Siempre ocupaba el mismo lugar. Le fascinaba sentarse en una de las mesas situadas junto a los ventanucos protegidos por postigos de madera que daban a la calle, y permitían asistir a un desfile constante de transeúntes por el estrecho acerado. Lo hacía desde uno de los ángulos que le otorgaban cierta privacidad para ver y no ser visto. Desde esa especie de observatorio llevaba a cabo su entusiasta devoción por adivinar los entresijos de las personas que consideraba más sugestivas, utilizando para ese menester un solo golpe de vista. Acto seguido, desgranaba conclusiones que merecieran ser plasmadas en el papel y, de esa forma, daba vida a personajes inéditos con atributos suficientes para cautivar a sus lectores. Rodrigo Castro se consideraba uno de esos novelistas clásicos que eligen el salón de un bar para encontrar la inspiración que aporte contenido a una apasionante historia y, para su gusto, no había mejor cobijo para realizar esa tarea que una buena taberna de barrio.
Si recurriéramos a la lógica, lo razonable sería que ese puesto de francotirador curtido en la labor de abatir piezas codiciadas, lo hubiera instalado en cualquiera de los variados locales de hostelería cercanos a la vivienda donde residía. Sin embargo, prefería desplazarse casi a diario hasta aquel tugurio de mala muerte situado en un barrio poco recomendable para visitas turísticas, pero donde era más fácil encontrar personajes de variados matices y dotados de historias sorprendentes.La inspiración de la que beben los autores suele ser diversa, incierta e irracional, y puede aparecer en rincones imprevistos. Por ahora, uno de los caladeros habituales de Rodrigo Castro era la tasca de Carlos Quesada, alias “El Chumbo”, un personaje singular que solo podría tener cabida en barrios periféricos y marginales de cualquier ciudad, con independencia de su tamaño. Carlos debería cabalgar a lomos de la década que transcurre entre los cincuenta y sesenta, siendo difícil precisar en qué dígitos poner la muesca para acertar de pleno. Bajo de estatura, escaso de pelo, regordete, barrigón y con un aspecto general algo descuidado, dominaba el mostrador de madera mediante pasitos cortos y sin la más mínima alteración. Un delantal anudado debajo de las costillas, que algún día pudo ser blanco, resaltaba aún más la pronunciada tripa del peculiar tabernero. Podría afirmarse que estaba hecho un chumbo. Quizás de ahí le venía el apelativo.
El local no desmerecía en absoluto a la imagen de su dueño. Era pequeño, de solería poco uniforme y deteriorada, puerta de madera y dos ventanucos enrejados como único contacto con el exterior; saloncito con solo cuatro mesas de distintos formatos y colores, mostrador de madera barnizado en caoba y estantería posterior donde se ubicaban las botellas de licor mezcladas con facturas de todo tipo, aún dentro de sus respectivos sobres y en claro desorden. En definitiva, un lugar poco recomendable si queremos quedar bien.
No obstante, para Rodrigo Castro todos esos matices que podrían calificarse como negativos, contenían indicios bastante suculentos. De esas mimbres emanaron narraciones y personajes literarios que le habían proporcionado una merecida fama en el mundillo de las letras, sobre todo a raíz de conseguir “El Madroño de Oro”, galardón de uno de los certámenes literarios más importantes de habla hispana, otorgado en Madrid por un jurado compuesto por lo más granado del sector. Diez años después de alcanzar esa meta, sus novelas seguían encontrando buena acogida por parte de un elevado número de lectores. Podría afirmarse, sin riesgo a errar, que era un triunfador en aquello que siempre le había cautivado.
Dueño por entero de su tiempo al carecer de obligaciones familiares, Rodrigo Castro decidía en solitario como lo repartía. Se encontraba cómodo en la tasca de Carlos y por eso acudía allí con relativa asiduidad. La frecuentaba desde que publicó su última novela seis meses atrás, sin sentir ansiedad ni presión por crear una nueva historia. No deseaba exprimir la innata habilidad que poseía para imaginar tramas ficticias y prefería contener la tentación de hacerlo para no agobiar en exceso a los lectores incondicionales que le seguían. Pensaba que una pausa moderada entre dos obras alimentaba el deseo de disfrutar de otro relato. La cantidad siempre ha ido en detrimento de la calidad, o eso creía.
