Hoy es lunes: día de ordeño. Unas cuantas paradas, unos minutos caminando y casi estoy en la clínica de donación de semen. Dinerito contante y sonante. Una paja, un billete. Así es como lo veo yo.

Me he colado detrás de una señora cuando pasaba el torno del cercanías. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era eso o gastar los únicos dos euros que me quedaban, perdidos dentro del bolsillo de la cazadora. Durante el trayecto, los manoseo hasta que se me pega su olor a metal.

El viaje en cercanías forma parte del ritual de los lunes.

Si puedo, me gusta sentarme cerca de una de las puertas, en esos asientos que se levantan en cuanto quitas tu culo de encima y se estrellan contra el respaldo dando un golpe fuerte. El sonido me recuerda a cuando de pequeños íbamos al cine y las butacas se reclinaban de la misma manera. Estábamos deseando que llegara el intermedio para poder dar el coñazo: que si me levanto, que si me dejo caer, pumba, pumba, pumba, hasta que llegaba el acomodador apuntándonos con la linterna en la cara y amenazaba con echarnos a la calle.

Lo mejor de los asientos pegados a las puertas es que te permiten huir de un lugar rápidamente. Antes de Los Santos Bravos ni siquiera lo había pensado, pero ahora lo repito como un mantra, casi como si fuera una filosofía de vida: «siempre podrás salvar tu culo si estás en uno de los asientos pegados a las puertas». Porque nunca sabes con quién vas a coincidir. Y mucho menos en un vagón de cercanías. En cuanto entro en uno de ellos, lo primero que hago es mirar hacia todos los lados, para asegurarme de que no tendré problemas en lo que dure el trayecto. Antes de entrar del todo, y de manera disimulada: vistazo general. Particularmente, busco personas con tatuajes en el cuello. Los Santos Bravos suelen tener tatuajes enormes cerca de sus cuellos. Dragones gigantes escupiendo llamas, serpientes que se enroscarían en tu cuerpo hasta matarte, escorpiones deseando clavarte su aguijón… Y, como marca particular, en el punto medio entre las clavículas, aparecen ―cubriendo gran parte de la piel― sus iniciales.

LSB. Escritas con letras de tipo gótico.

Sí señor. Los Santos Bravos suelen llevar grandes tatuajes de color negro sobre el fondo de su piel oscura. Y ―por suerte― suelen ser bien visibles.

Tatuajes en el cuello. Nunca hay que pasar por alto los tatuajes en el cuello.

De momento he tenido suerte. Todavía no me ha tocado huir. Pero sé que tarde o temprano sucederá. Los Santos Bravos me están buscando y, aunque la ciudad es gigantesca, sé que acabarán por encontrarme.

El vagón hoy va bastante vacío y he podido sentarme donde quería. Cerca de mí se ha colocado un trío de chicas ruidosas que se ríen escandalosamente y que no dejan de cruzar y descruzar las piernas. En un día normal me las quedaría mirando hasta que terminara mi trayecto. Me gusta ver cómo empiezan a recolocarse la melena para un lado y para otro. «Eh, tía, ese de ahí, el de los vaqueros desgastados, te está mirando. ¡Y no está nada mal!». En cuanto notan que las observas, las mujeres empiezan a prestarte atención. Una de ellas se parece a Jenny. O más bien: una de ellas tiene una boca como la de Jenny. De labios gordos y rojizos. Sonrío de medio lado recordando las cosas que hace Jenny con su boca pero, después, muevo la cabeza, sacudiéndome ese pensamiento.

Jenny… Imagino que me la encontraré en la clínica. Igual que a Lucía. No sé si el resto de clínicas de donación de semen tendrá unas trabajadoras que estén tan buenas como a la que yo voy. En serio. Es verlas y tener la mitad del trabajo hecho.

¿Le tocará a Jenny repartir los botecitos esta semana? De verdad que espero que no. Con suerte, estará en el almacén, o enseñando las salas a algún nuevo donante… Sin darme cuenta, me pongo a pensar en el último día en el que estuvimos juntos. Después de ese último día en su casa no hemos vuelto a hablar. Debía de haberlo previsto. «Será mejor dejarlo así», le dije, vistiéndome y saliendo sin dar un portazo.

Los frenos chirrían mientras el tren se detiene de nuevo. Las puertas se abren. Un aire congelado se cuela dentro del vagón. «La siguiente es la mía», murmuro, y siento una pereza enorme por tener que terminar el trayecto, levantarme y salir a la calle con este frío. Pero un deber es un deber, y hoy sigue siendo lunes.

