Corría el año 1020 y yo como él corría por el norte de las tierras de Castilla, subiendo esforzados, junto con los soldados de mi señor, por los caminos de la sierra palentina, en la región de la Pernía, rodeando el valle de los Redondos en tiempos de D. Sancho el Mayor, rey de Navarra y D. Alfonso V de León; en plena Reconquista.

Ya se divisaban las primeras almenas de la fortaleza situada a los pies de la peña de Tremaya, de 1000 y pico metros de altura, donde se alzaba el pequeño, pero estratégico castillo de no más de 120 pies, con muy alta torre, desde la que se controlaban los valles y pueblos de alrededor y se defendía el camino que llevaba a Cantabria; porque toda la merindad de La Pernía se veía desde allí.

En cabeza iba mi amo, el Conde D. Munio Gómez; Conde de Saldaña y de Carrión, Conde de Liébana; de la familia de los Banu Gómez; a quien llamaban D. Bustio, esforzado y valiente batallador. Hijo de Gómez Díaz, conde de Saldaña, y de Doña Muniadonna Fernández, hija del conde Fernán González, hermano de García, Velasco y Sancho Gómez y nietos todos de Diego Muñiz.

Mantenía buenas relaciones con el rey Sancho Garcés III rey de Navarra, con quien le unía el parentesco, puesto que por todas las familias de los condados más poderosos del reino de León, los de Castilla, Saldaña, Carrión y Pamplona, corría la misma sangre. Un pariente común de ambos D.Sancho García de Castilla, estando en pleno apogeo de su carrera militar, en el año 1009, había entrado en Córdoba junto con huestes bereberes para poner en el trono cordobés a uno de los pretendientes omeyas, al que mantuvo bajo su protección. Y un hermano de mi señor D. García Gómez, anterior Conde de Saldaña, mantuvo estrecha colaboración con los árabes, siendo fiel aliado del moro Almanzor.

Volvíamos a nuestro territorio después de participar en la rebelión de los infidelísimos junto con otros nobles, en contra el rey Alfonso V. Esta rebelión no aparece en las crónicas pero yo sé, porque me lo han contado, que el rey Alfonso le quitó la fortaleza leonesa de Castrogonzalo a Sancho García a quien pertenecía, dándosela a otro noble, diciendo:

«…infidelísimo y adversario nuestro, que día y noche perpetraba el mal contra nosotros…».

Y es que en los tiempos que corren no se puede distinguir el amigo del enemigo, ni el cristiano del pagano, por culpa de las alianzas entre los condes de Saldaña y Castilla y las fuerzas militares cordobesas en contra de Alfonso V.

Llevábamos ya más de quince días de marcha, de regreso a nuestras tierras, después de muertes, pactos, alianzas, engaños y promesas. Saltaba yo sobre mi rocín, que avanzaba con suave trote, viendo aún, como una imagen obsesiva, la cara hinchada y velluda del soldado que con su pesada espada había estado a punto de segar mi joven y querida cabeza.

¡Qué horrorosas sensaciones!, ¡qué profundos escalofríos habían aterido mi cuerpo durante aquellos meses de acampadas, ataques y retiradas!. Durmiendo al raso las más de las noches, comiendo poco o nada; con frío, hambre y miedo del enemigo que atacaba y huía, vaciando de valor el aguerrido pecho de los soldados, cuánto no más el mío, que aún no había florido ni mi barba.

Pero volvía por fin, con vida, con la cabeza bien pegada a los hombros y con el corazón henchido de gozo de la ya cercana presencia del castillo en el que vivía todo lo que yo amaba y necesitaba, a cuyas puertas golpeaba el Conde con su puño de hierro dorado mientras gritaba rojo de cólera:

  • – ¡Abrid la puerta malditos! ¿Es ésta forma de recibir a vuestro señor?

Y en verdad que habían de serlo, malditos quiero decir, pues no otro nombre reciben los que permiten que un maltrecho ejército se cale hasta los huesos por las lluvias torrenciales de diciembre y por el frío helado y punzante del invierno, en las frías tierras palentinas; calados por la humedad de la niebla que alejaba las almenas del castillo como si se desintegrasen en la espesa noche.

Allí estábamos, esperando que los asustados centinelas llegasen hasta la puerta. Y yo con ellos, mísero y débil paje, temblando de pies a cabeza sin haber visto al diablo… (aunque en esos momentos no nos hubiera venido mal un poco de su ígneo y ardiente aliento).

Por fin conseguimos entrar al castillo, donde yo perdí de vista al Conde y demás, corriendo como una liebre hacia las cocinas, a calentarme un poco en los señoriales fogones y a robar algo que pudiese llenar mi estómago, que debido a las calamidades era ya del tamaño de una aceituna.

Haciendo gala de mi astucia burlé la implacable vigilancia de los cocineros, más sagaces que los centinelas del torreón y me hice con varias viandas que devoré lleno de voluptuosa hambre, recostándome satisfecho contra la fría pared de la escalera que conducía a la torre central; con el corazón palpitante de gozo y alegría por la vuelta a mi mundo, a mi pequeño mundo que no salía de las fronteras del castillo, pero donde respiraba el suave perfume de mi amada.

He de empezar ya con ésta historia que me cambió como una hiena a la carroña; ésta mi historia, que debo escribir para dar testimonio de lo que ustedes pueden no creer. A escribir digo, acción tanto más meritoria en mi, en cuanto que nunca aprendí a hacerlo; pero ésta es otra de las causas y efectos de mi relato.

Ante todo debo aclarar todo lo concerniente a mi persona para que pueda el lector, quien quiera que sea, situarme en su mente con unos rasgos y un tipo característicos, que es lo que yo ¡Ay de mí! siempre eché de menos.

Por aquel entonces yo no era más que uno de los innumerables hijos bastardos que D. Munio tenía esparcidos por su condado, como ramas de un mismo tronco genealógico, que se doblegaban fieles y serviles ante él, nuestro amo y señor. Yo tuve la suerte o la desgracia (no sabría por cual inclinarme) de vivir bajo su custodia como paje de mi ama Doña Elvira Gomez y Fagilaz, hija de D. Munio y de su casta esposa Doña Adosinda Fagilaz.

Mi ama Doña Elvira, que así la llamaban, dechado perfecto de las mujeres cristianas, era sin lugar a dudas, una Bruja…

SINOPSIS.

Tres personajes viajan por el tiempo y el espacio arrastrándose uno a otro, cada uno por un motivo distinto, pero los tres encadenados entre sí, eternamente. El amor, el poder, las pasiones, el miedo, los celos, …los sentimientos se modifican a la vez que ellos se transforman. Hombre, mujer, joven, viejo, pasado, presente,…todo es relativo lo único cierto es el eterno deambular.

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