– ¿Pongo el atril en esta bolsa? –preguntó Inés a su tía Julia, que se afanaba en guardar con mimo su violonchelo.

– Sí, por favor –contestó Julia mientras ponía especial cuidado para que la pica no se enganchase en la funda. –Y también los programas que han quedado dispersos por los bancos; así avanzamos más rápido.

– ¡Marchando! –exclamó Inés con entusiasmo, encaminándose hacia ellos.

– Gracias, Inés –añadió Julia, sin apartar la vista del instrumento. –Todo el mundo se ha ido pero aquí sigues tú, siempre estás ahí.

– ¡Pues claro! –respondió Inés, como si para ella fuese obvia su presencia.

El concierto había terminado y la cripta se había vaciado en pocos minutos. La mayoría de los asistentes habían sido familiares y amigos que las aguardaban en un restaurante cercano. Yumiko cerró el piano, recogió sus partituras y se despidió apresurada.

– ¿No viene a cenar? –preguntó Inés al ver que se alejaba por el pasillo central.

– Esta noche trabaja en ese hotel tan moderno que abrió hace un par de años. ¿Cómo se llama? –dijo Julia con los ojos entornados, intentando recordar el nombre. –El que está cerca de la embajada americana.

– ¿El Palladium?

– Ese, no me salía el nombre –contestó Julia aliviada. –Cada vez que venimos a Madrid suele tocar allí por la noche. Se mueve bien nuestra Yumiko ¿verdad?

– ¡Ya lo creo! –exclamó Inés, impresionada. –Y por lo que veo, tiene repertorios para todo.

– En esta profesión, más nos vale.

Mientras recogían, Inés reparó en el silencio que se había apoderado de aquel lugar angosto. Los arcos de ladrillo rojo que se sucedían en el techo abovedado contrastaban con la pintura blanca de las paredes. Le llamaba la atención que apenas hubiera imágenes y objetos religiosos; tan sólo un crucifijo presidía el altar. Tenía la sensación de estar en una iglesia protestante, en las que nada parece distraer a los fieles de su concentración en la oración.

– Gracias por pasar las páginas de las partituras a Yumiko –dijo Julia, reanudando la conversación.

– No me las des más, anda… Soy yo quien debería hacerlo. Si no fuera por vosotras, apenas habría música en mi vida –contestó Inés con resignación mientras apilaba unas sillas.

– Echas de menos la orquesta ¿verdad?

– Mucho, pero ¿cómo podría volver? –respondió Inés un poco airada. –Perdona, Julia, cuando hablo de este tema me hierve la sangre. ¡No puedo evitarlo! Es este trabajo que tengo, que absorbe todo mi tiempo; mejor dicho, absorbe mi vida –añadió con rabia, estirando los dedos de las manos.

– Tranquila –dijo Julia, tratando de apaciguar a su sobrina. –El tiempo irá poniendo las cosas en su sitio.

– No estoy tan segura.

– ¿De dónde viene tanto derrotismo? Tú no eres así.

– Lo que te digo, este trabajo está cambiando hasta mi carácter. Y lo peor es que me duele tener el oboe a la vista; está escondido en el fondo de un armario –dijo Inés con tristeza, pensando en su bien más preciado. –Pero no hablemos de mí –añadió con tono alegre, queriendo zanjar el asunto. –Hoy la protagonista eres tú. Dime una cosa: ¿cómo haces para abstraerte del público y concentrarte en la música?

– Hace tiempo que no lo pienso; igual que hacías tú cuando tocabas en la orquesta, supongo.

– No es lo mismo ser solista que ser uno más del grupo.

– Lo más difícil es comenzar; una vez metida en faena, el resto sale solo –respondió Julia, reflexionando en voz alta y dejando por un momento lo que estaba haciendo. –Es como si no estuviera con el público; en realidad estoy con Brahms, Mozart, Fauré… Sí, eso es, ellos me pautan la forma de tocar: “Sé más expresiva en este compás, más ligera en este otro…”. Y entonces siento como si su música pasase a través de mí –añadió mientras reanudaba su tarea.

– ¡Hay que ver lo que disfrutas tocando! –exclamó Inés, valorando la respuesta introspectiva de Julia.

– No seré yo quien diga lo contrario; la música es mi vida –dijo Julia, satisfecha. –Aunque haya tardado tiempo en darme cuenta –añadió después de una breve pausa.

– ¡La propina os ha quedado genial!

– El Humoresque es sinónimo de éxito –contestó Julia sonriente, atribuyendo todo el mérito a Dvořák.

– ¡No seas modesta! Lo habéis interpretado muy bien. Muchos no podían dejar de mover la cabeza –recordó Inés.

