Ceremonia de palabras

Ceremonia de palabras

Marti Lelis

26/02/2018

Dada la acumulación de pruebas, no hay hipótesis más verosímil que la realidad.

Dada la acumulación de pruebas de lo contrario, no hay más solución que la ilusión.

Jean Baudrillard


Gottlieb: Mi destino tendrá que decidirse muy pronto, ya que de lo contrario no sabré qué hacer.

Hinze: Ten todavía algunos días de paciencia, la felicidad necesita de algún tiempo para producirse. ¿Quién puede querer ser feliz de improviso? Mi buen hombre, esto ocurre sólo en los libros; en el mundo real las cosas no se hacen con tanta rapidez.

Fischer: Oíd no más, este gato se atreve a hablar del mundo real; tentado estoy de irme a casa inmediatamente, pues temo volverme loco.

Leutner: Casi podría decirse que el autor ha tenido esa intención.

J.L. Tieck, El gato con botas

Pluma en mano, pluma en las cuartillas, escribo para no suicidarme. ¿Dónde nuestro sueño de absoluto? Diluido en el afán diario. O acaso, a través de la obra, hacemos esa disolución más delicada.

He de contar en orden este desorden. Contar desordenadamente este extraño orden de cosas. A medida que no vaya sucediendo.

Alejandra Pizarnik


Después de la plaga que ha asolado nuestra heredad,

¿qué ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?

Sylvia Plath


Cuaderno I

Con dos vueltas más de cinta adhesiva, Beto Sánchez terminó de pegar las dos partes rotas de sus alas. Satisfecho por la reparación, ajustó en su espalda el dispositivo. Mientras subía las escaleras hacia la azotea, pensó en las posibilidades sin límite que le abría el aumento de siete pesos al salario mínimo. Una vez arriba, ajustó las correas y, desplegando las alas remendadas, echó a volar con determinación rumbo a la Biblioteca.

En el camino renegó porque aún hubiera tanta gente volando a sus trabajos: las tarifas del Plan de Teletransportación (con minutos gratis) sólo podían pagarlas los altos funcionarios de la Federación o los traficantes.

“¡No sueñe despierto!”, escuchó Beto Sánchez la advertencia proferida por un dron Federal que se le emparejó en el vuelo. “¡Primera advertencia!”, dijo el dron y se desplazó hacia otro humano que volaba de manera errática unos doscientos metros más abajo. Beto miró por un momento el altercado y la nubecilla de vapor que dejó la desintegración del rebelde, el vuelo del dron hacia el siguiente sospechoso.

Era el primer viernes de enero y estaba emocionado por lo que podría hacer en cuanto llegara el aumento. ¡Siete pesos!, era increíble. Aumentaría su biblioteca a pesar de los rumores de que pronto pasaría algo definitivo y muy malo con los libros. El temor se debía a que los Federales los habían comenzado a ver como un derivado de los sueños, producto de los sueños o generadores de sueños. Al igual que todos, Beto Sánchez sabía que el miedo y la desazón diaria tenían que ver con los sueños y el tráfico. Mientras no pasara algo más, las cosas andarían bien.

***

Algo maravilloso iba a ocurrir y yo no estaba seguro de estar preparado para ello. Tenía la esperanza de algo vago, quizás encontrar una mujer diferente, un libro, escuchar o leer una frase iluminadora que me devolviera la ilusión, la capacidad de asombro, la ingenua confianza en que el amor era posible y el deseo carnal sólo su necesaria consecuencia. Pero eso sólo lo pensaba a ratos, cuando la realidad me daba una tregua y yo podía olvidarme del futuro extravío al que estaba condenada mi mente, dictada la sentencia por los que saben o adivinan, por los que estudiaron para repartir la cordura o la insania, para curarla o hacerla pasar desapercibida.

Las instrucciones habían sido sencillas: “Los fármacos, de por vida. Pero si no hace algo más para cambiar su estilo de vida, al final recaerá y será muy difícil hacer algo para volverlo a la realidad. Lo que se recomienda en estos casos es escribir” ¿Escribir? ¿Escribir acerca de qué…? ¿Qué podría escribir? “Escriba cualquier cosa. En un cuaderno, un diario, lo que le pasó en el día; no importa qué. Escriba, lea. Sobre todo, escriba, no lo deje de hacer”.

Y como siempre fui un exagerado, compré media docena de cuadernos, y lo hice: me puse a escribir.

