Tres años después de conocer a Celia.

Esta mañana me llamó mi abogado. Hoy es domingo, el día de la semana que se asocia al descanso, a la desconexión con el mundo. No es el más apropiado para comunicarme que el juez que se ocupa de mi caso emitirá el lunes una orden de prisión preventiva y tendré que ingresar en la cárcel.

No entiendo nada de leyes. Le pregunté cuánto tiempo podría durar mi encarcelamiento pero no me respondió con claridad. He aprendido que los abogados son parecidos a los médicos, no siempre cuentan lo que saben; quizás lo hacen por prudencia, por no anticipar el miedo o por guardarse un as en la manga como los magos con el conejo de su chistera. Ya habrá tiempo de dar las malas noticias en toda su dimensión sin filtros ni tamices. Prometió decirme más cuando tenga los papeles y las condiciones de mi ingreso estén claras.

Después de hablar con Serrano, su desapego cae a plomo sobre mi ánimo. Hace unas semanas, cuando la prisión era una hipótesis poco probable, confiaba en una salida, en que la espiral que engullía todo a su paso se diese por satisfecha y me diera un respiro. La mala fortuna se ceba conmigo, me persigue. Se abre un vacío en mi estómago como si hubiera padecido el hambre de mil días. Me siento en mi sofá gris y miro a través de la ventana. Fuera, Madrid continúa viviendo arrastrando su estridencia, ajena al cataclismo que se cierne en mi vida.

La necesito a mi lado. Pero Celia no está en casa, no hemos dormido juntos. Hace cinco días cogió un vuelo a Alemania. “¿Estarás bien?”, me preguntó tras el beso fugaz. Llevaba en su brazo sus traducciones y el trabajo que expondría en la convención que la arrancaba de mi lado. “Claro, tranquila. En unos días estarás de vuelta. Te recogeré en el aeropuerto”, le había respondido.

Ya no será así. Tendrá que volver en taxi a su piso del centro. Dudo si enviar un mensaje avisándola de lo que acaba de decirme Serrano. No puedo tenerla cerca pero al menos, me quedará su preocupación. Saberla rogando por mí, me reconforta. Es un amor limpio, sin contaminar; el amor de Celia.

El sonido del teléfono me arrebata la calma que intento mantener como una balsa de salvación. Es Ingrid. Debe de haberse enterado de todo por Serrano. Normal, es ella quien paga la minuta del abogado y la tiene bien informada. Dejo que suene y no contesto. Sé que va a insistir pero no quiero hablar con mi madre. El peso que desprende, incluso al teléfono, se enredaría a mi alrededor y no tengo a Celia para ayudarme a deshacer los nudos. Me enfrento al cristal de la ventana y el frío del vidrio me atraviesa. No me estremezco porque no siento nada. Es el mismo frío que hace tiempo traspasó mi pecho, mis brazos, mi cuerpo.

¿Dónde estás, amor, ahora que te necesito tanto?


Un año después de conocer a Celia.

Atravesábamos nubes cargadas de tormenta y el avión oscilaba en pequeñas sacudidas. Celia me dijo que se encontraba mal. Quise ser cariñoso acercando mis labios a su oído pero no me contestó. Como único signo de afirmación, apoyó su mano en mi brazo, una mano caliente, recordatorio de que, a pesar de su mareo, seguía siendo la misma. Mantuvo su silencio con la cabeza volteada hacia la ventanilla y los ojos cerrados, hasta que aterrizamos. La isla nos recibió con la comparsa de lo habitual: el calor húmedo, el ir y venir de los turistas, camisetas de colores, chanclas y tacones, las maletas que no llegaban, buscar un taxi que nos acercara al hotel. Nada desconocido para mí. Sin embargo, en esos momentos, cada inconveniente era mal recibido; una molestia insoportable. En aquel tránsito apenas intercambiamos cuatro palabras. Celia se parapetó tras sus gafas de sol. Cuando la miraba, elevaba sus ojos y me sonreía apoyada en mi brazo. Se aguantó hasta el hotel y, una vez allí, ya no pudo más.

—Marcos, me encuentro mareada, tengo náuseas —me dijo.

