Lo encontré tendido; casi inerte, sobre la acera junto al parque. Abrí su boca escondida bajo una sucia y enmarañada barba intentando llenar de vida sus pulmones; y mis gritos de auxilio se acompañaron del rítmico movimiento de mis manos en su pecho al compás de un, dos, tres, cuatro y cinco.
Arquímedes se moría. La incipiente neblina bogotana que cristalizaba los huesos, no me impidió grabar en mi mente su agónico gesto por ese breve lapso anterior a su profundo suspiro. Fue la imagen de un anciano que se convertía en piedra; la mitad de su cuerpo se paralizó del todo, y unos débiles balbuceos guturales arrullaron sus ojos vidriosos que brillaron cobijados por la luz del farolito de la calle empedrada.
El viejo Arquímedes no era solo un indigente para la veintena de familias que vivían sobre la calle de la rosa; era casi un monumento histórico amado por la comunidad del barrio la candelaria.
Recorrió la calle por treinta años arrastrando su desvencijada carreta de madera, hurgando en las basuras y reciclando para ganar la diaria batalla del hambre; “no me gusta mendigar”, repetía de cuando en cuando.
En las noches entre los árboles del parque, transformaba su carreta en camastro y mágicamente dormía en compañía de cinco perros, también hijos de la calle, que criaba desde cachorros. En décadas le vi rescatar muchos perros, pero nunca tenía más ni menos de cinco; “son los que puedo alimentar”, respondía siempre.
Colgaban de su carreta colecciones de libros vetustos y ajados que recolectaba en su trasegar; leía compulsivamente, siempre susurrando, de día y de noche sin descanso.
Los desconocidos le llamaban el señor de los perros; los amigos le decíamos el sabio.
A todos los niños del barrio en algún momento nos ayudó con las tareas de matemáticas, historia y geografía; comentaban que había sido profesor antes de ser indigente; la verdad; Arquímedes nunca mencionaba su pasado, solo decía; “lean muchachos”, y sonreía.
Todos los lunes durante quince años, al caer el sol; me hablaba de literatura antes de iniciar nuestra clásica partida de ajedrez. Me enseñó a jugar sobre un tablero de cartón.
Los llantos y gritos, el frenesí desesperado, se apoderaron de todos los vecinos que se agolparon en la noche invernal en procura de auxiliar al sabio.
Muchas manos temblorosas se unieron a las mías para arrancarlo de la muerte, muchos golpes en su pecho rogando a su corazón latir, muchas lágrimas y sollozos escondidos por el sonido de una sirena lejana, muchas oraciones a coro corrieron por la calle empedrada, muchas arrugas en el alma por el definitivo adiós del señor de los perros.
FIN.
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