Instalado en esa tesitura, Rodrigo solo pretendía por ahora ser un espectador del comportamiento humano y extraer conclusiones del mismo, almacenando datos para analizarlos con posterioridad y elegir los que estimara apropiados. Una vez lograda la estabilidad económica, no encontraba motivos para apresurarse. El prestigio alcanzado no podía dilapidarlo publicando un fiasco y, para ello, cada novela debía superar a la anterior. Claro que en aquel entorno parecía complicado encontrar lo que buscaba. Los habituales parroquianos del “Chumbo” no parecían albergar un amplio abanico de matices de donde sacar tajada literaria y en alguna ocasión había contemplado la posibilidad de hacer mudanza del puesto y trasladarlo a otro lugar con mejores expectativas. Pero nunca se daba por vencido.
Una mañana de marzo del revuelto arranque de año de 1981, Rodrigo degustaba su habitual aperitivo compuesto de un vermut acompañado por tapa de boquerones en vinagre y aceitunas, cuando la vio entrar. Llamó su atención porque no parecía encajar en el marco de aquellos andurriales periféricos de Madrid, sino más bien cabría situarla en el entorno del barrio de Salamanca. La mujer no era demasiado alta, aunque si esbelta, rondaría los treinta y algo, de pelo negro y largo bien cuidado, embutida en un vestido gris entallado que resaltaba su espléndida figura, la cual descansaba sobre unos zapatos de tacón mediano. Protegía sus ojos con gafas de sol oscuras de grandes lentes que ocultaban, además, parte de sus facciones, lo cual parecía poco apropiado teniendo en cuenta que estaba nublado y el cielo amenazaba lluvia.
La enigmática dama efectuó un rápido recorrido visual del local, volviéndose de forma inmediata para no perder comba de lo que pasaba en la calle. Rodrigo Castro no dejaba de observar ni un ápice de sus movimientos, claramente intrigado por considerar que se trataba de una presencia desubicada de su entorno natural.Sin mediar palabra, aquella mujer se dirigió con decisión hacia la mesa que ocupaba el escritor. Abordó la silla vacía frente a él, se despojó de las gafas de sol dejando a la vista unos ojos azules de belleza poco común, y le suplicó de forma entrecortada y nerviosa.
– Por favor…, le ruego que me ayude. Solo le pido que finja estar conmigo. Alguien me está siguiendo y desconozco los motivos, pero no tengo ninguna duda de que eso representa una amenaza para mí.
Rodrigo Castro la observaba con atención admirando la belleza de su rostro, al mismo tiempo que analizaba las consecuencias del entuerto en el que estaba a punto de meterse. Si aquella mujer estaba afectada por un peligro real, y así lo parecía…, la ayuda que pudiera prestarle lo convertiría en participe del embrollo. Por ello, la posibilidad de que su integridad física pudiera verse amenazada le preocupaba, pero la tentación de encontrarse frente a una apasionante historia superaba con creces ese temor. Mientras se devanaba los sesos en ésta encrucijada, su misteriosa compañera de mesa esperaba ansiosa una reacción por su parte.
– Está bien – trató de serenarla mediante un ligero ademán de sus manos indicando mesura -. Haré lo que me pide, pero no me gusta jugar mis cartas a ciegas. Le pido que me explique lo que está ocurriendo, si como sospecho voy a verme implicado en algo que desconozco.
– Gracias – respiró aliviada -. Le pondré al corriente de lo que sé cuándo recupere cierta tranquilidad. Ahora disimule, por favor.
En ese preciso instante, dos varones de mediana edad entraron en el bar y realizaron una rápida inspección de su interior. Impecablemente vestidos con sendos trajes, daban la impresión de ser ejecutivos de una gran empresa antes que matones de vía estrecha en persecución de una indefensa dama. La mujer permanecía de espaldas a la puerta, parcialmente tapada por los ocupantes de la mesa contigua.Uno de los recién llegados gesticuló mediante un movimiento de cabeza, indicativo de que debían salir del recinto. Así lo hicieron. Rodrigo Castro dejó transcurrir una breve pausa antes de volver a la carga.
– Los dos caballeros con trajes de Armani parecen haber desistido de escoltarla…., por ahora. Creo que debemos irnos por si deciden volver.