***

Así estaban las cosas. Escribir. De lo que fuera. Por ejemplo: por la mañana, había visto una avispa muerta en el piso del consultorio y por supuesto que mi reacción fue la siguiente, la que tengo con las palabras desde siempre:

«Avispa.

»Una avispa.

»Hay una avispa en el piso.

»Hay una avispa en el piso del consultorio.

»Hay una avispa en el piso del consultorio y un médico.

»Hay una avispa en el piso del consultorio y un médico sentado detrás del escritorio.

»Hay una avispa muerta en el piso del consultorio y un médico sentado, silencioso detrás del escritorio».

Las cosas cambian si digo que el médico era mujer y detrás de ella colgaba una reproducción de La noche estrellada. En ese caso, debí haber escrito “…en el consultorio y una doctora”.

Algo maravilloso va a ocurrir y ahora tengo a la mano cuaderno y pluma, la computadora encendida, una taza de café y fumo un cigarrillo. A lo lejos se escuchan las locomotoras. Tengo demasiados libros y la imaginación en estado de alerta. La doctora es guapa y es psiquiatra, no sé si lo uno impida lo otro, pero en este caso así son las cosas. Antes me atendía un doctor. No consigo ver claro el antiguo consultorio. No estoy seguro de querer recordarlo. De éste me llaman la atención las ventanas; se debe ver la calle y el otro lado del parque. Desde donde estoy sentado sólo veo la fronda de los fresnos agitados por el viento y hojas que caen dejándose iluminar por el último sol de la tarde. Pero esto no sé si lo pensé, si lo vi hace rato en el consultorio o lo estoy recreando ahora. Algo maravilloso va a ocurrir. Veo cosas. Pienso y escribo cosas; historias. Recuerdo haber leído que todo pensamiento en un principio fue un poema.

***

El médico levantó la cara del periódico, pero volvió a él porque el zumbido había cesado de repente. El médico que, ahora lo veo, era una doctora, se llevó la mano a la cabeza y alisó su cabello más bien gris, más o menos rubio y grueso, y siguió leyendo la nota roja acerca del hombre de la máscara que apareció ahorcado en su departamento. Recordó la frase de un colega en el último Congreso de Psiquiatría: «Cuando llegan a ese punto, es cuando se suicidan». Sí, ahí estaba, en el periódico, la breve nota detrás de la cual estaba una historia digna de horror o de piedad. “Una máscara. Curioso. Me habría gustado como paciente”, pensó la doctora vieja con los ojos cerrados.

Entonces la avispa voló de nuevo, para su desgracia no hacia la ventana, sino hacia adentro, hacia el librero viejo de madera donde se alineaban polvorientos manuales de psiquiatría. Giró y comenzó a dar vueltas por todo el consultorio, desesperada, porque entonces se sintió cautiva. La doctora la vio sin inquietarse: ya en otras ocasiones se habían metido abejas o avispas, daban unas vueltas y salían de nuevo por la ventana. Pero ésta era más grande y, en su espanto, no daba con la salida y parecía ponerse agresiva. El periódico se fue enrollando entre las manos decididas de la doctora.

Yo escuché el golpe, miré hacia la puerta del consultorio, vi en el reloj de pared que ya era la hora. La puerta se abrió. Apareció la figura imperturbable de la mujer en bata blanca. Con una mirada me llamó. Cerré el libro que había intentado leer en vano durante la espera. Fue cuando entré, vi a la avispa moribunda en el piso y La noche estrellada en la pared de enfrente. No sé si ahí me vino la idea de que algo maravilloso iba a suceder; quizás fue al escuchar el periodicazo tras de la puerta y mirar el reloj. Nunca se sabe. Nunca se está totalmente preparado para estas cosas.

***

¿Y, si pasaba, cómo se iban a librar del tráfico de sueños y del control de los libros? Bastaría recordar los cientos de miles de muertos que hubo hace medio siglo con el narcotráfico de las drogas sintéticas para horrorizarse de lo que comenzaba a suceder ahora con el sueñotráfico. ¿La solución sería la misma? Es decir, las drogas sintéticas ahora ya no están prohibidas, pero a nadie le interesan salvo como medicamento. Pero los sueños, ¿a quién se le ocurrió que ahora se podía traficar con ellos?, ¿quién los prohibió?, ¿quiénes se están enriqueciendo ahora?

