Buscadores del místico diplé

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Manuel M. Viejo

21/02/2018

1-Pensamiento, palabra, obra u omisión.

Matar es menos de lo que esperabas. Cómo si el acto en sí, partirle el cuello, notar los huesos a través de la piel, pensar en la fragilidad de una mascota que apenas abre los ojos, cupiera en un despiste. Esperabas encontrar mayor enjundia, sentir una sacudida, que algo se agitase dentro cómo se agita al correrte; incluso al bostezar.

Pero has matado y he aquí que no ha sido para tanto, que el sentimiento de culpa no te sobreviene por tus actos si no por tu reacción. Porque no recuerdas su último aliento, no podrías (sin resguardarte en un lapso prudencial de 10 segundos) decir el momento exacto en que te convertiste en un asesino. No hay catarsis posible para ti y de ahí el desvelo. Y de ahí la llamada. Y de ahí la espera nerviosa frente a la ventana de tu habitación, con los ojos clavados en el suelo de patio, esperando el milagro de una luz en el primero que se encienda y destierre del plano terreno esta ensoñación insoportable.

No hay luz y no volverá a haberla, al menos hasta dentro de semanas. Y aun cuando llegue, tras varias semanas, no será la misma luz y a ti no te serviría de nada.

El patio es pequeño, apenas tres metros por otros tres metros, las paredes blancas y las cuerdas de tender entretejidas en planos sobrepuestos. Desde tu ventana a la suya, despejando la hipotenusa, hay algo más de seis metros; te parece demasiado porque tus ojos y tus impulsos llevan dos años limando las distancias. Deberías hacer el esfuerzo y aceptar que siempre estuvo más lejos de lo que quisiste pensar. Puestos a hacer un esfuerzo: intenta recordar la primera vez que la viste y te darás cuenta de que eres incapaz. A los miserables siempre os retrata la incapacidad.

De lo que si que te acuerdas, con una claridad tan meridiana que invita a desconfiar, es de la noche en que la sorprendiste masturbándose. Tumbada sobre la cama, desnuda y con la luz encendida. Tuviste que mirar dos veces para cerciorarte, tres para empezar a creértelo. A la cuarta empezaste a elucubrar.

¿Por qué iba nadie a masturbarse en completa desnudez, de cara a una ventana, con las cortinas abiertas y la luz encendida? ¿Quería ser vista? ¿Quería que tú la vieses? ¿Te invitaba tal vez a participar en la distancia? Repetiste mentalmente una y otra vez tus interrogantes hasta encontrar una lógica ética, frágil y retorcida, que te permitía seguir su juego, observarla y participar pero con las luces apagadas y desde lo que considerabas un ángulo invisible.

También recordarás que esos primeros días, en los que aun no sabías su nombre, la llamabas la “italiana”, asumiendo por su acento y aferrándote a tus fetiches que lo era. Según pasaban las semanas, y a la vista de que se mantenía invariable en sus rutinas (hora, postura y proceder) fuiste construyendo una liturgia.

Todas las noches, cómo venías años haciendo, apagabas las luces a las once y media. No querías que ella pudiese sospechar, así que a oscuras y con los ojos abiertos aguardabas una hora. La espera se te hacía eterna y no eran raras las noches en las que, antes de tiempo, te acercabas a la ventana con la esperanza de que el show se hubiera adelantado.

Asumiendo que a ti te correspondía, no tardaste en inventarle unas cualidades y anhelos, un nombre. Y así, de la cáscara vacía que veías correrse todas las noches nació Gabriella.

Gabriella era alta y con los pies pequeños, las manos grandes y el pecho como un suspiro. Castaña de pelo y ojos aunque tu fantasia los pintase verdes. Había sido bailarina de niña, de ahí el cincel de sus piernas y la costumbre de plantarse en puntas al salir de la cama. Ahora estudiaba Bellas Artes. Quería dedicarse a la animación. Hija única. Le gustaban los gatos y se mordía las uñas. Su cumpleaños era el 7 de febrero.