La propuesta fue bien acogida por ella. Rodrigo entregó unas monedas al tabernero para saldar la consumición y ambos emergieron al aire fresco de la calle. Sin haberlo pactado, la mano femenina prendió el brazo del varón para componer la imagen asidua de una pareja que sale de paseo. Rodrigo miró alrededor por si había rastro de los dos individuos que habían hecho acto de presencia en la tasca minutos antes. No vio nada sospechoso. Caminaron durante un buen rato evitando calles poco transitadas, hasta llegar a una cafetería de bastante clientela, pero con espacio para mantener una conversación de cierta privacidad.Encontraron acomodo en una mesa aislada al fondo del local y a cubierto de miradas indiscretas. En realidad, Rodrigo no tenía ningún reparo en compartir tiempo y charla con quien fuera, ya que no tenía que darle explicaciones a nadie. A sus cuarenta y seis años, y después de padecer algún que otro desengaño amoroso, las heridas sentimentales ya habían cicatrizado y se sentía vacunado ante ese virus que trastorna voluntades, nos hace débiles y castiga duramente los corazones cuando sufrimos la decepción del fracaso. Ahora estaba sentado frente a una hermosa mujer, preso de incertidumbre por ignorar lo que podría depararle esta aventura. El humeante café actuó como bálsamo para ánimos exaltados.
– Bien – Rodrigo intentó reanudar la charla interrumpida en la tasca de Carlos, con el fin de despejar dudas -. Creo que estamos a salvo de presuntos perseguidores y de oídos indiscretos, así que ahora debería ofrecerme una explicación que me convenza.
– Tiene razón – asintió la dama -. En primer lugar le pido disculpas por las molestias que le estoy causando, pero la desesperación me ha hecho actuar así. Permítame que me presente; soy Nieves Durán, aunque mi nombre no le dirá nada.
– Rodrigo Castro – contestó él ofreciendo su mano -. Continúe, por favor.
– Le confieso que no se con exactitud el origen de lo que me está ocurriendo, pero sospecho a que obedece – hizo una ligera pausa antes de seguir -. Supongo que estará al corriente de todo lo relacionado con el ya famoso golpe de estado del 23 de febrero pasado.
– ¿Y quién no? – Respondió Rodrigo -. Es un hecho conocido en el mundo entero que ha copado las primeras planas de todos los medios de comunicación, aunque la noticia ya se va diluyendo.
– Así es, pero existen secuelas que tardarán en resolverse – añadió con pesadumbre, Nieves -. Verá…., estoy casada con Jacinto Ibáñez de Sousa, un capitán del ejército con destino en la tercera región militar con sede en Valencia. Mi marido asistió a varias reuniones previas a la intentona, al igual que otros mandos militares. Él no quería participar en ese desatino, pero la obediencia debida a sus superiores pesó en una mentalidad dedicada a la carrera militar, como es la suya.
– ¿Quiere decirme que su marido participó en la Operación Turia? ¿Fue uno de los sublevados de Valencia? – La curiosidad empezaba a desbordar el interés de Rodrigo por una posible historia -.
– No llegó a serlo – afirmó de forma rotunda -. El día que debía incorporarse para participar en el alzamiento…, no acudió al cuartel. La última vez que le vi en nuestra casa de Valencia, la noche antes del suceso, solo me dijo que regresara a Madrid a la mañana siguiente y pasara desapercibida donde era más fácil hacerlo: en una gran ciudad. No me dio más explicaciones.
– ¿Lo ha vuelto a ver o ha tenido alguna noticia suya? – Indagó Rodrigo -.
– No. Ha desaparecido por completo y eso me preocupa.
– ¿Le dejó algún contacto, alguna dirección en Madrid donde pudiera dirigirse?
Nieves Durán frenó en seco la confesión espontanea que estaba llevando a cabo ante un perfecto desconocido. Dedujo que la información que le estaba facilitando era confidencial y dudaba si hacía lo correcto al inmiscuir a un hombre que acababa de conocer en cuestiones sumamente privadas, y por lo que había podido comprobar, bastante peligrosas.
– Disculpe, Rodrigo – iba a tratar de recomponer el asunto, sin estar convencida de la línea que debía seguir -. Agradezco su ayuda, pero sería egoísta por mi parte complicarle la vida más de lo que ya lo he hecho. Quizás debería olvidar todo lo ocurrido, continuar cada uno por su lado y así evitar posibles complicaciones venideras.
