La batalla de Mariel

La batalla de Mariel

Doctor Lécter

30/11/2021

Dios concédeme…”

Mariel se despertó desorientada, como
todas las tardes, y el mareo tardaría en irse. Esto no era una
novedad para ella. Lo nuevo fue el motivo que la despertó. A pesar
de su aturdimiento, estaba segura de haber escuchado un sollozo. Como
pudo se puso de pie y salió de su dormitorio. El sol vespertino que
se filtraba por la ventana, le dio de lleno en la cara y se cubrió
con el antebrazo para poder ver por donde caminaba. Agudizó sus
sentidos esperando descubrir el origen de aquel sollozo.

Pronto se dio cuenta de que provenía
del baño. Su cara se trasformó, pasando del desconcierto a la
angustia. Abrió la puerta lentamente, e ingresó tratando de
recomponerse. Lo que vio renovó su angustia: Sentada en el piso;
abrazando sus piernas flexionadas, y con la cara escondida entre las
rodillas, se encontraba su hija mayor.

  • ¿Qué te pasa Verónica? –
    Preguntó, poniéndose una mano en el medio del pecho, como tratando
    de contener el corazón que latía desbocado.

  • Estoy cansada mamá. – Contestó,
    mirándola directamente a la cara, con los ojos enrojecidos.

  • No entiendo querida… ¿Cansada
    de qué?

  • De verte así… – Respondió
    Verónica.

  • ¿Así cómo? No entiendo…

  • ¿Sabés cuantas botellas vacías
    saqué hoy mientras dormías?

Mariél se derrumbó. Su adicción era
un secreto que creía tener oculto bajo siete llaves. Llevaba años
desintegrándose paulatinamente, cada día y cada trago era un paso
más hacia el abismo. Tristezas, anhelos postergados, sueños
perdidos, llantos reprimidos, ilusiones marchitas por el paso del
tiempo y un largo etcétera, eran hojas secas que caían del árbol
de su vida. Ahora ese secreto se convertía en un puñal helado
clavado en su corazón.

Serenidad, para aceptar
aquellas cosas que no puedo cambiar…”

  • No puedo dejar de beber, hija –
    Comenzó disculpándose Mariél – Lo intenté mil veces y mil
    veces más lo haré, pero no pudo dejar. No puedo… No puedo.

  • ¿No podés o no querés?

  • ¡No puedo! Cada vez que intento
    dejar me pongo peor. Es muy difícil dejar de hacerlo. Es imposible,
    hija.

  • Entonces busquemos ayuda. Hay
    grupos que pueden orientarte y apoyarte.

  • ¡No! Nadie más puede enterarse.
    – Gritó Mariél con el rostro desencajado. – Ni se te ocurra
    contárselo a tus hermanas. Prometémelo Verónica.

  • No les voy a contar, pero tenés
    que hacer algo.

  • No entendés hija. Esto es algo
    que no se puede superar. Nadie puede ayudarme. Estoy sola con esta
    cruz. – Y diciendo esto se largó a llorar.

Verónica se quedó mirándola, sin
saber qué hacer. Pensó en decirle algo que le levantara el ánimo,
pero el nudo en su garganta le impidió hablar. No quería volver a
llorar delante de su madre. Hizo lo único que podía hacer.
Abrazarla y contener su propio llanto.

Valor, para cambiar aquellas
que puedo…”

Cuando salieron del baño, Verónica tomó su cartera, se arregló un
poco el cabello y se preparó para volver a su casa, donde su marido
y su hijo esperaban por ella. Miró a su madre una vez más y ella la
saludó con en beso en la mejilla. Caminaron hacia la puerta y antes
de abrirla, Verónica le dijo:

  • Criaste cuatro hijas vos sola. Tu marido, a quien jamás volveré a
    decirle “padre”, te abandonó después de engañarte con tu
    mejor amiga, dejándote en la calle, sin trabajo, sin contención
    familiar, y con cuatro bocas para alimentar. Todavía recuerdo
    cuando te ibas antes de que amanezca a trabajar y volvías al
    mediodía para prepararnos el almuerzo, y después te volvía a ir a
    otro trabajo para volver a la noche para preparar la cena. Yo tenía
    ocho años, pero todavía lo tengo muy presente. No me vuelvas a
    decir que no podés, porque pudiste hacer todo eso sola y sin ayuda.
    Eso sí era imposible y sin embargo lo hiciste.

Verónica abrió la puerta y se fue. Mariél, conmocionada, la miró
marcharse y en peso enorme que llevaba sobre sus hombros comenzó a
esfumarse.

Volvió a su dormitorio, buscó la última botella de vino blanco que
tenía escondida en su guardarropas y caminó con ella hacia la
cocina. Abrió un cajón y retiró un sacacorchos. Descorchó la
botella con firmeza, provocando el típico sonido. Respiró
profundamente y con una sonrisa en los labios, vació todo el
contenido de la botella en pileta de la cocina.

Y sabiduría, para reconocer
la diferencia.”

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