– No ha estado mal. En cambio, la Suite nº 1 no ha salido como yo esperaba; he fallado en un compás.

– ¡Pero si ha sonado increíble! –exclamó Inés, rebatiendo la autocrítica de Julia. –Ni me he dado cuenta, ¡en serio! De todos modos, seguro que Bach te lo perdona –añadió.

– Ya me conoces, soy yo la que no se lo perdona. Así somos los músicos, siempre en busca de la perfección.

– A mamá le pasaba igual con sus acuarelas.

– Lo recuerdo; si no le gustaban las tiraba, ¡y a mí me parecían preciosas! Con el tiempo he comprendido por qué lo hacía. Supongo que la pintura y la música tienen muchas cosas en común, y Beatriz y yo en ese sentido también: las dos nos exigimos mucho.

– Has mejorado un montón. Fue un acierto irte a Londres para aprender al lado de Kenny Wilder.

– ¡Ya lo creo! Es el mejor violonchelista que ha tenido la Filarmónica de Londres en los últimos tiempos. Fue como hacer un máster avanzado.

– Se nota que te ha servido; cada vez se te ve más suelta y relajada –reflexionó Inés, identificándose con el sentido de la responsabilidad que siempre demostraba Julia. –¿Guardo estas partituras en la carpeta?

– Sí, y métela luego en la bolsa del atril –contestó Julia. –¿Te gusta? La compré en Praga; fui hace un par de meses para dar un concierto con un pianista catalán.

– ¡Praga! ¡Me encantaría conocer esa ciudad! –exclamó Inés, dejándose caer en una silla.

– Te gustaría, estoy segura –aseveró Julia. –La música está en el ambiente, da la sensación de que los checos han nacido con una partitura bajo el brazo.

– ¡Qué suerte! –dijo Inés, levantándose de nuevo y llevando la silla hacia donde había apilado las demás.

– ¡Adivina qué tocamos de propina!

– ¿El cant dels ocells?

– Sí, gustó mucho.

– A Nat le encanta esa obra.

– Por eso te lo digo.

– Se la enseñaste tú ¿no?

– Sí, aún era muy pequeña y tocaba con ese miniviolín. ¡Qué rica era! Le regalé el CD del concierto que dio Pau Casals junto a Schneider y Horszowski para los Kennedy. Lo escuchaba una y otra vez –dijo Julia, evocando el recuerdo de aquellos ratos con una sonrisa.

– La impresionaba que hubiesen tocado en La Casa Blanca, como lo había hecho su padre aunque muchos años después. Ya entonces tenía sensibilidad para la música.

– ¿Y qué tal le va a mi sobrina-nieta? –preguntó Julia. –¡Madre mía! Me oigo y no puedo creer que sea tía-abuela a mis cuarenta y siete años. ¡Si soy una jovenzuela! –añadió, llevándose una mano a la cabeza.

– ¡Acaba de cumplir trece! Está muy contenta con sus clases aunque ya conoces a Howard; es aún más perfeccionista que nosotras –dijo Inés, refiriéndose a su cuñado y sacudiendo una mano mientras ladeaba la cabeza. –La presiona mucho pero ahí está Valeria para contrarrestar. ¡Menos mal que a Nat le apasiona el violín! Diría que tanto como a Howard y a ti el violonchelo.

– Sí, tu hermana es más templada y tiene los pies en la tierra. Supongo que para alguien que quiere dedicarse a la música es duro que su padre sea el director de la Sinfónica Nacional de Washington. A ver si un día podemos tocar juntas.

– Sería estupendo.

– Por cierto, tengo algo para ti; lo compré en Praga precisamente –dijo Julia, tendiéndole un pequeño paquete envuelto en papel de regalo.

– ¡Gracias! –exclamó Inés. –¡Cómo eres!

– Es mi forma de agradecerte que siempre estés disponible para nosotras.

– ¡Pero si me encanta hacerlo! Ya lo sabes –dijo Inés, al tiempo que desenvolvía ilusionada un fular de seda azul en degradé. –¡Es precioso! –exclamó mientras se lo ponía.

– Te sienta bien –comentó Julia mientras recibía un sonoro beso de Inés en la mejilla. – Anda, vamos –añadió, ofreciendo su habitual resistencia a las demostraciones de afecto.

– Además, tiene el color de tus ojos. ¡Me encanta! –dijo Inés con entusiasmo mientras lo miraba, tratando de colocárselo bien.