—Ahora te tumbas tranquila y descansas un rato —contesté enlazando mi brazo alrededor de su cintura en un afán de apropiarme de su malestar y liberarla, puesto que los dos sabíamos que no había demasiado tiempo para ese reposo necesario. La boda se celebraría la mañana del día siguiente y si Celia no se recuperaba, uno de los dos tendría que llamar a la novia para decirle que no podríamos ir a la ceremonia. Se enfadaría, eso seguro. Elena Alonso no era mujer que admitiera inconveniencias inoportunas. Además de la novia, era la madre de Celia, dos títulos que le otorgaban autoridad suficiente para ofuscarse y opinar. Ella y Arístides se hospedaban en la suite nupcial, en el mismo hotel que nosotros y otros invitados a la boda. Querría acercarse a nuestra habitación para ver a su hija, asegurarse de su malestar, de la gravedad de su mareo; le quitaría importancia.

Celia se había tumbado sobre la cama, sin levantar la colcha. Opté por concederle una tregua sin preguntas que no tendría ganas de contestar. Es una mujer muy sensible a los cambios, como si su cuerpo se rebelara contra altitudes o calores excesivos no previstos. Por entretener el tiempo, sobre la cama libre, abrí una de las maletas pero el ruido de fondo trajinando con nuestras cosas la espabiló. Se incorporó sobre uno de sus brazos desnudos. Su pelo castaño se había soltado de la coleta y parecía haber llorado.

—¿Qué pasa? —preguntó asustada.

—Nada, duérmete otra vez. —Y me acerqué a arroparla con la parte libre de la colcha que cubría la cama—. Siento haberte despertado —añadí en un susurro.

Pasé mi mano por su frente húmeda y tanto debí de reconfortarla que cayó sobre la almohada como en estado de coma, sus ojos de nuevo cerrados, envueltos en una aureola azul. Me mantuve a su lado, sentado en la cama, mirándola. Acurrucada con la mejilla sobre su antebrazo, parecía una niña pequeña. Me hubiera gustado besarla pero no me atreví por miedo a despertarla otra vez. Transcurrieron unos minutos en los que su respiración se calmó. Pareció dormirse y por no importunarla, me quedé quieto con la cabeza apoyada en el cabecero de la cama. Caía la noche y por la ventana abierta entraba un aire ligero. Pensé que lo mejor era salir a pasear mi espera por el jardín y relajarme con el deambular de la gente que llegaba y se iba. Solo acerqué mis labios a su oído, como hiciera unas horas antes, y le dije en un hilo de voz:

—Me bajo a la terraza. Si necesitas algo, llámame. Dejo tu teléfono sobre la mesilla.

Entreabrió los ojos y me miró unos segundos para retornar a ese sopor que yo, inoportuno, había interrumpido.

Salí cerrando la puerta con cuidado y bajé hasta la recepción. Encontré cierto revuelo, algunos huéspedes que llegaban pero ninguno conocido. Lógico, pensé, la mayoría de los invitados estarán en sus habitaciones colocando en los armarios sus mejores galas y la novia, como una abeja reina inmensa y poderosa, preparándose a conciencia para salir del brazo de Arístides que la adoraba de esa forma incondicional que solo algunos hombres son capaces de ofrecer. En casi todo, aquel hombre transigía con Elena. Era de esperar que la boda se hubiera previsto conforme a sus gustos y apetencias. En realidad, nada nuevo o diferente; siempre había sido así desde que conocí a la madre de Celia.

Me resultó fácil retornar a ese momento puesto que había tenido lugar hacía un año, en esta misma isla, cuando no hacía ni dos semanas que había conocido a la hija. En aquellas vacaciones, algunas mañanas Celia bajaba la escalera de madera que llegaba a la playa con una bolsa al hombro, calado su sombrero y protegida la vista por unas gafas que le daban el porte de una celebridad. Yo entretenía la mirada a pesar de que, al primer vistazo, hubiera quedado descartada. Y es que no tenía nada que ver con el tipo de mujer que normalmente me atraía, no por fea o sobrada de kilos, demasiado bajita o falta de una talla mínima de sujetador, sino porque era de las que yo enmarcaba en la categoría de mujeres inaccesibles. Demasiado esfuerzo para un resultado en ningún caso garantizado.

Así se hubiera quedado, como la bella imposible por ausente y nada consciente de la presencia de los hombres ni en esa playa ni en el mundo. Apartada por mi visión que no encontraba reflejo en su mirada, solo pendiente de su libro y su teléfono. Si coloqué a Celia en el tabloide de las desechadas, no por ello dejé de observarla. Me gustaba ver cómo se movía. Pausada y lenta, sin prisas. El reloj se tomaba su tiempo cuando bordeaba su silueta, sus manos sujetando un libro con los dedos para no perder la página. Ahora sé que no me cansé de entretener la mirada por haber encontrado una estampa de armonía no fingida, como quien deposita la mirada en un atardecer y queda atrapado por los consabidos colores anaranjados y violetas. Pero hace un año no sabía ni esto ni otras muchas cosas que averigüé más tarde de otros y de mí.

