14 de octubre, 22:50 hrs.

– Vamos, inspector, admita que ha sido divertido. Estaba muerto hasta que yo le di algo por lo que levantarse de la cama. Casi me da pena que esta relación que hemos creado termine. Pero ya se sabe que lo bueno, si breve…

– Era como un hermano para mí, ¡él no entraba en el juego!

– Yo decido quién juega y quién no y él pedía a gritos entrar en la partida. Aunque ni en mis mejores sueños hubiera imaginado que acabaría así. Debo decirle que no creí que fuera a hacerlo ¡pero lo hizo!

– Nadie te creerá.

– Verá, su suicidio es casi una noticia anunciada. Policía torturado por la culpa se pega un tiro incapaz de soportar el bochorno de ser condenado ¿o prefiere cortarse las venas? Personalmente me parece más elegante. Y yo seré quien intentó salvarle, hacerle entrar en razón pero que, tristemente, no lo consiguió…

– Yo nunca me quitaría la vida.

– Desgraciadamente para usted, no estará vivo para rebatir mi versión.

– No te saldrás con la tuya.

– Ya lo he hecho. Jaque mate inspector.

Un mes antes…

El reloj de pared que colgaba tras él marcaba las cinco de la mañana. Desde el crimen de Lorena Padilla, el más brutal de los tres asesinatos cometidos hasta ahora, le costaba dormir, y veía pasar las horas sentado en el antiguo sofá de su ya fallecido padre, whisky en mano, y con la mirada fija en los expedientes de aquellos macabros crímenes.

Frente a él, tres pares de ojos le recriminaban no haber encontrado aún a la persona que les quitó la vida de manera tan cruel. En los últimos meses, tres mujeres de entre treinta y treinta y cinco años habían aparecido brutalmente asesinadas en diferentes playas de El Puerto de Santa María, una pequeña ciudad de la provincia de Cádiz, en el sur de España.

Los periódicos, en su anhelo por informar o por saciar el gusto por lo macabro tan propio del ser humano, se habían hecho eco rápidamente de estos sucesos, tan extraordinariamente raros en una ciudad tan tranquila, denominando a estos asesinatos los Crímenes del Agua. La población se dividía entre el miedo de saber que entre ellos vivía un asesino en serie y la emoción de ser el centro de atención a nivel nacional. Desde el caso Romero, ocurrido diez años atrás, no se había vivido en la ciudad algo parecido.

El caso no había tomado importancia hasta la aparición de la Sra. Padilla una semana antes. Su cuerpo se encontró en la playa de Puerto Sherry, una pequeña cala a la que los portuenses acudían, sobre todo, los días de levante. Un vecino de la zona, que paseaba a su perro, había encontrado el cadáver al amanecer.

El cuerpo estaba desnudo, boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos en cruz, igual que las dos víctimas anteriores. Pero lo insólito en este caso era que el asesino había marcado en la frente de la Sra. Padilla el número tres con números romanos. Las señales de ensañamiento se evidenciaban en las cuarenta puñaladas que recibió la víctima, muchas más que en los dos primeros casos, en los que tanto Inmaculada Álvarez, la primera fallecida, como Sara Rodríguez; la segunda, habían muerto degolladas y, aunque en ambas se hallaron laceraciones en el abdomen, se encontraban lejos del nivel de sadismo mostrado en el crimen de la Sra. Padilla.

El inspector del Grupo Especializado de homicidios de la Comisaría Provincial de Cádiz, Borja Alvear, estaba a la cabeza de la investigación y el caso se había convertido en su obsesión.

– Está degenerando – Alvear hablaba por su viejo móvil sin apartar la mirada de las víctimas – le infirió cuarenta puñaladas y escribió a cuchillo antemortem el número tres en la frente. Si hubiéramos tenido dudas de que los crímenes estuvieran relacionados, ya no tendríamos ninguna.

– Pero no marcó a las dos primeras.

– O no lo vimos. Le dije a Lázaro hace tres días que pidiera la orden para exhumar el cadáver de Inmaculada Álvarez. Espero que traigan el cuerpo hoy. Pero Sara Rodríguez fue incinerada.

– Vaya con el juez instructor…¿Qué tal te va con tu nuevo compañero?

– Es insoportablemente intenso. Me sigue a todas partes como un perrito faldero, a veces le tengo que sacar de una patada de la escena del crimen…

– No sé a quién me recuerda.

– Vamos Carrasco, yo nunca fui así. – rió Alvear.