– Es tarde – el escritor había sido tocado en uno de sus puntosflacos. La fascinación que le provocaba asistir al alumbramiento de un argumento interesante, no tenía parangón con ninguna otra cosa para él. Si a eso le añadía que la fuente era una mujer atractiva, el enredo ya no tenía marcha atrás -. Lo que me ha contado ya me implica bastante en el asunto. Por lo tanto, si voy a ser objetivo de esos pimpollos trajeados, prefiero serlo con toda la información a mi alcance y conociendo a que me enfrento.
Nieves Durán evidenció cierta duda durante un instante eterno. Escudriñó la penetrante mirada de Rodrigo buscando algún gesto que le alertara de motivos ocultos por los que pudiera recelar. No los encontró.
– Usted lo ha querido – dictaminó sin más dilación -. La verdad es que tengo poco donde elegir, así que voy a volcar mi confianza en usted y espero no equivocarme.
– Le garantizo que no lo hará – Rodrigo intentó afianzar los débiles lazos que comenzaban a unirles -. Puede decirme todo lo que sepa y le prometo absoluta discreción.
– Gracias por su apoyo. Ahora mismo mi principal preocupación radica en que no se si la desaparición de mi marido ha sido voluntaria o forzada por terceros.
– ¿Qué le hace pensar lo segundo? – Inquirió Rodrigo -.
– La verdad es que no paro de pensar en todo lo sucedido durante los días anteriores al asalto del Congreso y a la salida de la división acorazada por las calles de Valencia, por si recuerdo algo que me sitúe en la dirección adecuada.
– ¿Qué ocurrió en esos días?
– Noté un comportamiento anormal en Jacinto. El carácter alegre del que hacía gala normalmente desapareció y pasó a mostrarse más serio y reservado. Le pregunté en diversas ocasiones si había algo que le preocupara y siempre negó esa posibilidad. Sin embargo, diez días antes de los sucesos referidos no pudo aguantar más y desahogó conmigo toda la angustia que le corroía las entrañas.
– ¿Qué le contó? – El interés de Rodrigo iba en aumento -.
– Prácticamente todo lo que sabía. Las reuniones clandestinas a las que había asistido junto a otros jefes y oficiales; las estrategias sobre la misión que cada uno debía desarrollar; día, hora y lugar de cada una de las acciones y un largo etcétera.
– ¿Incluyó en esa información los nombres de las personas que participaban en esas reuniones? – La charla iba adquiriendo un extremado aliciente para el escritor -.
– Sí, lo hizo. No obstante, todos los participantes en el intento golpista están identificados y esa noticia ha sido publicada por numerosos medios de comunicación. Por eso no entiendo la desaparición de Jacinto. Después de haber fracasado el golpe no tiene sentido que trate de ocultarse, ya que los que podían tomar represalias contra él por faltar al compromiso adquirido, han sido apartados del mando y acabarán en la cárcel cuando se celebre el juicio. En cambio, su actitud podría ser ahora elogiada.
– Tiene razón – ratificó Rodrigo -.
– Antes me preguntó si tenía algún contacto en Madrid. Jacinto me indicó que acudiera al Ministerio de Defensa y preguntara por el teniente Serrano, si él seguía ausente. Estudiaron juntos en la Academia Militar de Zaragoza y mantienen una buena amistad.
– Entonces pongámonos en marcha.
La determinación de Rodrigo la tranquilizó. Nieves empezaba a sentir plena confianza en aquel hombre al que acababa de conocer, y eso era una buena noticia.
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S I N O P S I S
Rodrigo Castro es un escritor de éxito que busca la inspiración para escribir sus novelas en tabernas de barrio poco recomendables. En una de ellas conocerá de manera bastante peculiar a Nieves Durán, una atractiva mujer que se siente amenazada por ser la esposa de un militar involucrado en el golpe de estado fallido del 23 de febrero de 1981, que desertó antes de participar en él para desaparecer a continuación sin dejar rastro. La narración de los hechos que Nieves pone en conocimiento del escritor, provoca en éste un entusiasmo inusitado por llegar hasta el meollo del asunto. A pesar de tener intereses dispares por dar con el paradero de Jacinto Ibañez de Sousa, marido de Nieves y capitán del ejército español desaparecido, ambos unen sus fuerzas para tratar de localizarlo, viéndose envueltos en una conspiración de altos vuelos que amenaza seriamente sus vidas. La acción se desarrolla en Madrid, poco después de ser abortado el asalto al Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981, lo que hizo fracasar el golpe de estado militar. La narración pretende conducir al lector por los entresijos de una trama ficticia, tomando como base los hechos realmente ocurridos en la fecha citada.
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