Existe un dios, escondido, profundo, tan profundo que no se puede observar, que no se puede sentir, que no se puede descubrir.
Existe un dios, que es indispensable, que nos persigue a todas partes, como sombra, como huellas tras nosotros.
Existe un dios, que me aparto de ti, segándome profundamente de tu existencia, de tu ser, de tu vivir.
Existe un dios, que me obligo a olvidar, dejando, por un lado, el cariño y el amor que algún día me regalaste sin ninguna condicionante.
Cómo fue que ese dios no me dejo ver lo poco a poco que tu cuerpo y tus fuerzas se iban deteriorando. Nunca imaginé que en tus últimos días de vida, ese dios no me dejara ver tu terrible agonía.
Tantas rosas suplidas por textos, tantos roses de tu cuerpo por notas de voz, tantas veces nos rechazamos por tan estúpido dios que nos apresaba.
Falta de conexión, poca carga en el amor, miles y miles de nota de voz en vano, archivos tirados al vacío dónde iban todos nuestros recuerdos que prometimos jamás olvidaríamos para nunca dejar morir nuestro amor.
Fue a contra luz dónde te conocí, en el ocaso, a la sombra de un árbol, allí fue dónde hicimos el amor.
Te encontré, te conocí y por la bendita fortuna de tenerte nos volvimos uno, uno entre mil, únicos cómo ninguno, caminando sin orgullo sin dios sin, nada de que atemorizarnos, sin nada a que temer, sin un dios quien nos atemorizará sin que nos arraigará a nada, sin que nos condenará a nada.
Como arena de mar fueron nuestros recuerdos, recuerdos que juntos construimos, que juntos forjamos, que juntos formamos para no olvidarlos nunca, para jamás borrarlos de nuestra mente. Pero como agua de mar escurriéndose entre las manos, así se esfumaron cada uno de nuestros recuerdos. Ese dios quien nos unió y aunque paradójico, fue el mismo quien se encargó de cegarme para olvidarte de a poquito, para olvidarme de las noches sin fin, de los orgasmos placenteros que experimentábamos, cuando tú y yo éramos uno, como uno entre mil.
Aún suena en mi mente el sonido del río, aquella tarde de inverno, en el atardecer, cuando después de diez años, propusimos cambiar el rumbo y el ritmo de nuestras vidas, cuando por fin decidimos olvidarnos de todos y ser solos tu y yo.
El frio del invierno y las aguas heladas pasaron a segundo plano, por que nuestro amor era fuerte, tan fuerte como el añejo roble dónde pasamos tardes enteras conversando de lo que sería nuestro amor en el futuro.
Pero así, como en invierno comenzó todo, fue en invierno que comenzó a desaparecer todo, todo lo que habíamos formado, todo lo que soñamos por muchos años, ya no éramos uno entre mil, comenzamos a perder forma, a parecernos a la masa amorfa de la sociedad, que vive solo por vivir y no vive por amar.
El desgaste fue tanto que nunca me di cuenta cuando fue que comenzamos a desgastarnos, el olvido fue tan seguido que no me acuerdo cuando comencé a olvidarte, el dios que tanto odiábamos lo comenzamos a adorar como uno entre mil, las noches apasionadas de pronto desaparecieron, los orgasmos prolongados comenzaron a ser estrellas fugaces, las sabanas ya no se arrugaron, ese dios nos hacía el desvelo placentero, pero ya no en pareja si no como seres individuales, solos, sin placer.
Cada invierno que llega, es cada invierno para el olvido, perdimos el sabor, perdimos el amor, perdimos lo nuestro, por culpa de ese ingrato dios. Viva en mi memoria está el recuerdo de las tardes, cuando tomados de la mano caminábamos sin importar si nuestros pies se mojaran y que luego una fuerte gripe nos tomará por sorpresa. De Charco en charco íbamos saltando con charlas amenas recordando el pasado, no había un dios quien nos atara de pies, manos y pensamiento. Para terminar la tarde, ya nuestra acostumbrada taza de café con la anciana al piano bar recitando piezas de Chopin, que tanto nos gustaban, por cierto. Cada invierno era lo mismo, pero, aunque las gotas de lluvia eran las mismas y el clima típico de la época no cambiaba, nuestra convivencia cambiada al pasar de los años.
Ese dios comenzó a aparecer, y cada año iba evolucionando tomando distintas formas muy a lo omnipresente. Primero grandes y pesados, luego muy pequeños y delgados. Aunque por moda ese dios se volvió necesario, en nuestra relación fue el causante de nuestras discordias, de nuestros enfrentamientos abruptos, se convirtió en el mejor método anticonceptivo. Las flores que cada mes te obsequiaba se convirtieron en simples imágenes sin sentido descargadas acabando con la magia. Todo se volvió efímero al pasar los días los meses y los años.
De pronto voy caminando un día de invierno de regreso a casa junto con ese dios, por cierto, en ocasiones, desconozco unas siluetas que van a lado mío, personas parece que es el calificativo que les da el diccionario virtual de mi dios.
Esquivo unos agujeros enormes muy húmedos, una enciclopedia virtual me define que son agujeros que en invierno se forman por las lluvias copiosas de la época. Según mi dios me indica que ya e caminado mucho y que debo sentarme a descansar, diez mil pasos ya caminados que a propósito ni e sentido, han hecho que me detenga por un momento a descansar.
Ese dios invencible se resbala de mis manos y herido decide descansar.
Tras del dios una vieja foto dedicada a mi persona, el encanto paso y recuerdo que es la persona con la que pasaba las épocas de invierno en el viejo piano bar tomando café, corro hacia mi casa de habitación, y allí esta ella, el tiempo le ha pasado factura ya no es la misma. En un suspiro me dejo y ya no abrió más sus ojos.
Existe un dios que no debiera de existir, existe un amor que no debiera de acabar.
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