Después de comprobar que todo estaba en su sitio, Julia cargó a la espalda su Romberg Stradivarius, en el que había invertido parte de su fortuna; lo había adquirido por una cifra astronómica en una subasta durante su estancia en Londres y nunca se separaba de él. Inés cogió la bolsa con el atril y las partituras, y las dos se dirigieron hacia las escaleras por las que se abandonaba la cripta. Cuando salieron a la calle ya había oscurecido; los comercios habían cerrado, las farolas estaban encendidas y los faros de los coches destellaban. Aquella noche primaveral, la temperatura era agradable y una ligera brisa les acariciaba el rostro.

– Creo que me he quedado corta con la reserva –reflexionó Julia mientras caminaban hacia el restaurante.

– No te preocupes, nos las arreglaremos. Esa es la seña familiar ¿no? Donde comen veinte, comen cincuenta –contestó Inés, contagiando su risa a Julia.

– Tienes razón. Seguro que tu madre estará organizando las mesas para que todos puedan sentarse; no conozco a nadie tan dispuesto.

– No tengo claro que esta vez tome la iniciativa. Lleva unos meses bastante apagada. No sé qué le ocurre pero no es ella, está apática, desganada.

– No me ha dicho nada.

– Ya la conoces, a veces es impenetrable. Y como vives en Barcelona, tampoco es fácil que te hayas dado cuenta.

– Pero hablo por teléfono con tu madre bastante a menudo y no he notado nada –insistió Julia.

– No querrá preocuparte; tampoco a mí me ha dicho qué le pasa, pero yo la encuentro rara… Y triste, sobre todo triste.

– Me inquieta lo que dices, Inés. Esa no es su forma de ser, Beatriz es fuerte y luchadora –porfió Julia, frunciendo el ceño y tratando de buscar una explicación.

– Además, ahora está atravesando un momento complicado con vuestros hermanos, parecido al que viviste tú hace años, aunque por otros motivos. Eso le está robando mucha energía –se lamentó Inés.

– Sé lo mal que debe de estar pasándolo por ese asunto y lo siento de veras… pero no puedo ayudarla –dijo Julia, negando con la cabeza. Su voz transmitía un sentimiento de insalvable impotencia. –Recuperar la herencia de mi padre me ha costado años, dinero y, lo que es peor, grandes decepciones y mucha frustración. Como era tan pequeña, Esteban y Carlos hicieron con mi parte lo que les dio la gana. Todavía me cuesta aceptar que mi madre apoderase sólo a sus hijos varones para gestionar el patrimonio familiar cuando enviudó.

– La sociedad de entonces era así de machista –dijo Inés, justificando la decisión de su abuela Rosalía. –Por suerte, los tiempos cambian.

– Además, en esa época no se educaba a las mujeres para eso. De todos modos, yo era menor de edad; poco hubiera podido hacer… Y así me encontré después con semejante pastel. En fin, he acabado tan quemada que no quiero oír hablar del tema; nuestros hermanos no tienen freno.

– Te entiendo, tú sólo quieres pasar página y disfrutar de la vida ahora que todo ha terminado –dijo Inés, que admiraba el tesón y la valentía de Julia. –No te preocupes, ella está tratando de asesorarse.

– Hace bien, porque hasta para ellos es difícil entender los líos que tienen entre manos. A veces no sabía si no me decían las cosas porque no se aclaraban o porque querían ocultármelas –comentó Julia. –En cambio, tu madre siempre me ha ayudado. ¡Cuando pienso en todo lo que se movió para que pudiese tocar en París! Va adonde haya que ir y habla con quien tenga que hablar hasta que consigue lo que quiere; hay que valer para eso.

– Por ti haría lo que fuera, de eso estoy segura –afirmó Inés, levantando sus finas y arqueadas cejas claras mientras asentía con la cabeza. –Además, se le dan bien esas cosas y disfrutó mucho gestionando aquel concierto. Hasta se hizo amiga del organista de San Eustaquio, ¿te acuerdas? ¡Ojalá hubiera podido ir! –se lamentó, tras una breve pausa.

– No le des más vueltas: hay veces que no podemos hacerlo todo.

– En mi caso, no es tanto que no pueda hacerlo todo como que no puedo hacer nada.

– Ya sabes lo que creo: vales para cualquier cosa, Inés. Piensa bien qué te gustaría hacer y ve a por ello, nada te hará sentir mejor que cumplir tu sueño.

– El problema es que tampoco lo tengo claro; al ser abogada, no es fácil entrar en el mundo del arte. Un amigo me ha hablado de un despacho que asesora a galeristas y coleccionistas en temas de fiscalidad, de compraventa de obras de arte y esas cosas… Pero supondría seguir vinculada al mundo del Derecho y prefiero romper con eso.

