Apertura


. Allegrissimo: Sangre


Hasta en las cortinas había manchas. La sangre, de un carmesí tan puro que no admitía especulaciones, parecía haber alcanzado cada rincón de la estancia; estaba presente tanto en el sofá (los surcos de una una mano que se había intentado sujetar, resbalando), como en la carísima alfombra de Tabriz —orgullo de la señora Quiroga—, que soportaba un enorme charco en el centro y otro, menor, en la esquina más alejada. Ambas se habían extendido y continuaban por el suelo en lo que, claramente, eran marcas de arrastre. Dos tazas hechas añicos, la tetera rota y un platito pequeño descascarillado (del otro no había señales), se esparcían por el suelo y la misma alfombra, y hasta se apreciaban algunos trozos debajo de los antiguos y bien cuidados muebles, malogrados en el violento golpe. En el suelo también era visible la bandeja de metal apoyada sobre la mesa auxiliar y, en su canto, más sangre. Nada parecía faltar en el aparador que contenía la plata ni tampoco en las mesas pequeñas, donde había objetos de valor (un cenicero de plata, un dedal de oro, alguna figurilla…). Tampoco vio signos de que los demás muebles hubiesen sido revueltos y en sus estantes repletos todo tenía aspecto de estar en orden. Demasiado orden, desde luego, en contraposición con la salvaje escena y la cantidad de sangre que lo salpicaba todo.

El policía que estaba de guardia ayudaba al fotógrafo de su oficina para que no pisara o alterara nada en el escenario del crimen. Los dos cadáveres estaban alineados y era evidente que alguien les había juntado adrede, arrastrándoles hasta aquel rincón de la sala. El agente de la cámara tenía dificultades para aproximarse más a ellos sin pisar los largos surcos que habían dejado al desplazarlos. Aun así y con ayuda del otro, que le sujetó mientras planeaba sobre ellos con dificultad, apoyándose en un sillón de orejas, hizo equilibrios y malabares, y alcanzó a inmortalizar sus rostros casi irreconocibles por la profusión de golpes, heridas feas y más sangre. El olor característico de ésta también lo inundaba todo, y en cuanto entró en el salón el inspector Marco lo percibió de golpe.

Se detuvo en seco junto a la puerta al ver que los agentes no habían concluido y se entretuvo en observar desde allí todo el espacio, buscando un adjetivo adecuado para el peculiar olor de la sangre.

—¿Les queda mucho, señores? —preguntó en tono amable, el que usaba para dirigirse a sus no siempre cordiales colegas, procurando no fastidiar. Se volvió el que sujetaba al otro en aquella difícil postura. Se conocían.

—¡Inspector! —exclamó—. No, no…, enseguida estamos.

—Tranquilos. Hagan su trabajo. Bajaré a tomar un café a…

—¡No se marche! —cortó el fotógrafo—. Ya he acabado.

«Ácimo». El subcomisario Pereda —jefe de la Brigada—, mantenía que la sangre tenía un olor «ácimo», pero Miguel Marco no era capaz de aplicarle a un olor semejante calificativo. Al menos al de la sangre, que para él olía a muerto, simple y llanamente. Estaba seguro de que era una mera asociación profesional, pues en sus muchos años de servicio había visto bastantes, y demasiada hemoglobina.

Intercambió una sonrisa cordial con sus compañeros mientras estos se acercaban y el último, el que hiciera las fotos, le dijo:

—¡Todo suyo!… ¡Y lleve cuidado o resbalará!

—¡No me diga! —comentó—. ¿Tanta hay? —Facilitó su salida mirando al suelo con precaución y se recogió cómicamente el abrigo (un gesto absurdo, comprendió deinmediato).

—No ha visto nada igual antes, se lo aseguro –concluyó el primer agente sin volverse, muy grave. El inspector abandonó la actitud chorra para la galería, aceptando que el sentido del humor nunca había su fuerte.

Entró con cierta aprensión porque nunca había logrado superar ese corte, la extraña indisposición que sentía ante cualquier nueva escena de un crimen. Su ánimo se rebelaba, sin más. Entendía que era algo irracional y tampoco le encontraba sentido alguno si lo pensaba con detenimiento, pero era real.

