El legado de un genio

El legado de un genio

Javier Reiriz

24/03/2022

«La obra tendrá que estar terminada dentro de un mes, sin retrasos de ningún tipo. Percibirás por ello la suma acordada», —dijo secamente el criado del Conde F., retirándose tan rápido como había llegado—. La abominable máscara que le cubría el rostro parecía más una continuación de su cuero cabelludo que una careta.

Wolferl cerró la puerta cuando el criado se hubo marchado. Se encaminó con dificultad hacia una silla y se dejó caer pesadamente en ella. Su enfermedad avanzaba rápidamente, por lo que era consciente de que no le quedaba mucho tiempo. Si se ponía rápidamente a la labor tal vez le diese tiempo a terminarla. A pesar de ser un hombre tremendamente religioso, escapaba de los dogmatismos propios que la religión imponía en la época; sin embargo, sopesó el encargo al detalle. Sabía que de llegar a realizarla sería su ópera prima, una obra sublime que sacaría a relucir lo mejor del género humano. No la había empezado todavía, pero le parecía tener ya encajada la obra en su mente. Sólo hacía falta recuperarla y transcribirla al papel, para solaz suyo y de toda La Humanidad.

Trabajó día y noche, de manera que su precaria salud se fue deteriorando aún más deprisa. 
—No puedo retrasarlo, puesto que tu hora ha llegado y eso no puede ser prorrogado —le explicó pausadamente la muerte—. Sí puedo acceder a la petición de hacer llegar a tus discípulos las indicaciones que quieras dar para que acaben la obra por ti. Les llegará la inspiración, pero no sabrán nunca que eres tú realmente el autor de esas páginas. 

 Así fue. Desde el «más allá», Wolferl dirigió con maestría a sus tres discípulos y la obra fue terminada en tiempo y forma. Cuando el criado del Conde F. pasó a recoger el encargo, la viuda del músico recibió el dinero acordado; dinero que, dicho sea de paso, le venía muy bien, puesto que su situación a la muerte de su esposo era de lo más precaria.

Los ojos del Conde F. parecían salírsele de las órbitas cuando terminó de estudiar la partitura. Tardó un buen rato en salir de su asombro, dada la calidad y grandiosidad de la obra, La había encargado para que fuese interpretada en las exequias de su difunta esposa, pero el encargo tenía, en realidad, otros fines más sombríos. La débil sonrisa que apareció en su rostro fue creciendo a medida que se encaminaba hacia la butaca cercana a la chimenea. Bajo la cálida luz de la lumbre, la tímida sonrisa dio paso a una sonora carcajada.

Y llegó el día del estreno. Todo estaba dispuesto y bien organizado. La sala, llena a rebosar de gente de toda condición, permanecía expectante y en silencio. Wolferl, desde su privilegiada posición, suplicó al Guardián del «más allá» que le dejase ver la representación. Éste, al principio, puso serias trabas, pero dada la insistencia del músico, accedió al fin, no sin antes advertirle que no se alterase viese lo que viese y oyese lo que oyese.

La música irrumpió con una fuerza arrolladora. Los acordes, de una grandiosidad inimaginable, flotaron por la sala buscando alojarse en las mentes de los asistentes. Al rato, todo el auditorio estaba extasiado por el elixir que tan gentilmente los embriagaba y los mantenía atados a sus butacas. Wolferl escuchaba muy atento y asentía. De vez en cuando su semblante se torcía, como dando a entender que ese pasaje no había sido resuelto como él lo había concebido.

Al cabo de una hora la función llegó a su fin. El público permaneció en silencio durante lo que pareció una eternidad. Un espectador se levantó y comenzó a aplaudir y a lanzar vítores, y ya todo el auditorio se puso en pie reclamando al autor. El director de la orquesta salió al escenario y llamó al compositor para que recibiese el reconocimiento del gran público. Entre salvas de aplausos salió el Conde F., lleno de júbilo y haciendo reverencias al respetable. Cuando estuvo a la altura del director el publico dejó de aplaudir y enmudeció. La misma persona que se había levantado para aplaudir la obra comenzó a silbar y todo el auditorio le siguió. El Conde F., enrojecido visiblemente por la humillación, abandonó el escenario a la carrera, alzando los brazos en señal de protesta y lanzando amenazas a la concurrencia.

Wolferl se había quedado sin habla. Miró al Guardián como pidiendo alguna explicación y éste le hizo una seña con la mano para que tuviese paciencia, que la escena no había acabado.

La gente comenzó a gritar y a exigir la comparecencia del autor. Parecían intuir la autoría y no se iban a dejar engañar. La viuda de Wolferl apareció en el escenario y llamó a los tres discípulos, que aparecieron en escena, sorprendidos e inseguros. El auditorio, esta vez sí, rompió en vítores y alabanzas hacia el Requiem, y estuvo aplaudiendo a sus autores largo rato, tiempo en el que tuvieron que salir y volver a entrar buen número de veces. Mientras, Wolfgang Amadeus Mozart, desde las alturas, cerraba el puño y disfrutaba a título póstumo de uno de los mayores éxitos de su fecunda carrera.

Obra musical: Requiem K626 (introitus)

Autor: Wolfgang Amadeus Mozart

Director: Sir Georg Solti

Wiener Philharmoniker

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