Todo eso se preguntaba Beto Sánchez mientras volaba al trabajo. Interrumpió sus cavilaciones cuando las alas comenzaron a mandarle el aviso de peligro. La cinta adhesiva para repararlas después de todo no había sido efectiva. Tendría que comprar unas nuevas. No le causaba gracia porque, aunque le alcanzaba de sobra con el aumento al salario mínimo, en lo que había pensado él era en comprarse más libros.

Antes de aterrizar, el dron le había dado una nueva advertencia:

“Sus pensamientos están siendo analizados, no sueñe despierto, cómprese unas alas nuevas, la Federación aumentó el salario mínimo, valore su trabajo, evite una Intervención”.

Quizás ya sea tarde, pensó Beto al aterrizar suavemente en la explanada de la Biblioteca.

***

Por otro lado, y para dejarlo bien claro: es en la otra historia donde la doctora es joven y atractiva. Es a ella a quien veo al cruzar la puerta. Le sonrío. Cuando me siento, descubro a la avispa en el piso, algunas de sus patas todavía moviéndose, cada vez más lento, el insecto enfrascado en la agonía.

***

Escribo. La felicidad es como esto. Debiera ser así, caber entre la primera palabra y el punto final que cierra lo escrito y que, al clausurarse, queda abierto a la siguiente lectura que es reescritura, pese a todo y para siempre, para felicidad de algunos cuantos, para el olvido de los más.

Escribía (escribo). Lejos de Ciudad Capital, en otra Ciudad, la que invento, la que camino todos los días, un lugar como cualquier otro; lejos de las luces del parque en la avenida Principal; lejos, metido en la noche, en casa; sólo mis criaturas y yo.

A veces me da por reflexionar de otras cosas que no sean las palabras. Por ejemplo: ¿Tan mal me verá la doctora que fue capaz de enseñarme la nota del suicida de la máscara? Yo no siento ganas de morir, sino de encontrar respuestas, salir del marasmo en el que me sumen las cosas que veo, encontrarles un orden, escribirlas, hacerlas mías al fijarlas en la escritura, tenderles una red de palabras, porque somos seres de palabras y de algún modo ahí está la perdición o el remedio de los males. Palabras como piezas de una figura por armar. Ars longa, vita brevis, repetido hasta secarse la boca, hasta extraer el sentido último, las limitadas posibilidades del significado de la sentencia. Como quien remienda sus alas y da el salto al vacío, muerto de miedo y lleno, al mismo tiempo, de la esperanza absurda de que la caída es otra cosa, el pasaje a los otros mundos, la manera de burlar a la muerte o a la locura.

***

Venían siempre calladas, las alucinaciones, cuyas siluetas eran borrosas y yo no tenía más remedio que prestarles atención a medias porque, en su callado estar ahí, terminaban por ponerme los nervios de punta. Embrutecido por los fármacos, cerraba los ojos y podía descansar por unas horas, lo que durara el sueño pesado y sin imágenes que dejaba a mi mente a salvo del horror.

***

Usted estaría viendo una cabeza deforme, con apenas unos mechones dispersos de cabello castaño, opaco y delgado; una cabeza monstruosa por hinchada de las mandíbulas, de los pómulos, el excesivo abultamiento de los arcos ciliares y párpados brillantes e inflamados que apenas dejan pasar una rendija del brillo de los ojos; la nariz, un tubérculo torcido con dos ranuras que hacen las veces de fosas; y la boca, sobre todo la boca de labios amoratados: una ciruela madura reventada por el medio de la cual dientes grandes asoman brillantes de saliva; todo sobre un cuello gordo lleno de pliegues. Usted estaría viendo eso si no se hubiese distraído con el apetecible resto del cuerpo.

Después de la tercera vez que la vi en la calle, me acostumbré a no sobresaltarme con su aparición, pero nunca pude evitar el asombro por el contraste entre su cabeza y el cuerpo, entre su cabeza y los vestidos hermosos con que se paseaba por la calle. A la cuarta vez que la vi, me dije, “es uno de ellos”, ahora se aparecerá en cualquier otro lado y hora. Temí que un día apareciera en casa.

***

De mi biblioteca escogí un libro al azar y la nombré Angélica la Bella, por el Orlando Furioso. Ya tiene nombre. Me muevo a tientas por terreno inexplorado, y ya se sabe que al temor lo produce lo desconocido.