– Tienes razón, eras peor. Todavía recuerdo tus llamadas de madrugada para contarme las teorías que se te habían ocurrido durante tus noches en vela y por lo que veo lo sigues haciendo.

– Si no te hubieras jubilado no tendría necesidad de llamarte.

– Si no me hubiera jubilado este trabajo habría acabado conmigo. Y lo hará contigo. Nunca conseguí enseñarte a distanciarte de los casos. Te involucras demasiado Borja, acuérdate del caso Romero, casi no te recuperas. Este trabajo te pasará factura tarde o temprano, y a mí por seguir cogiéndote el teléfono. Hazme un favor, la próxima vez que me llames que sea para tomarnos una cerveza ¿de acuerdo?

Borja recordaba con cariño sus primeros años en el Grupo de Homicidios cuando tuvo la suerte de ser compañero del gran inspector Carrasco. Cualquier agente hubiera matado por trabajar cerca de él, ni qué decir tenerlo por compañero. Carrasco le enseñó todo lo que sabía sobre crímenes violentos, pero nunca tendría la intuición que caracterizaba a su ya retirado amigo.

Alvear se encontraba un callejón sin salida. El asesino había sido muy meticuloso a la hora de borrar su rastro, no se encontraron huellas ni ADN, y entre las víctimas no existía relación, ni si quiera se conocían, algo extraño en una ciudad pequeña. La primera víctima era peluquera y soltera; la segunda, veterinaria, casada y con dos hijos; y la tercera, profesora y divorciada. Lo único que tenían en común es que las tres eran víctimas de bajo riesgo, morenas y de edad similar, pero por lo demás, no podían tener vidas más diferentes.

Las altas esferas presionaban a Alvear para que hiciera algún avance en el caso. Era año de elecciones y un asesino suelto por la ciudad no le auguraba buenos resultados a un alcalde siempre ávido de poder y a un joven fiscal deseoso de ser el que metiera entre rejas al responsable de los «Crímenes del Agua» . Pero, ¿cómo encontrar a un asesino que no sigue una pauta a la hora de matar? – Si por lo menos averiguara por qué las eligió – se repetía Alvear una y otra vez sin apartar los ojos de los expedientes ya maltrechos de tanto leerlos.

La alarma de su viejo móvil repicó estridente indicando que ya eran la siete de la mañana. Alvear echó un último vistazo a las fotografías de las muertes y cerró los expedientes. Sentía la cabeza pesada y eso le impedía pensar con claridad. Decidió despejarse antes de ir a la comisaría.

Le gustaba correr por el paseo marítimo de Valdelagrana. Aunque ya era mediados de septiembre, el sol aún calentaba y, tras terminar de entrenar, se sentó en la orilla y vio el amanecer mientras las olas del mar chocaban juguetonas contra sus pies descalzos. Para Alvear era una terapia de relajación auto impuesta, aprendida hace diez años cuando llegó a esta ciudad. Entonces pensó que tanta calma lo mataría, ahora no se veía viviendo en ningún otro lugar.

Una vez concluido su ritual matutino, se encaminó a la comisaria lleno de optimismo, el cual se esfumó en cuanto llegó y vio al alcalde esperándolo.

– Un asesino en serie actuando en mi ciudad y la policía llegando tarde al trabajo.

– Alcalde, ¿cómo usted por aquí de nuevo? ¿No tendría que estar engañando a alguien para que le vote?

– A diferencia de usted Alvear, no necesito mentir para hacer mi trabajo. ¿Hay alguna pista sobre los crímenes? – El alcalde se giró y, a través de la puerta entreabierta del despacho de Alvear, pudo observar en la pared el extraño collage en el que estaban documentados los brutales asesinatos al detalle.

– ¿Es así como pretende coger al asesino? ¡Exponiendo a la vista de todos sus atroces actos! Supongo que con la esperanza de que a algún compañero suyo lo vea y se le ocurra alguna pista.

– Alcalde – interrumpió el comisario – tengo a todos mis hombres investigando estos asesinatos. No es por dejadez que aún no lo hayamos cogido, es…

– Dígalo comisario, es porque es más listo que ustedes. Haga que su equipo se ponga las pilas si no quiere que hable con su superior y les aparte del caso – el alcalde se giró bruscamente hacia Alvear al que fulminó con la mirada – y rece para que no haya más víctimas, porque será su culpa, como la última vez.

Alvear tuvo que agarrase fuertemente a la silla para no levantarse y meterle una paliza a ese petulante.

– No le hagas caso Borja, sólo intenta provocarte. ¿Por qué te tiene tanta manía? – preguntó el comisario.