Al final, termino clavando los ojos en la chica de labios gruesos, que parece ignorarme mientras continúa hablando con sus amigas.

La chica parlotea y parlotea. Sus labios se mueven como dos cerezas gordísimas, y yo me imagino explotando esas dos cerezas con mis dientes hasta que su jugo dulce y afrutado me llena la boca. El tren está invadiendo la estación y la gente comienza a arremolinarse delante de las puertas. Me pongo de pie bruscamente y sin sujetar el asiento, que golpea contra el respaldo. Es entonces cuando la chica de los labios gruesos, al fin, me mira, sonríe y se coloca la melena sobre su hombro. Son solo unos segundos en los que sus ojos se clavan en los míos. Después, vuelve a lo suyo.

El tren se para del todo y alguien pulsa el botón de apertura. Salimos a la carrera, estorbándonos unos a otros mientras dejamos atrás el andén. Bajo por las escaleras de la estación sin sacar las manos de los bolsillos de la cazadora, olvidándome de la chica del cercanías. Cuando salgo a la calle, me doy cuenta de que la moneda de dos euros está caliente y un poco sudada.

[…]

Para saldar mi deuda con Los Santos Bravos necesitaría ir a la clínica… ¿Todos los días? Y, una vez allí, tendría que cascármela al menos unas diez veces. Eso es. Diez veces al día. Una detrás de otra. Venga, venga, venga. Y poder seguir ese ritmo antes de acabar topándome con ellos en cualquier rincón de la ciudad. Paja, billete, paja billete, hasta que muriese de agotamiento con la polla cogida en la mano derecha.

Así de alta es mi deuda.

Hace tanto frío que, cuando llego frente a la puerta de la clínica, mis manos están rojas y congeladas. Las froto una contra la otra unas cuantas veces y les echo mi aliento, caliente y húmedo.

Desde la puerta de cristal veo a Lucía, a cargo del mostrador de información. Lleva la chapita de la clínica con su nombre y apellidos pinchada en la blusa, sobre uno de sus pechos y está sentada con la espalda muy recta, tal y como aconsejan los tratados de yoga que no para de leer. Ahora mismo, teclea algo en el ordenador, y sostiene un lapicero con la boca. A Lucía le gustan mis manos grandes y fuertes. Le gusta pasar los dedos por los cortes y las pequeñas cicatrices, que son fruto de todos los trabajos que he hecho en la carpintería de mi tío. No sé qué cara pondría Jenny si supiera que, mientras he estado con ella, también me he visto un par de veces con Lucía.

El sonido de la puerta al abrirse hace que Lucía alce la vista de la pantalla y mire a ver quién ha entrado. Cuando cruzamos la mirada, se saca el lapicero de la boca y se recoloca las gafas de pasta negra. La recuerdo botando encima de mí solamente vestida con esas gafas de pasta negra. La saludo guiñándole un ojo y noto que se sonroja como una tonta.

Me dirijo directamente a la sala en donde se entrega el material. Conozco tan bien el camino que podría recorrerlo con los ojos cerrados.

La puerta de la sala está abierta. Por supuesto, hoy es Jenny la encargada de proporcionar el material a los pajeros. Noto cómo se me arruga la frente. Jenny lleva el pelo recogido y está recolocando las estanterías. No puedo evitar que me invada la pereza. Hubiera preferido a cualquier otra, incluso a la estirada Angélica jamásmetocarásporquenoeresdigno. Una vez le dije a la estirada Angélica que debería relajarse, montarse una fiesta, beberse unos tragos, despelotarse, pasárselo bien… Pero ella no es capaz. «Yo sé cómo hacer que una mujer lo pase bien», dije. Ella me miró tan fijamente que pensé que podía ver en el interior de mi cabeza.

―¿Con alguien como tú? ―dijo, repasando mi vestimenta de arriba abajo, con la misma cara que le pondría a un vagabundo maloliente que la acabase de rozar sin darse cuenta―. Antes me acostaría con un cerdo de cien kilos ―añadió. Yo me eché a reír. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me gustaría saber qué tal se lo monta la estirada Angélica una vez que se quita la bata de la clínica y sale de trabajar. ¡Ah…! Jamás lo imaginé, pero hoy hubiera perdonado el billete si la hubieran puesto a ella a repartir los botecitos…

―Buenas ―digo, dando unos toques con los nudillos en el marco de la puerta. Detrás de mí están las salas donde esperan los que vienen a pedir su pequeño milagro a la clínica.

