La calle de mis abuelos

La calle de mis abuelos

Sesenta y cuatro años atrás, un joven, imberbe aún, huyó de su aldea natal en busca de una vida que no fuera prestada.

Tras varias zozobras de su Bergantín, un burro rucio entrado en la vejez, naufragó en este austero pueblo castellano.

Arrastrado por el sino o por la caprichosa fortuna, fue a parar a esta esquina en el mismo momento en que una muchacha la tomaba, en dirección opuesta y sin prestar atención al camino. Chocaron. Cupido, astuto y esquivo, lanzó su certera flecha.

Como convenía en la época, fue largo tiempo de ronda.

Al principio se conformaba con cruzarse con ella a la salida de la misa de doce. Cuando sus ojos se encontraban, el corazón le latía como un caballo desbocado y el día que ella osaba sonreírle, sus pies se elevaban del suelo, como ataviados por las calzas de Mercurio.

Tardó dos meses en conseguir articular una palabra frente a ella. Fue una frase torpe y sin sentido que se perdió en el viento. Al momento, vestida de una sonrisa de luz, ella contestó. Fue así como supo que, por muchos eones que se sucedieran, él sería suyo.

Poco a poco las conversaciones fueron más largas, más frecuentes y más locuaces.

Una apacible noche de octubre, al resguardo de la intimidad donde no alcanzaban a brillar los faroles y el sereno no osaba aventurarse, le dio el primer beso, deteniendo el mundo para los dos.

¡Cuántas noches, bajo lluvia y frío, tornó a verla a esta rúa!, aprovechando las horas en que la gente se guarecía al calor de la gloria, para deslizarla un beso furtivo que avivara el ansia de un nuevo día con su deseada noche. Se sucedían días de desasosiego en los quehaceres, que no tenían más razón de ser que volver a su lado tras el crepúsculo.

Por fin, un seis de Julio contrajeron matrimonio, ella vestida de blanco se le antojó un ángel caído del cielo. Firmaron en papel lo que hacía tiempo se habían entregado.

Los aleros de los tejados vigilaron, inmutables, las intempestivas madrugadas en busca del sustento familiar, no dolía tanto el gélido despertar como el alejarse de la respiración calmada de sus mañanas. Vivían separados en las tareas, pero unidos en el ser. Tiempos en que aún ambos anhelaban la noche, que volvía a reunirles tras duras jornadas de faena, donde, acompañados de penumbra y ternura, dos almas nacidas separadas, se hacían una.

Los adoquines de la diminuta avenida fueron cómplices de domingos apurados, dónde el traqueteo de los tacones, que escuchaba tras él, le sosegaba, al fin y al cabo, aunque tarde, llegaban juntos a la misa de doce.

Viajaron más de un millón de veces, calle arriba y calle abajo, saludando a las farolas de la misma forma que a las curiosas vecinas, para estallar en carcajadas al llegar a su morada.

Con el tiempo se dieron dos niñas afortunadas en amores. Entre los cuatro cocinaron a fuego lento una familia, pusieron una masa de amor y respeto, la rellenaron de risas embotadas, espolvorearon muchos besos almibarados y lo aliñaron todo con abundante paciencia.

Se sucedieron amigos, conocidos y trabajos diferentes, buenos y no tan buenos momentos, triunfos y pérdidas, pero siempre se mantuvo una constante, el faro que le servía de apoyo y orientación, su amada mujer.

Décadas pasaron, la tierra fue asfaltada, el gas se cambió por electricidad, los asnos por coches y el “¡Agua va!” por el sonido de una cisterna. Las niñas crecieron demasiado deprisa y su amor por las tres aún más.

Un buen día, dos extraños, que se convirtieron en hijos adoptivos, les arrebataron a sus pequeñas. Así, volvió la intimidad de pareja y el silencio cómodo a la casa.

Pasaron los años, y cómo un abrir y cerrar de ojos llegó el merecido descanso en forma de jubilación. Paseos, agarrado a la mano de su media naranja, a las horas en que el sol daba un respiro; trabajo en la huerta para acallar el aburrimiento del que no sabe estar ocioso; tardes de chimenea, historias de radio y besos clandestinos a su compañera, que, con arrugas, seguía siendo la más bella. La pasión desatada de antaño se manifestaba ahora en miradas cómplices, tanto fuego había fundido el par de esencias en un solo corazón.

La juventud de sus “retoñas” dio paso a la niñez de sus nietos a quienes malcrió con ternura.

Todos los indicios presagiaban un futuro halagüeño, pero las nubes, como por casualidad, acertaron a tapar el sol radiante.

Fue una tarde de verano, el cielo se desangraba en rojo, apuñalado por el atardecer. Su mujer decidió llevar las bolsas de basura al contenedor frente a la casa, sólo a unos metros de distancia. Cuando ya se hallaba en la mitad de la calzada, un conductor imprudente, con prisa impuesta y el despiste propio de la juventud, no consiguió frenar a tiempo. Allí quedó tendida, con vida pasada pero no futura. Nuestro protagonista, en el mismo asfalto que sirvió de campo de juegos y complicidad con nietos, hijos y con ella también, tuvo que despedir a su confidente, a su compañera, a la razón de su ser.

La calle no ha cambiado, más que el resto de vías, desde aquel día, pero para él ya es sustancialmente distinta. Sigue pisando los mismos adoquines, pero no logra escuchar el sonido de los tacones por mucha atención que preste; deambula por el asfalto sintiendo el frío de su mano vacía; saluda a las farolas con una aciaga sonrisa que ni el más agravado ciego confundiría con alegría. El joven enérgico que fue, el hombre optimista, incluso el anciano tierno, se fueron, huyeron en el carro veloz de las circunstancias; ahora, en su lugar, un cuerpo sin alma: sólo, abatido, cansado, recorre la calleja de su vida y se acerca al parterre, donde reposan las cenizas de su amada, para regar a diario, con gotas saladas, los susurros que ella le manda en forma de flores.

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