– Por que soy el único que ve cómo es realmente.

– Sí, es un hombre extraño. Pero tiene razón en una cosa, estamos estancados, así que he pedido ayuda.

– ¿Ayuda? Puedo con este caso, sólo necesito averiguar qué motiva al asesino.

– Por eso mismo. Mira, han pasado casi cinco meses desde la aparición de la primera víctima y no tenemos nada, un punto de vista diferente nos vendrá bien. – Alvear miró a su superior intentando averiguar a qué se refería con otro punto de vista. – He hablado con un amigo mío y me ha recomendado a una psicóloga. Ha trabajado con ella en otras ocasiones y les fue de mucha ayuda. ¿Recuerdas el caso de las gemelas ahogadas en el pozo? Fue ella quien descubrió que había sido el hermano, sin su ayuda es posible que nunca se hubiera llevado al responsable ante el juez.

– Trabajo mejor sólo.

– ¿Y Lázaro qué es? ¿Tu perro guía? Trabajaréis con ella. Está a punto de llegar, ponle al día.

– Pero ¿cómo se llama? – preguntó al comisario, que ya se había encerrado en el despacho – genial, ahora tendré que cuidar de un bebé y una loquera. – Su compañero le miró desde su mesa con cara de pena.

– En mi defensa diré que nunca he necesitado un canguro. – Alvear levantó la vista y frente a él se erguía una atractiva morena, de unos treinta años, elegantemente ataviada con un vestido negro que le llegaba justo por debajo de las rodillas y se ceñía a su cuerpo resaltando sus graciosas curvas. – Me llamo Carla, la loquera, encantada – sonrió la joven.

– Disculpe si la he ofendido – el inspector Alvear, con la cara colorada por el bochorno, le estrechó la mano.

– Si me ofendiese cada vez que me llaman loquera sería una persona realmente infeliz. – Carla se giró, y aun con una sonrisa dulce dibujada en su rostro – saludó al compañero de Alvear.

– Encantado, soy Adán Lázaro. – respondió nervioso.

– Tiene un nombre muy interesante inspector. – le dijo a Lázaro mientras éste seguía sujetándole la mano.

– No soy inspector aún, pero gracias, me lo dicen a menudo…lo del nombre no lo de inspector…por qué iban a llamarme inspector aquí claro…

– Lázaro, ya puedes soltarle la mano – le instó Alvear.

– Bueno, ¿dónde puedo ponerme? – preguntó Carla ya liberada del joven agente.

– ¿Ponerse? ¿Es que acaso piensa trabajar desde aquí? – se asombró Alvear.

– Voy a ser su sombra inspector. A donde vaya usted voy yo.

– Deme un segundo por favor.

Alvear corrió al despacho del comisario y entró sin llamar.

– No voy a tenerla todo el día pegada a mí. Que se largue a su casa y ya la llamaré si tengo alguna pregunta. Pero no puede quedarse aquí. Además, ¿usted la ha visto? Va a distraer a toda la comisaría. Y nuestros psicólogos se van a cabrear si una civil pasa por encima de ellos.

– La seguirás hasta al baño sin con eso cogemos al asesino Alvear. Me estoy jugando el puesto con este caso, tengo al fiscal y al alcalde retorciéndome los huevos así que sal ahí fuera y compórtate como un hombre, cualquiera diría que esa mujer te intimida – se burló el comisario – y se amable.

Alvear salió del despacho, respiró hondo y dibujó una falsa sonrisa en su rostro. Cuando se dio la vuelta la psicóloga había desaparecido. – ¿Dónde está? – preguntó a Lázaro.

– En tu despacho.

– ¡Cómo la dejas entrar zoquete! – Alvear se dirigió a su despacho y vio a la psicóloga de espaldas observando el mural de los horrores en el que se había convertido la pared. Observándola desde esa posición pudo contemplar las largas piernas de su nueva compañera. La visión de esa mujer hacía que su corazón latiera con rapidez. ¿Señora…? – comenzó a decir.

– Señorita en todo caso, aunque creo que deberíamos tutearnos – respondió sin dejar de mirar la pared. – ¿Habéis pedido la exhumación de las dos primeras víctimas? – Alvear se quedó asombrado.

– ¿Por qué lo preguntas?

– El sujeto ha marcado a la tercera víctima, es posible que también lo hiciera con las otras dos, sólo que no se vio en la autopsia. – Carla se giró hacia Alvear y le sostuvo la mirada. – Claro que lo has hecho, así que supongo que me estabas poniendo a prueba. – Alvear sonrió.