Jenny se gira. Su bata blanca tiene un botón de más abierto. Y, debajo, lleva una camiseta con un escote amplísimo.

―Buenos días ―dice, como si no me conociera, aunque no consigue evitar fruncir la boca de manera inconsciente. Sus labios rojos son dos cerezas espachurradas. «¡Está rabiosa!», pienso cuando se agacha ―solamente un poco― para coger el bote de plástico.

(Sujetador de color rosa suave, con encaje por encima de las copas. Y su mancha. Una mancha no muy grande y peculiar, en forma de pequeño corazón, justo sobre una de las clavículas. Una mancha que sabe a calor y a carne, a sexo sin restricciones).

Si por mí fuera, habría podido estar con Jenny durante mucho tiempo más. Ella sabe estrujarme como ninguna. Ahora arriba, ahora de lado, ahora ponme así… Y nunca se harta… ¡es inagotable! Con las demás siempre me ha tocado hacer parones, dejar que duerman un poco, que descansen. En ese sentido, Jenny es como yo: uno, y después otro, y otro más. «No te rindes nunca», decía. «Podríamos vivir siempre así».

Jenny me mira a los ojos mientras me entrega el bote esterilizado.

Cojo el bote con la mano derecha y lo guardo, calentándolo en la palma. La envoltura de plástico suena con un frufrú delator. Me giro. Quiero acabar con esto cuanto antes. En la sala de espera hay una pareja con pinta de mojigatos que guarda su turno para pasar a hablar con uno de los médicos de la clínica. Me río pensando en ellos. ¿Qué opinión tendrán de un tipo que lleva una camiseta vieja y unas botas raídas? ¿Entrarán donde el médico y dirán: «queremos el semen de ese tipo, del tío grande, sí, sí, el desaliñado»? Nunca me había puesto a darle vueltas, pero la verdad es que venir a pedir semen a estos sitios debe de ser como jugar a la lotería.

Jenny sale de la habitación donde se entrega el material y señala con uno de sus dedos hacia el pasillo:

―Hay que recorrerlo hasta el final: última sala, a la derecha ―me dice―. Lo acompañaré.

En la clínica, Jenny me trata de usted. Como si fuera un tío importante; porque, para la clínica, todos los pajeros a los que financian son tíos importantes; porque, como dicen en sus panfletos: «usted está realizando una labor importante»; soltar tu semen en un bote esterilizado en vez de en un pañuelo de papel es una labor importante. Es casi como entregar a tus hijos, a tus bebés sonrosados, por una cantidad de dinero que nunca es suficiente. Por eso, cuando donas tu semen siempre te tratan de usted. Aunque haga menos de una semana que Jenny se manchara los muslos del mismo semen que hoy voy a entregarle en un bote.

Mientras recorro el pasillo, me quito la cazadora. Jenny camina a mi lado.

―He pensado en llamarte ―dice cuando ya nadie puede vernos. Prefiero no contestar―. Oh, vamos, ¿no vas a decir nada?

Recuerdo que la última vez que me dijo eso estábamos los dos completamente desnudos, ella, sentada sobre la cama revuelta, agarrándose las puntas de los pies con los dedos; yo, de pie junto al radiador. Si hubiéramos estado en mi casa, podría haberle pedido consejo a la mancha de humedad que tengo debajo del alféizar, en la ventana que da al patio de vecinos. En serio. Podría haberla mirado y haberle preguntado: «¿tú qué opinas?, ¿le decimos algo a Jenny?, ¿le decimos la verdad?». Se lo podía haber preguntado, sí señor; pero, en casa de Jenny, toda la pared estaba pintada de un pulcro color rosa suave, y allí no había nadie más a quien pedirle consejo.

Jenny estaba empeñada en ir a más, en que nos viéramos fuera de aquella habitación, en ir al cine, a cenar… no sé.

«―¿No vas a decir nada? ―dijo. Yo me di la vuelta y miré a través del cristal de la ventana de su cuarto. Las luces de las farolas empezaban a encenderse.

»―Es una lástima ―dije. Y entonces Jenny se puso en pie, se enfureció, y me gritó, y se echó a llorar, y todas esas cosas al mismo tiempo.

»―¿El qué es una lástima? ―dijo.