Una vez dentro empezó a mirar y apuntar palabras sueltas en un pequeño cuaderno de notas. Esto lo hacía siempre porque le permitía luego reproducir todas sus primeras impresiones con una economía de medios asombrosa: ordenado / entorno intacto / luces encendidas / frío…

Avanzó por el estrecho pasillo abierto detrás del sofá y se fijó en las paredes. Un antiguo y amarilleado papel pintado con anchas franjas grises verticales, descoloridas, las cubría por completo. Junto al rincón más cercano había una amplia mancha de humedad no tratada, con cercos de diferente antigüedad: casa señorial / antigua / arreglos pendientes… Su mente trabajaba veloz y a pleno rendimiento siguiendo un procedimiento rutinario, pero eficiente. También retenía pequeños detalles: dedal de oro / reloj atrasado 12’ / revistas viejas / ¡GAFAS! / aparador rayado / pegamento infantil… Llegó al final del sofá y allí, por fin, tuvo una panorámica del salón y todo el desastre. Aumentó un grado y empezó a pensar muy deprisa: sangre / mucha / arrastrados, alineados / porcelana esparcida / bandeja…

Un ruido de pasos detrás le sacó de su ensimismamiento. Era Cospedal, el ayudante de Pereda, el hombre más tonto de la sección en opinión de… todo el mundo, Marco incluido.

—¡Inspector! ¡Eh, inspector! —gritó, mientras entraba en la estancia sin mirar por dónde pisaba. Un gesto severo de Marco con la mano le detuvo en seco.

—¡Ponga cuidado, Cospedal! —Miguel Marco jamás le confería el apodo por el que era conocido en toda la Brigada Central —«el gilipó»— ni siquiera interiormente. Prefería no dar pábulo a este tipo de memeces y estaba convencido de que él mismo tendría algún mote poco amable, me juego unas cañas, algo referente a su cicatriz, quizá.

—¡Oh!, disculpe inspector, pero traigo un mensaje urgente del jefe —soltó el adjunto, que también tenía grado de inspector en la Central de Delitos contra las Personas, una brigada dependiente de la Policía Judicial. Cómo había llegado a alcanzar tan alto puesto sin pisar las calles era motivo de constante especulación en la sección.

—¿De qué se trata? ―preguntó cuando se convenció de que había detenido su patoso avance: Cospedal se había quedado inmóvil en una postura ridícula, como un robot sin pilas, con una mano levantada a medias; una de esas cosas por las que se ganaba el adjetivo de idiota con asiduidad, y el caso es que no era un mal tipo.

—No me lo ha dicho, pero debería salir y llamarle.

—Bueno…, no creo que sea tan importante que no pueda esperar a que acabe aquí.

—Dijo «ur-gen-te». —Y repitió la cadencia de tal forma que Marco casi pudo oír a Pereda. Desde luego, el subcomisario no era hombre de decir cosas en balde y hubo de admitir que, en los 14 años que llevaba trabajando con él, siempre hizo gala de ser muy preciso y conciso. —¡Vaya tela!, ¡una urgencia ahora… en mitad de «esto»!—. Con todo, sólo cabía darle crédito y evitarse una bronca segura.

—¡Hay que joderse! —comentó como para sí pero en voz alta, molesto, asumiendo que tendría que abandonar la escena del crimen.

—Si quiere, yo podría ir tomando notas de…

—¡No! ¡No quiero, Cospedal! —luego, no sería capaz de enterarme de nada—, pero… ¡gracias! —El otro hizo una mueca de comprensión y se relajó visiblemente, desmecanizándose.

—Echaré un vistazo, si no le importa.

—Pero no deje su 44 por todo el suelo, haga el favor —Miguel sabía que, advertido, Cospedal llevaría un riguroso cuidado. Tanto, que incluso podía profetizar que se le escaparían detalles sustanciales perfectamente visibles. Resignado, dio media vuelta y salió del salón de los Quiroga.

Llamó al teléfono privado del subcomisario desde la calle porque en la escalera no obtuvo cobertura. Al salir, el viento helador le pudo y maldijo a varios santos y vírgenes del ya curtido panteón. Cuando el jefe contestó, pudo oír el sonido de fondo del tráfico en la calle. No está en la Central.

—¡Diga, soy Pereda! —El habitual tono neutro, tirando a «espero que sea importante»; una advertencia, en cualquier caso. Miguel supo que estaba en uno de «esos días» (el subcomisario tenía algunos días malos cada mes, como si hormonase). Mala señal.

—Soy Marco —anunció. Le dejó unos segundos para que repescara el tema entre sus mil y una ocupaciones­—. ¡Usted dirá!

—¡Ah, sí, Marco!, tengo «algo especial» para usted. —El timbre buscaba transmitir normalidad, por lo que Miguel leyó que el asunto no la tenía: se avecinaban malas noticias, estaba seguro. Se tomó un tiempo y suspiró de modo que el otro lo oyera.

—¡Suéltelo ya!

—Verá, inspector —masticaba alguna cosa—…, casi es mejor que se lo explique a usted en persona. —Marco cerró los ojos, mosqueado. ¡Verás qué «marrón»!