Tengo esto escrito para contarle a la doctora, para su regocijo, para que lo añada a mi expediente, a la obstinada acumulación de mis dichos fantasiosos, justificantes de la prescripción de nuevos fármacos, para que la doctora me reitere su pedido ansioso de que le permita llevar mi caso para la publicación en una reconocida revista de psiquiatría, y luego los congresos, el reconocimiento de sus colegas, la fama… Pero ya se sabe lo que pienso de la fama.

Es de noche, ya muy tarde. Un gato ha venido a pararse en mi ventana y lo he acariciado. Era real, y tenía hambre. Me está mirando mientras escribo una historia donde aparecen alas.

***

En realidad, lo demás no importaba. Había llegado la hora feliz del simulacro y atravesé la calle sin pensarlo, sin mirar si venían autos. Pude al fin tomar del brazo a Angélica, decirle que la llevaría al Café Avenida, a media cuadra de ahí, que no temiera, que no podía dejarla bajo la lluvia, que yo la había estado observando durante muchos días, ahí parada. Las frases me salían atropelladas, el corazón y la respiración agitados. Ella no dijo nada, se dejó llevar. El local no estaba lleno y elegí una mesa junto al ventanal. Entonces miré a Angélica buscando en vano una expresión en su rostro, como si ella fuera una persona cualquiera. Estaba frente a mí; el agua de la lluvia goteando de sus cabellos. No había nada que decir por el momento, pero las cosas terminarían por pasar, llegaría el instante de la aparición del mesero, de las miradas reconcentradas de los otros clientes, los murmullos, la comprobación inútil, por predecible, de la heredada imbecilidad de la gente, de su impiedad.

***

«Sí, doctora, todas las miradas sobre nosotros, los murmullos; los que no podían darnos la espalda se apresuraban a terminar lo que habían pedido para marcharse. Menos mal que el mesero no resultó ser un cretino, estuvo ahí todo el tiempo, envejecido, elegante y discreto, quizás en exceso para un Café como el Avenida; le faltaba el uniforme negro, la levita, los guantes y la camisa deslumbrante —porque el cabello sí lo llevaba engominado—, para ser un mesero del Royal.

»Yo no sé, pero siempre hay goteras o debería haberlas en cafés como el Avenida. No porque sean locales recubiertos de madera, así como su consultorio, doctora, no por eso, sino porque aquí se me confunde la realidad con los recuerdos o los sueños y veo goteras. Entonces vi crecer una gota en una de las vigas del techo, crecer y caer hacia la mesa de junto y dejar una mancha oscura en el mantel. En todas las mesas había claveles blancos en floreros delgados y largos. Yo prefiero las gardenias, pero los claveles estaban lindos. Angélica estaba acariciando uno; se veía que le gustaban, que le gustan, y a mí lo que me gustó fue la mano de Angélica, tan torneada, no sé, esbelta, con dedos no muy largos pero muy de ella, las uñas rojas, largas, pero no tanto; esas manos tan perfectas que enseguida se pusieron a buscar inquietas dentro del abrigo, el cual había colgado en el respaldo de la silla, hasta salir de nuevo con un cuaderno de tapas rojas y un lápiz. Los dejó sobre la mesa. Yo sentí su mirada en cuanto las manos se quedaron quietas, pero no tuve la necesidad de decir nada. En ese momento cayó otra gota en la mesa de al lado y el ruidito se me quedó enredado en el oído.

»Angélica tomó el lápiz y comenzó a escribir en el cuaderno. Luego me pasó la libreta y ¿sabe qué decía?, decía: “Yo no hablo. Escribo, siempre escribo, siempre sólo escribo”. Levanté mi vista hacia ella, con una sonrisa; en el rostro de Angélica seguía la mueca monstruosa, pero tenía que ser también una sonrisa. Los murmullos y las miradas nos rodeaban. Yo veía de reojo crecer en las caras de la gente los gestos de repugnancia, de reproche. Pero ¿sabe qué, doctora?: hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, tan seguro, tan dueño de la situación y de lo que en adelante pudiera suceder.»

***


SINOPSIS: La historia contada es la de un desahuciado: la enfermedad congénita que padece afecta sus neurotransmisores y gradualmente iría perdiendo contacto con la realidad. Además de fármacos, un psiquiatra le ha aconsejado escribir. El protagonista, aficionado a la literatura, lleva su escritura más allá y vive una lucha entre la realidad, sus alucinaciones y la ficción. Nos enteramos de su historia a través de tres de sus cuadernos, en los cuales ficción, alucinación y realidad se mezclan. ¿Logrará salvarse de la locura a través de la escritura?

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