»―Que no podamos seguir así.

»―Así… ¿cómo?

»―Así… así ―dije volviéndome, con las palmas hacia arriba. Nuestra ropa estaba toda tirada por el suelo―: En pelotas ―añadí, como un gilipollas.

»―¿Eso es lo que quieres? ¿Pasarte la vida en pelotas?

Jenny enfadada estaba mejor que nunca.

»―¿No estaban Adán y Eva en pelotas todo el día? ―dije, encogiéndome de hombros.

»―Ellos vivían en el paraíso ―dijo Jenny―, y nosotros tenemos que vernos aquí porque tú ni siquiera te atreves a llevarme a tu casa.

»―Ah, pecadora ―dije, haciendo la señal de la cruz juntando dos dedos y extendiendo las manos hacia ella―, ¡tú no estás preparada para el acceso al paraíso!, ¡debes expiar tus culpas! ―dije, pero no le hizo gracia. Ella siguió a lo suyo.

»―Eres un imbécil ―dijo Jenny―. Adán y Eva… Ellos, por lo menos, no necesitaban trabajar. Ni tampoco el dinero. Tú sí. ―Su dedo índice se clavó en mi esternón―: Tú tienes una deuda.

(La deuda. Mi deuda con Los Santos Bravos. Nunca le tenía que haber dicho nada. A fin de cuentas… ¿qué tenía eso que ver con Jenny?).

»―Fue una mala decisión que empezáramos a hablar ―dije―. Deberíamos haber estado continuamente follando. ―Cogí su dedo índice y me lo metí en la boca. Jenny se revolvió como si hubiera sufrido una descarga eléctrica―. Sé que a ti también te apetece.

»―Eres un completo imbécil ―dijo―. Y un inconsciente. ¿No ves el peligro?

»―Si tanto te preocupo… préstame tú el dinero ―añadí, cogiéndola por la cintura Después la besé y noté cómo su cuerpo se aflojaba. Estaba a punto de decir que sí, o de dejarse convencer para regresar a la cama conmigo. Estaba a punto de algo, pero entonces volvió con lo de comer fuera, hacer cosas juntos, ser una pareja…».

En la clínica, según nos acercamos a la sala en donde realizaré mi donación, empiezo a sentir un calor incómodo.

―He estado muy ocupado ―le digo a Jenny, mientras doy unas zancadas bien grandes para terminar lo antes posible con este pasillo eterno.

―¿Lo has pensado? ―pregunta. Sus labios rojos están brillantes y su lengua húmeda se adivina detrás de la barrera de sus dientes.

Me dan ganas de preguntar «¿el qué?», pero no quiero volver a tener una discusión con Jenny. Y mucho menos dentro de la clínica. Me fijo en la bata que lleva, con su botón de más desabrochado.

―¿Quieres que vayamos a tu casa cuando salgas? ―digo. Jenny entrecierra los ojos―, ¿o quieres venirte a la mía? Total, ya hay confianza…

―Eres un imbécil ―dice―. Solo quieres que nos acostemos. Nada más.

Me encojo de hombros. Ya hemos llegado a la sala donde realizaré mi donación.

―Como quieras ―digo, y añado―: Yo ahora tengo cosas que hacer. Te llamaré si necesito ayuda…

―Jódete, Jonás ―dice Jenny, y después se vuelve con rabia y regresa hasta el lugar en donde se entregan los botecitos.

[…]

SINOPSIS

Jonás, un tipo con un éxito más que respetable entre las mujeres, tiene un problema: le ha pedido prestado dinero a Los Santos Bravos (una peligrosa banda de la ciudad) y no ha encontrado la manera de devolvérselo. Eso lo obliga a aceptar todos los trabajos que le ofrece su tío, el “cara de vinagre” (que es el dueño de una carpintería y que mantiene con Jonás una tensa relación). Y también lo obliga a acudir cada lunes a la clínica de donación de semen para poder ganarse un billete miserable.

Allí, va a conocer a Ricky, un enano que le prometerá una solución a sus problemas a cambio de… bueno, de ir un poco más allá.

Pero también va a conocer a Mara. Y, después de Mara, ya nada va a volver a ser lo mismo.

P. D. Me gustaría aclarar que la alusión a un café/restaurante, aunque no se da en el primer capítulo (muestra de escritura enviada al concurso), sí aparece a lo largo de la novela (con bastante relevancia). Espero que este hecho no suponga ningún problema.

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