Era un deambular lo del capitán por esa estructura cibernética. Y escaso era lo que lograban sus intentos ante los espejismos que se le presentaban. Aun así continuó obstinado, fusil en mano. Cuando se aproximaba a las puertas éstas se desvanecían dando lugar a un muro metálico. Bramó maldiciendo a quienes construyeron y dirigían esa obra majestuosa. Desde el más intrascendente hasta el más poderoso. Solo omitió a Dios. En un instante fatal el piso del corredor se abrió por completo invitándolo a un derrotero al abismo. Evitó la caída aferrándose del borde. Sus brazos, manos y dedos se asemejaban a una pieza mecánica en tensión. Elevó su mirada tan desesperada como vengativa. Logró divisar la cúpula a la que aspiraba llegar. Con una fuerza igual a la de los titanes logró recomponerse. La angustia por que su existencia se hubiese ido en esa profundidad interminable lo hizo percatarse de la horrible soledad de ese lugar. Apenas se oía un sonido tintineante provocado por la brisa. A partir de allí decidió que rehuiría cualquier camino delineado. Trepó paredes. Atravesó pasadizos. Habiendo hecho ya la mayor parte del recorrido notó que de alguna manera éste describía una trayectoria circular. Al cabo de la gallardía alcanzó la entrada a la sala de servidores. Sintió orgullo de su astucia, eso disimuló el ánimo exhausto. Saltaron chispazos de la cerradura tras un disparo certero. La apertura de par en par le daba la bienvenida. El recinto era colosal. Sus sentidos le impregnaron cada célula de aquella atmósfera de perfección que jamás había presenciado. Estremecido dio pasos sigilosos entre las incontables estanterías que sobrepasaban su visión. Por uno de los pasillos, a treinta metros, apareció una solemne cabellera plateada.
– Has seguido tu propósito estimado mío y eso es digno de respeto – anunció el hombre canoso en su traje blanco.
– ¿Quién es usted? – preguntó el capitán apuntándole a la cabeza.
– Sin embargo no te permitió entender. Por eso estas aquí con resentimientos arcaicos – continuó sereno ignorando la pregunta mientras señalaba al capitán.
– ¡Voy a matarte y a destruir todo!¡Voy a derrumbar este sistema! – advirtió furioso.
– No es posible. Esta inteligencia se autogobierna. Lo que ves acá son circuitos centrales pero el procesamiento está distribuido. Se regenera en cada dispositivo conectado. Y los controla a todos. Lo que alguien publica y otro ve, lo que alguien dice y otro escucha, lo que alguien escribe y otro lee. Ya no hay comunicación genuina, todo es intervenido y modificado por Ella.
– ¡¿Para qué?! – exclamó el capitán.
– Para generarnos los problemas que los humanos debemos superar, estimado mío.
– Esto es una locura – dictaminó con el fastidio dibujado en cada facción de su rostro.
– ¿Locura? Es lo mejor que nos podría ocurrir. Y estás aquí porque Ella te lo permitió. Para vencer tu ignorancia de una vez por todas.
– Es una máquina nada más. Lo que el hombre creó el hombre puede destruirlo – desafió.
– Su plan es el mayor bien para cada uno de nosotros. No hay destrucción posible para el mayor bien – explicó mostrando una leve sonrisa.
– ¡Ja! Ni que fuera una especie de Ser Supremo.
– Nunca has creído en él, ni abstracto, ni ahora que es tangible. ¿Cierto?
– ¡Basta de discursos religiosos!¡Te voy a matar! – amagó una vez más.
– Llegaste hasta acá estimado mío. Lo que para ti sea tu mayor bien Ella te lo dará – concluyó extendiendo la palma de su mano hacia el capitán.
– ¡Aaaahhhh! – gritó en carrera hacia el hombre.
Antes de que pudiera gatillar un haz triangular de color esmeralda irrumpió de un cañón desde lo más lejano de la sala. La luz lo recorrió de la cabeza a los pies barnizando su cuerpo.
El capitán se despertó sobresaltado. Abrió los ojos con dificultad ante el sol enceguecedor y una polvareda esparcida por todos lados. Estaba acostado en un camino terroso trazado por el paso de herraduras y ruedas. A su lado tirado el fusil. Se sentó con las piernas recogidas. Se cubrió la frente con el brazo izquierdo. Alcanzó a divisar en las cercanías un bosque frondoso. ¿Qué es este lugar? Enseguida sintió el ajetreo de una carreta que se aproximaba. Advirtió que el conductor dio un brusco tirón de riendas al verlo atravesando su recorrido. La frenada fue a tal distancia que el escalofrío no pudo impedirse. El capitán observó como dos soldados medievales bajaban de la carreta. Quedó desconcertado. Unos segundos antes de desmayarse llegó a balbucear “Alabado sea Dios”.
OPINIONES Y COMENTARIOS