– Tranquila, hay muchas vidas posibles; el tiempo pondrá delante de ti las claves para identificar la mejor entre las tuyas. Sólo tienes que estar atenta y, cuando estés segura de lo que de verdad deseas, luchar por ello. ¡Mírame a mí!

– Ya –contestó Inés, reflexiva. –Fuiste muy valiente dejando atrás la Psicología, pero en mi caso lo veo complicado.

– Una decisión así no es fácil para nadie, Inés. A mí también me costó conectar con mi deseo de ser violonchelista profesional. Supongo que había permanecido cubierto de telarañas hasta que, poco a poco, logré ir liberándome de ellas. Marcharme a Barcelona me ayudó mucho. Y un buen día me lancé, así que ¡ánimo! –dijo Julia con tono enérgico, poniendo la mano en el hombro de su sobrina. –También Balbina tuvo mucho que ver. Hacía tiempo que no la veía. ¿Cómo está? La he encontrado un poco desmejorada.

Balbina era una mujer de unos setenta y cinco años, entrada en carnes y con unos ojos de color aguamarina que contrastaban con el negro azabache de su pelo, siempre recogido en un moño italiano perfecto. Había sido la profesora de música de las tres hijas de Beatriz desde muy niñas. Cuando Julia la conoció, ya sólo le daba clases a Inés, que por entonces tenía catorce años. Valeria hacía tiempo que residía en Estados Unidos y Adriana había dejado los estudios musicales el día que comenzó los universitarios. A sus veintiséis años, Julia afrontaba el mismo curso de solfeo que Inés. Beatriz la animó a trasladarse a Madrid para que lo preparasen juntas con Balbina. Las horas compartidas durante aquellos meses propiciaron una unidad especial entre las tres. Pero de eso hacía ya muchos años y, desde su regreso a Barcelona, Julia había visto a Balbina en contadas ocasiones; esa noche quería aprovechar la oportunidad de sentarse junto a ella en el restaurante.

– Ya sabes que se jubiló a los setenta –contestó Inés, recolocando la bolsa en su hombro para cargar bien el peso. –Y ya no da clases particulares tampoco. Anda regular de salud pero sale bastante; siempre está de acá para allá, que si concierto, que si cine, que si teatro…

– Eso está bien. ¿Recuerdas el año que nos preparó para quinto de solfeo y segundo de coral?

– ¿Cuánto hace? Más de veinte años ¿no? Lo pasamos en grande con aquellas canciones populares. ¡Y quién me lo iba a decir! Ahora a Nico le chiflan. ¡Si le vieras! Se queda mirándome muy serio, con esos ojitos azules bien abiertos –explicó Inés, gesticulando para agrandar los suyos con los dedos.

– Ese sobrino tuyo es un muñeco. Hace tiempo que no lo veo. Adriana sigue viviendo en Pamplona ¿no?

– Sí, tampoco nosotras los vemos mucho; bueno sí, por Skype, igual que a Nat, Valeria y Howard; algo es algo.

Al fin llegaron al restaurante. Julia había reservado la planta superior para la familia y los amigos que habían ido al concierto. Inés se quedó a tres escalones de ella, observando conmovida cómo todas aquellas personas se levantaban de sus sillas, dedicándole a su tía sonoros aplausos con caras de alegría y reconocimiento.


SINOPSIS

Abogada en la treintena, Inés vive sola en un bonito apartamento en el centro de Madrid. Su trabajo en uno de los despachos más reputados de la ciudad le ha proporcionado una situación económica desahogada. Sin embargo, no es feliz, se siente insatisfecha; su trabajo no le gusta y, lo que es peor, la ha separado de la música, la gran pasión que desde su adolescencia la unió para siempre a su tía Julia. Marcada por una infancia dolorosa y criada en un ambiente familiar asfixiante, Inés no termina de encontrar el amor y le parece estar viviendo la vida de otra persona. Su agobiante profesión la ha sumergido en una deriva que la aleja cada vez más de sus propios anhelos. Incapaz de salir de ese remolino que la ahoga, la repentina enfermedad de dos de sus seres más queridos –su madre, Beatriz, y su tía Julia– será el revulsivo que necesita para enfrentarse a su realidad e iniciar un proceso de búsqueda que, de una vez por todas, la conducirá a tomar las riendas de su propia existencia. Emprenderá así un viaje interior con una mirada compasiva hacia su pasado que le abrirá las puertas a un futuro distinto del que, resignada, se había imaginado para ella. Valiente, sincera y decidida, estará dispuesta a todo con tal de aprovechar la nueva oportunidad que la vida le brinda.

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