– Esta tarde tendremos el cuerpo de Inmaculada Álvarez. La segunda víctima, por desgracia, fue incinerada.

– Bueno, en ese caso, vayamos a desayunar y así me pones al día.

Carla cogió su abrigo y, sin esperar la respuesta de Alvear, salió por la puerta con la elegancia que la caracterizaba. Alvear la siguió instintivamente.

Durante el desayuno, el inspector la informó de lo que tenían hasta ahora, que era poco, mientras ella tomaba notas cuando escuchaba algo interesante. Alvear se sorprendió observando cada gesto de aquella risueña mujer, cuya sonrisa, entre sutil y tímida, le hacía parecer increíblemente dulce y seductora. Y cuando Carla posaba la mirada en él , con aquellos enormes y rasgados ojos marrones, de esa forma tan penetrante, el duro e insensible corazón del inspector, comenzaba a latir desbocado. Dedicaba tantas horas a su trabajo que ya no recordaba cuándo fue la última vez que estuvo con una mujer.

Pasaron toda la mañana hablando de crímenes en los que habían trabajado. Alvear se interesó por el caso de las gemelas y Carla por el caso Romero, pero ninguno quiso hablar de ellos.

– Veo que a los dos nos persiguen los fantasmas. – dijo Carla mientras posaba su mano cariñosamente sobre la del inspector.

– Es Lázaro, ya ha llegado el cuerpo de la primera víctima – dijo mientras retiraba su mano lentamente – ¿vamos o quieres tomarte el sexto café?

– ¡Pero si tienes sentido del humor! empezaba a pensar que sólo sabías hablar de crímenes – dijo Carla riendo mientras se levantaba – estoy segura de que vamos a disfrutar trabajando juntos, ya lo verás.

Cogieron el coche y se dirigieron al Instituto de Medicina Legal de Cádiz donde habían trasladado el cuerpo. Cuando llegaron, el forense ya había empezado a analizar el cuerpo y, como siempre, Lázaro había sido el primero en llegar.

– Hola Tomás ¿cómo estás? ¿has encontrado algo? – preguntó al forense.

– Por ahora nada Alvear, y que tu compañero esté respirándome en la nuca no ayuda.

– No quería perder ningún detalle por si no llegaba a tiempo inspector – respondió Lázaro que agachó la cabeza ante la mirada reprobatoria de su superior.

– Por lo que parece no se ven marcas similares a las de la Sra. Padilla. Lo siento Alvear, no hay nada.

– Espere – interrumpió Carla – ¿le ha mirado la cabeza?

– ¿La cabeza? – preguntó indignado el forense.

– Sí, ¿le podemos cortar el pelo?

– ¿Quiere que le rape la cabeza? Señora…

– …señorita, por favor.

– Pues señorita, he palpado el cuero cabelludo y no se aprecian heridas ni marcas.

– No si utilizó otra cosa. Por favor, proceda.

El forense miró a Alvear que asintió con la cabeza. Con cara de pocos amigos, Tomás comenzó a pasar una maquinilla haciendo que raídos mechones de pelo cayeran al suelo sin gracia ninguna.

– Ahí está – dijo victoriosa Carla – le ha tatuado el número cuatro en la base del cráneo.

– ¿El número cuatro? – preguntaron los tres hombres al unísono.

– No tiene sentido – concluyó Alvear.

– Sí que tiene sentido, no para nosotros, pero sí para el asesino. – sentenció la psicóloga – ¿Por qué te tatuó el número cuatro y no el uno Inmaculada?


RESUMEN

En una tranquila y pequeña ciudad del sur de España, una serie de asesinatos macabros conmociona a sus habitantes. Sin un aparente nexo entre ellos, un obsesionado inspector pondrá en juego su carrera y su vida para encontrar al responsable.

Torturado aún por un antiguo caso, deberá meterse de nuevo en la piel de un asesino en serie para entender qué le mueve a cometer actos tan violentos. Para ello, tendrá que enfrentarse a sus propios demonios, un camino sin retorno lleno de peligros que podría hacerle perder la cabeza.

Con la ayuda de un psicóloga, se adentrará en lo más profundo de la psique humana para encontrar las claves que permitirán desentrañar un juego en el que, involuntariamente, se ha convertido en la ficha principal.

Nada es lo que parece ¿o sí lo es? Únicamente sumergiéndose en la mente del asesino descubrirá las respuestas que le llevarán hasta él, sin saber que esas mismas respuestas serán su perdición. Comienza el juego.

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