—¡Déjese de monsergas, Pereda! ¡Joder!… —Pero el subcomisario no era hombre de consensos y no quiso aclararle nada. Le interrumpió.

—Venga a mi despacho, inspector. Yo estoy llegando. Le espero antes de media hora. —Y cortó la conversación.

Miguel intuyó que el negocio iba a ser más desagradable de lo que se maliciaba. La actitud extraña y misteriosa del jefe no dejaba dudas. ¡Me cago en la Virgen! ¡Es una putada, seguro!… ¡Qué cabrón!

Con el ánimo soliviantado fue hacia su coche y puso rumbo hacia la comisaría de la policía donde estaba ubicada la Brigada Central —(BCDP)—, sin despedirse siquiera de Cospedal. Antes, desde la calle, se giró y echó una última mirada a la finca regia; estudió el piso de los Quiroga, que permanecía con todas las luces encendidas. Los vecinos ya habían vuelto a sus casas o, al menos, no se veía a ninguno por allí, aunque con aquel frío inmisericorde no creía que tuvieran cuerpo para comadreos de última hora, ni la conocida «vocación de reportero». ¡En casita todos!, se dijo en medio de un espasmo.

*

—¡Y yo no me creo que no le pueda asignar este asunto a otro! —gritaba Miguel mientras paseaba furioso por el destartalado despacho del subcomisario—. ¡Pereda, joder!

—¡La orden viene de arriba!, tiene prioridad y me han dicho que mande a mi mejor hombre.

—¡Pues mande a su adjunto! —protestó con malicia—, ¡Leñe, Pereda!, que siempre me tocan a mí las rarezas y las tontunas.

—No exagere, Miguel. ­—Estaban solos, con la puerta cerrada y en esas situaciones se permitía llamarle por el nombre de pila—. Sólo se tuvo que «comer» la de Segovia, ¡y hace más de cuatro años! —Y con menos volumen, añadió—: Bueno, y lo de Burgos.

—¡Y la de Olivenza!, ¡y la de Plasencia!… —continuó enumerando el inspector, irritado.

—¡Eso fueron cursillos con la policía portuguesa! ¡No me joda!

El otro, viendo que la discusión no iba a conducir a nada, decidió asumir lo irremediable y con profundo resquemor cortó la pelea de gallos buscando sacar algo positivo de todo aquello. Resignado, convino:

—Está bien, Pereda, lo que usted diga, pero ¿qué va a pasar con el caso de los Quiroga? ¡Hace menos de dos horas que me lo diste!

—¡Olvídese de todo! Queda relevado de todos sus compromisos, por supuesto. —Le miró desde el confortable sillón de cuero, que el subcomisario (antiguo «agente de campo») apenas lograba apreciar, sentado siempre en el borde, incómodo, tenso, saturado de trabajo a todas horas.

—¿Y cuánto tiempo va a durar esta genial misión? —preguntó con tono agriado.

—Mire, inspector, ahórreme las chanzas que no es usted un tipo gracioso. —Abrió un cajón con energía y sacó un sobre ocre de gran tamaño y no muy delgado —el maldito informe—. Se lo alargó por encima de la mesa atestada con su habitual desorden: carpetas, cuadernos, sobres, un archivador, una apetitosa manzana intacta, el Tipp-Ex ―pero ¿quién usa esto hoy?― una grapadora, una linterna con el escudo del Atlético de Madrid, unas tijeras, un bocadillo a medio comer (que él recordara, el subcomisario siempre estaba a mitad de una comida y dudaba de que fuera capaz de concluir ninguna sin interrupciones), un bote hortera de bolígrafos y lápices, celofán, un gran taco de cuartillas para tomar notas (que el mismo Pereda obtenía en la guillotina aprovechando folios para reciclar), fotos de sus dos hijas, de su mujer… Y en medio de este humus, brotando, la pantalla del ordenador.

El inspector lo tomó y comprobó su peso. De inmediato pensó: Todo este material no lo han reunido aquí. Una parte viene de «arriba», claro. Empezó a lamentar su suerte: tenía un mal presentimiento. Se obligó a decir algo.

—Está bien, Pereda. Pero la próxima vez…

—¡Se lo daré a otro! —cortó de mal talante— ¡Salga de aquí!

Cuando ya estaba cruzando la puerta, todavía le soltó a su espalda:

—Mañana hable con Lucía. Le dará los billetes y todos los detalles.

—Lo que usted diga —rezongó Miguel.

De vuelta a casa paró a cenar en el libanés de la esquina, cada vez más pesaroso y menos confiado. Más por prudencia que por curiosidad, cogió el gran sobre y se lo llevó consigo (sólo faltaba que me abrieran el coche y me lo robaran). Algo le decía que allí dentro le aguardaban detalles que haría bien en no perturbar. Una nueva y fuerte aprensión le dominó y esto era un mal síntoma en sí mismo, pues siempre que le sucedía funcionaba como si se tratara de una premonición: la cosa acababa en una pésima aventura.

