Mi sed no se sacia sólo bebiendo, quiero ir viviendo en las fuentes de las plazas, en los caños junto a las ermitas y hasta en las
heladas agujas de agua que dibujan encajes a la salida de oscuros túneles.
Hay placeres que nublan la vista al tiempo que dibujan una sonrisa.
Acaban de apagar las luces de la estación de Molins de Rei donde el tren se detiene; el reloj marca las ocho y media; de entre todos los que esperan, mi vista se posa en un joven que una y otra vez dirige los ojos a su muñeca y al poste de cercanías, hasta que decide subirse la cremallera de la cazadora y sacar un diario deportivo de su mochila. Me gusta este chico que consigue distraerme de mis ensoñaciones con su historia a medias ¿porqué me fijo en él? No me recuerda a nadie pero ya forma parte de mi memoria. Seguro que estudia alguna diplomatura de ciencias. Sí, ese pañuelo
negro envolviéndole el cuello y esas botas de espeleólogo de estaciones de metro lo delatan. Se pone al día sobre fútbol preparando la conversación con los colegas, mezclada con el café y el cigarro. Y, después del fútbol, seguro que hay simultáneas historias de chicas conocidas en ensordecedores antros nocturnos. Claro que dirá tías y, a lo mejor, suelta un improperio en cada frase. Pero me gusta, aunque empiece
diciendo joder, macho o hostia, tío; tiene las piernas largas y no lleva pendiente, ni cabellos amarillo limón; no parece un yonqui, ni un camello, ni tampoco un pijo. Lástima que ya mi tren me obligue a perderte, sin conocer el final de tu historia.
Siempre abriendo puertas para no entrar en ninguna estancia.
“Y continúa el viaje en medio de este paisaje en que todo me ilumina …” dice Roberto Carlos, su paisaje es corporal. Mi viaje, en cambio, continúa por largos túneles socavados bajo una ciudad bulliciosa que me pierdo en aras del bienestar y la comodidad urbanística. Y, cuando salgo de este infierno -de cuya oscuridad me salva una gran estación central, repetidora de escaleras mecánicas y máquinas expendedoras de delicias consumistas-, caigo de bruces en la desolación: minúsculos huertos acotados por somieres destripados, donde el orden deja paso a la improvisación. La caja es mesa y la furgoneta desportillada se amplía con porche de toldo verde. Desde aquí, curvas y más curvas metálicas dividen la distancia que nos separa de un río que, para no desentonar, también improvisa un hilo de agua, mucho más que hache dos o.
A lo lejos una raya azul marino subraya el cielo cada vez más claro, mientras el sol saca destellos a cientos de coches superpuestos, predispuestos a morir, con la grandeza que da la cantidad y la frialdad que transmite la metalurgia. Cementerio de coches. Otro invento de nuestro siglo de saturación. Me agobia, no ya la vista, sino el pensamiento, toda esta serie de metamorfosis degenerativas que vuelven al campo estercolero, a la montaña merendero, al río lodazal. Dicen que también en la miseria hay poesía… .
Divagando, cambia de color el día y yo, tranquila en mi vagón, repaso con el dedo índice la frialdad estriada del cenicero impoluto.
Este tren es mi destino ¿habré comprendido, por fin, el valor del tiempo, ajeno a horarios, salarios y hasta calendarios? El tiempo es mi vida mezclada con todas las vidas, fundida con todos los soles, dispuesta a generar vida.
Fin
Luisa Gutiérrez
Molins de Rei – Barcelona – Cataluña -España
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