Nuestra casa era bastante grande, aparte de albergar a mi marido, mis hijos Elena y Leo y a mí, contaba también con la compañía de Cane, un perro de raza indefinida, una gata castrada e imponente llamada Gatta, y Loro, un ave que sólo sabía decir “¡socorro!” con una voz chillona y muy desagradable.

La casa tenía una habitación fundamental, codiciada por todos los miembros de la familia, que se denominaba “El Despacho”. 

En ella tronaba con todos los méritos y cuidados “El Ordenador”:  grande y aparatoso, con una pantalla enorme y una impresora de dimensiones considerables. 

Habíamos puesto una alfombra gruesa durante el invierno que hacía la habitación acogedora. Era allí donde toda la familia trabajaba a la hora de recurrir a la informática. Cane, Gatta y Loro tenían totalmente prohibida la entrada en «El Despacho», y por eso la puerta permanecía siempre cerrada.  A veces, los fines de semana eran complicados pues los chicos dejaban los deberes para última hora,  los trabajos para presentar se acumulaban y «El Ordenador» era objeto de envidias y polémicas.

Cuando Elena y Leo dejaron la casa para irse a la Universidad, tuvieron derecho a su propio ordenador portátil y «El Ordenador» sólo lo usábamos mi marido y yo. No pasó mucho tiempo hasta que ambos obtuvimos un portátil por parte de nuestras respectivas empresas. Eso significó el fin del reino de «El Ordenador» y de «El Despacho», ya que pasaban días y días sin ser utilizados. La impresora, que fue la última en perder su poder, dejó de ser imprescindible cuando empezamos a imprimir en la empresa.

Pasado un tiempo, un fin de semana en que Elena y Leo vinieron a casa, empezó una tragicomedia que duró varios meses, siempre estando ellos presentes.

Ese sábado por la tarde, después de comer, estábamos sentados en el salón tomando café, Leo con su portátil en las rodillas empezó a dar muestras de mal humor. Al principio no le dimos importancia porque conocíamos su temperamento e impaciencia pero, al cabo de un rato, nos interrumpió para preguntarnos si la conexión a internet funcionaba. Elena cogió su ordenador y, con desesperación vio que no obtenía nada. El rúter funcionaba bien, en apariencia todo estaba correcto.

De pronto, empezó a surgir un mensaje en el ordenador de Leo:

—¿Lo conoces este?

    Inmediatamente después, en el ordenador de Elena se pudo leer:

    –‒¡Jajaja, no, no lo había visto nunca! Pero espera que te paso uno:

    –‒¿Qué le dice un vector a otro?

    –‒¿Qué?

    –‒¿Tienes un momento?

    El portátil de Leo marcó un tiempo, luego escribió con rapidez asombrosa:

    –‒Ese es muy conocido, es de la época del punto gordo, del círculo vicioso y de la asíntota.

    –‒Yo no me los sé, cuenta, cuenta!

    –‒¿No sabes que no se puede acariciar a un círculo?

    –‒No, ¿por qué?

    –‒Porque se vuelve vicioso.

    –‒¡Jajajaja!

    –‒¿Qué le dice la asíntota a la curva?

    –‒No sé

    –‒¡Ni me toques!

    –‒¡Jajaja!

    –‒Por un punto pueden pasar dos líneas paralelas.

    –‒Eso sí que es mentira!

    –‒No, basta con que el punto sea lo suficientemente gordo.

      –‒¡Jajaja!

      Y así hubieran seguido si no hubieran apagado los portátiles.

      Leo y Elena estaban desesperados, no entendían por qué los ordenadores se comunicaban de manera autónoma entre sí contándose chistes absurdos.

      Por la noche, volvieron a intentarlo y se encontraron con:

      La cosa siguió igual. No les quedó otra que subir a «El Despacho» y trabajar en «El Ordenador».

      Elena tenía un amigo, Miguel, que hacía el doble grado de ingeniería informática y civil. Le llamó y le comentó lo que sucedía. Estalló en una carcajada y no creyó nada de lo que le contaba Elena. Por desgracia, Miguel, ese fin de semana se había quedado en Barcelona y le era imposible venir a casa pero, prometió que el fin de semana siguiente, si le invitábamos a comer, acudiría con mucho gusto a gozar del humor matemático de los ordenadores.

      Llegó el domingo por la tarde, los chicos regresaron a Barcelona y, sus ordenadores volvieron a la normalidad. El sábado siguiente, como prometido, Miguel vino a comer . A la hora del café se encendieron los ordenadores.

      Los pillamos en plena conversación. Uno contaba:

      –‒¡Jajaja!–‒ siguieron riendo.

      Miguel creyó que era una broma de Leo o Elena, pero pronto descartó la idea; sabía que sus conocimientos de informática no llegaban a tal nivel. Tampoco consiguió averiguar la causa de la enigmática comicidad.

      Así pasaron dos meses. Durante los fines de semana   los chicos volvieron a usar «El Ordenador»

      De vez en cuando volvían a probar con sus portátiles pero todo seguía igual:

      Un día la puerta de «El Despacho» se quedó abierta por descuido. Gatta entró en la estancia y Cane aprovechando la ocasión, hizo lo propio. Solo faltó la irrupción de Loro para armar el gran jaleo. Gatta se subió a la mesa donde se encontraba «El Ordenador». Loro se acercó a Gatta que quiso darle un zarpazo, pero erró la puntería y golpeó un altavoz que cayó sobre Cane. Este se puso a ladrar y Gatta a perseguir a Loro. Formaron tal revuelo que tiraron «El ordenador» al suelo. Loro gritaba: “¡Socorro, socorro!” mientras Cane seguía ladrando y Gatta saltaba de un sitio a otro.

      Cuando llegamos, el caos era completo: papeles revueltos, la impresora colgando de los cables, «El Ordenador» en el suelo con las disqueteras abiertas, un vaso de agua volcado…

      Pusimos orden expulsando a los culpables. Volvimos a colocar todo en su sitio. Cuando encendimos «El Ordenador», no se puso en marcha. Revisamos todo, pero no lo conseguimos. Decidimos aceptar su muerte y con su deceso, «El Despacho» dejó de tener sentido y lo convertimos en salón biblioteca.
      A partir de entonces no hubo más problemas con los portátiles. Nunca supimos por qué había sucedido la intercomunicación autónoma de los ordenadores. ¿Fue una venganza de El Ordenador al verse despreciado? ¿Es posible que en un mundo tan concreto como es la informática haya sitio para sentimientos de los aparatos? Diremos que es imposible pero, ¿cuál es la explicación?

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