Mientras daba cuenta de la ensalada con queso feta y llegaba el segundo, se comió una kebbe sin poderla saborear, y le encantaban. No pudo sacudirse ya aquella sensación. Al final, harto de mirar el sobre inerte (que le llamaba insistente desde el asiento contiguo, a su derecha), lo apoyó en sus muslos y lo abrió sin contemplaciones por donde la solapa estaba pegada.

Miró en su interior y se quedó perplejo. Allí había de todo: carpetas de viejos expedientes, dos sobres blancos delgados, nuevos (uno, con seguridad, con grandes fotografías dentro), el grueso del expediente encuadernado, hojas y documentos sueltos, fotocopias grapadas (recibos, facturas, extractos bancarios…) y, por último, cuatro «cedés» con títulos rotulados en preciosa caligrafía que contenían todo aquello resumido en soporte informático (la documentación, las fotografías escaneadas, los informes ordenados… ). En definitiva, una auténtica ‘biblia’, para que no me aburra.

Su humor no mejoró un átomo pero, al menos, hubo de admitir que el departamento hacía las cosas muy bien y estaba dispuesto a apostar que la información sería más que exhaustiva, con todos los detalles posibles sin que faltara nada —importante, ¡o no!—. Esteban, el encargado de prepararlos, era el verdadero alma de la comisaría y nadie le reconocía el mérito. Una iniquidad más, desde luego.

Marco sí que apreciaba su esfuerzo, porque le llevaban los demonios si topaba con sorpresas evitables en las investigaciones y conocía que, con un mínimo de cuidado, podían detectarse analizando antes toda la documentación en la Brigada.

Era de justicia admitir que desde hacía cuatro años, cuando el tal Esteban fuera destinado a la Central, los expedientes habían mejorado, la información era muy fluida con otras secciones y policías, y el jodido archivo estaba al día por primera vez desde que él trabajaba allí. Y cojonudamente organizado.

Todo lo cual, y también era justo decirlo, no estaba reñido con que el tal Esteban fuera un tipo raro, rarísimo, un elemento de imposible encaje en el equipo, pues su desastrado aspecto, su escaso apego por la más elemental higiene en multitud de ocasiones (no siempre) y el carácter desangelado de su conversación, en las contadas ocasiones en que ésta se daba, le convertían en el campeón de todas las bromas pesadas. En el caso de las mujeres ni eso, pues el hombre generaba a su paso una animadversión que, en las tías, era enfermiza. Y no porque Esteban tuviese con ellas una actitud libidinosa o babosa, pues la verdad era que jamás las miraba, ni con mejor ni con peor intención, sino que resultaba algo consustancial: un rechazo sin ambages, rechinante. Un repudio que vivía en los dos sentidos, era mutuo, pues él las ignoraba ostentosamente, evitando cruzar con ellas una palabra más allá del «buenos días» y tan siquiera una conversación de carácter laboral. ¡Nada!

En cualquier caso, a Miguel todo esto le daba lo mismo porque apreciaba en Esteban su eficiencia, siempre garantizada. Y, con el informe en la mano, estaba seguro de que habría buscado conexiones en todas partes e incluido aspectos que, de algún modo, acabaría precisando.

Terminado el segundo plato pidió un café de cardamomo. Abul —que no era libanés, sino de Bangla Desh—, cada cierto tiempo le recordaba que el cardamomo es afrodisíaco («y bueno para gas, amigo»).

Extrajo al azar una de las carpetas. Contenía fotocopias de documentos bancarios: extractos de cuentas con muchos movimientos. Observó fechas y cantidades, en aquella cuenta se movía muchísimo dinero y constantemente. Lo guardó todo. Más.

Sinopsis:

La Fábula del Mundo es una historia doble (el subtítulo es “Sinfonía Doble”), porque el protagonista se ve involucrado en dos casos y debe sobrellevarlos, un trabajo extra que le exige mucho durante el tiempo que dura la investigación, y que en algún momento le desborda.

El hombre forma un equipo de colaboradores y sufre, además, la presión de su jefe, por lo que su trabajo, aun avanzando, se ve en numerosas ocasiones envuelto en las vendas de misterio del caso ‘Aranda’, y a remolque en el otro, que es una inmersión mucho más mundana en el universo real y sórdido de la ciudad.

Se debate entre ambos y va asumiendo responsabilidades, que pondrán a prueba su tesón y su entereza en multitud de situaciones. El finado Aranda planea como una sombra sobre él, le perturba, le vence en ocasiones.

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