La mujer desnuda del primero se convirtió en tu nuevo hobby favorito. Durante el primer año no hubo día laborable que faltases a vuestra cita de medianoche. Le conociste cuatro parejas, los tres primeros ya se han resbalado de tu memoria pero sobre el cuarto pesa el bautismo.

Pablo vino para quedarse, para destruir tu rutina y por ende a Gabriella. El silencio cómplice profanado, convertido en conversaciones en las que no podías participar.

Descubriste que no se llamaba Gabriella, que era alérgica a los gatos y estudiante de derecho, descubriste que su risa te desagradaba profundamente, descubriste más en sus cuatro primeros días juntos que en todo el año anterior

Y perdiste el interés en “el nuevo show” ¿Cómo podrías haberte entregado aun espectáculo desigual con unos horarios de representación tan caprichosos? No te molestaste en seguirlo. Durante el siguiente año puedes contar con los dedos de una mano las veces que los observaste. Dos fueron en compañía de amigos a los que agasajaste con cerveza y viandas, “mejor que la champions” eso les dijiste. Seguiste con tu vida, sin gastar mucho tiempo en pensar en Gabriella.

Hasta hace un rato; hace un rato estabas en esa habitación y ella también. La mirabas hambriento como no lo habías hecho en meses. Gritó “vete” y la oíste gritar, dos veces, tres, hasta que el cuarto grito se vio de súbito cortado por la mano que sujetaba su garganta. Otra mano tapándole la boca. Nunca la habías visto llorar y tal cómo la viste sobre la cama sentiste que no podrías soportarlo, que debías ayudarla.

La mano que antes cubría la boca le quita el pantalón mientras la derecha, en torno al cuello, redobla sus esfuerzos en hacerla callar. Que no vomitases, que no apartases la vista ante la visión de ese rostro desencajado e hinchado que reclama aire para poder romper en llanto; ante la mueca de dolor que puso al sentirse violada, habla de la grandísima mierda que eres.

Contemplaste la escena desde esa hipotenusa de seis metros, con el teléfono en la mano y el 112 en la cabeza, lo viste todo desde la claridad perversa de esa esquina de tu habitación, escuchaste los gritos, las suplicas, los insultos amplificados por el eco del patio. Y no hiciste nada. Cuesta creerse la velocidad y la frialdad con que llegaste a la conclusión de que cualquier denuncia te dejaría retratado. “Salvada por el voyeur del tercero” te pareció por un instante peor que “joven muere víctima del maltrato” y así pusiste el último clavo.

No sabes en que segundo se partió su cuello, pero sabes que cuando los compañeros de piso echaron la puerta abajo ya estaba muerta, cuando redujeron a Pablo ya estaba muerta, cuando llegó la policía tú ya no estabas ahí.

Ella se llamaba Orsolya Lakatos, tenía 21 años y era húngara. Vino aquí con una beca de estudios hace dos años y decidió quedarse, trabajaba en un super del barrio, de cajera y reponedora. Era alérgica a los gatos. Le encataban las películas de Tim Burton, el té verde y los Skatalites. Tenía planeado ir este verano a Londres dos semanas con sus amigas, su novio no estaba de acuerdo.

Ahora no puedes dormir. Estás mirando el patio, con la vista clavada en el suelo, y sobre tu mesa esta carta. Abre la ventana y salta. Y déjame aclarar en tu nombre que sientes su muerte más que nada en la vida.

SINOPSIS: esta es la historia de un robo. Un voyeur enfrenta sus fantasías al mundo y pierde. La tendera de una juguetería descubre, reponiendo los estantes, la silueta del universo. Un técnico sanitario contempla atemorizado como, en sus fotos de infancia, su rostro se transforma en un siniestro duplicado. Una mujer, huérfana de padre y herida en su orgullo, busca el consuelo en un desconocido. Tres jóvenes espoleados por la precariedad deciden asaltar, con nocturnidad y torpeza, un almacén. La noche del 14 de marzo la casualidad se abre de brazos ante todos ellos y les ofrece, sin que lo sepan, un papel en el plan de fuga que está orquestando.

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