Una semana antes de tomar el avión de vuelta, continuaba disfrutando de la vista de la mujer desconocida sentado en un sillón de la terraza del hotel donde ambos nos hospedábamos. Fue una de aquellas noches y ocurrió porque me pilló desprevenido. Sencillamente, no lo esperaba, menos de una fémina que parecía aletear un metro sobre el suelo en un vuelo que la librase de los pesados de este mundo. Levantó la cabeza y dirigió su mirada hacia mí. Ese breve gesto unido a su sonrisa casi me hizo saltar del sillón. Sin saberlo, ella jugaba con ventaja. No hay cosa que más enardezca los sentidos y despierte el sexo dormido que la impresión de poder alcanzar lo inaccesible. Todo se junta: la lujuria y la avaricia, la soberbia y la vanidad; todos ellos pecados capitales vinculados a la seducción.

No lo pensé y me acerqué. Hablamos un rato en una conversación trivial. Girada hacia mí, con gestos lánguidos utilizaba sus manos al hablar. Poco a poco, la tensión del primer acercamiento fue cediendo, aflojando sus cuerdas entorno a los dos. Me fascinaba la imagen de su cadera inclinada sobre el taburete. En cada cruce de sus piernas balanceaba su cuerpo. Andaba pendiente de esos giros sutiles cuando pronunció una última frase de despedida. Ella hablaba y yo no la escuchaba. Solo la miraba, de pie, elevada sobre sus sandalias. Sin embargo, no me salté los pasos marcados de antemano, los conozco bien y constituyen un decálogo necesario para no meter la pata en los primeros acercamientos. Sin esperarlo, conseguí que aceptara cenar conmigo la noche siguiente. Aquel encuentro cambió todos mis planes de regreso. Para mi sorpresa, Celia me encontró interesante y me hizo un hueco en su cama del hotel. No podía creer en mi buena suerte; todavía ahora, sabiéndola conmigo, en ocasiones la observo a escondidas y cruzo los dedos a mi espalda en un absurdo gesto supersticioso, invocando a mi buena estrella para que no deje de verme con los ojos benévolos de aquella noche.

En nuestros primeros días juntos, me anclé a la mirada de Celia. Después, su calma apaciguó cualquier remordimiento. Es lo que más he agradecido de esta mujer; que unió las piezas sueltas del tapiz de mi existencia. Sobre todo porque cuando la conocí, algunas personas se mantenían en una cuerda floja que no sabía cómo sostener. Casi todas han sido mujeres, y unas cuantas me han dejado. Creo que cuando se daban cuenta de que yo no soy lo que parezco, se sentían decepcionadas o traicionadas. No lo sé. Lo cierto es que desaparecían dejando atrás una barra de labios, alguna prenda íntima abandonada en mi cuarto de baño, una camiseta o un olor sibilino que había penetrado más allá de mis sábanas de algodón. A todas las he echado de menos de alguna manera. No en el sentido amoroso del término, eso sería absurdo e infantil. Simplemente, con un gesto, una palabra o una caricia dejaban algo de ellas sumado a mis días que, al recordarlas, me hacía sentir feliz por haberlas conocido.

Mi madre Ingrid, aparte de Celia, solo ha conocido a una de esas efímeras mujeres. Una azafata con la que aprendí a comer ostras. Apenas recuerdo su rostro, se ha desdibujado en difusos contornos. Me queda un color de pelo y el destello de unos ojos grandes. Lo que todavía saboreo en el paladar es el sabor del pan negro y la mantequilla salada; eso y el sonido del mar batiendo los escarpados acantilados de la costa. No hubo tiempo para mucho más.

Ingrid hizo acto de presencia en un encuentro propiciado por el afán de pesquisa que despliega cuando alguna fémina comienza a dejar su huella en mi tiempo. Quiso acompañarnos a una exposición en el museo Thyssen, creo que era sobre los impresionistas. Vive en el norte de Madrid, en un piso donde cocina guisos que te trasladan a su tierra, una ciudad en el centro de Alemania que yo no conozco. A pesar de la distancia y la pesadilla del tráfico llegó con una puntualidad meridiana. Cenamos juntos y charlamos de cosas concretas, tangibles; pocas veces nuestras conversaciones divagan sin rumbo intercambiando soplos del día, nimiedades de las que tomamos conciencia solo al contarlas a otro que nos escucha. Conseguí relajarme y disfrutar de la comida. Creí que todo iba bien, que nos estábamos comportando como seres civilizados en un educado intercambio de gustos y opiniones. Fue la última vez que vi a mi azafata. Lloraba frente a su portal cuando me despedí de ella, sosteniendo un pañuelo para acallar sus lágrimas. Un llanto desconocido, era la primera vez que lo hacía en mi presencia. Quise justificar a Ingrid. “Es así, no le hagas caso, es alemana y son distintos a nosotros. En fin, mujer, no te lo tomes a mal”.

Quizás yo estuviera acostumbrado al carácter de mi madre y dejaba a un lado la dificultad de los demás con ciertas cosas suyas. Siempre ha sido así. Cuando nos vemos, la llamo Ingrid y ella a mí Marcus. Es la única persona que no ha traducido mi nombre al castellano. Le gusta pronunciarlo con énfasis, acentuando la “u” final como una distinción sobre los demás. Está muy orgullosa de su origen germano, de su hijo, de todo lo suyo. Bueno, de todo no. De mi padre nunca se enorgulleció. De niño, no podía evitar mirar a aquel hombre pequeño y que un sentimiento de congoja se aposentara en mi pecho. Ingrid llegaba a casa tras las clases de matemáticas que impartía en la universidad Complutense y mi padre y yo salíamos al parque del barrio. Subido a los columpios, me empujaba en cada vaivén alentado por mis gritos de alegría. Se hacía de noche y volvíamos corriendo. Me cogía de la mano para no dejarme atrás. Cuando llegábamos a casa, Ingrid se enfadaba: “¿Qué horas son estas?, el niño tendría que estar ya en la bañera”. El tacto de la mano de mi padre arrastrándome escaleras arriba era cómplice de nuestra travesura. Los rebeldes que llegaban con retraso se regodeaban porque se habían divertido. Eso me queda de él. Después se divorciaron. Mi padre se fue de casa aunque durante un tiempo venía a verme y volvíamos a nuestros columpios. Al principio, mi madre no puso objeciones a sus visitas; hasta que una tarde vino con una mujer y les acompañé a tomarse un café en el bar de nuestro parque. Me pareció muy guapa y simpática, y más joven por su forma de hablar, su risa. Es increíble pero todavía recuerdo su olor, como a flores. Ingrid se enteró de la nueva presencia y le prohibió a mi padre que relacionase a la mujer conmigo. Fue una etapa gris y triste. En el rincón de mi habitación lloraba. Era un llanto silencioso, casi mudo. No quería que mi madre escuchase mi lamento.

Actualmente, mi padre y yo nos hemos distanciado. Le veo un par de veces al año y en los primeros instantes me alegro sinceramente de nuestro encuentro. La última vez incluso sentí el impulso de abrazarle. Al rato, esa alegría se va deshaciendo y se transforma en una languidez que nos hace despedirnos cansados de estar juntos. Le veo alejarse hacia su coche o el taxi que le espera. No logro imaginar a mis padres juntos. No sé por qué se casaron, aunque algunas preguntas tienen, a veces, una explicación muy sencilla.

Ha sido la presencia de Celia la que ha catalizado estos cabos sueltos. Desde nuestro primer verano en la isla, me rendí a la maña natural de esta mujer para llevarme al remanso que lleva consigo. Se lleva bien con mi madre y la complacencia de Ingrid hacia ella es para mí todo un misterio. Ahora, después de los sinsabores que han reventado mi vida me doy cuenta de que Celia ha levantado el telón de fondo descendido desde que era un niño. Lo pienso y creo que lo que ha ocurrido es que esta mujer traía consigo el bagaje que le había otorgado tener una madre como Elena Alonso.

[…]

SINOPSIS

Tras recibir la llamada de su abogado comunicándole su próximo ingreso en prisión, Marcos Vergara se encuentra al borde del abismo. Se inicia un viaje hacia su pasado que desvelará los secretos no confesados a Celia, la mujer que ama. A través de la huella dejada por su madre, Ingrid, y por Elena, la seductora madre de Celia, Marcos perfila el papel de todas estas mujeres en lo ocurrido desde que el amor se cruzó en su camino hasta que la muerte desmontó su vida, cambiándolo todo para siempre.

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