El smartphone era más grande que sus manos, un perfecto espejo, la carente ventana de su habitación de colchones contiguos y cielo de jaima descolorida, lo más indispensable para emigrar.

Mi primera necesidad en la capital mauritana fue inalámbrica. Localizado el rúter, hackeé mi soledad en un desierto de burkas. En las aplicaciones para solteros y adúlteros se personificaban los espejismos femeninos.

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La esclavitud de su sueldo solo le proporcionaba un analógico y una llamada al mes a su madre. Un minuto de alegría, uno de noticias y sesenta segundos de besos. Tras colgar horas de tristeza.

Me registré con mi nombre ficticio. Me salpimenté con un francés atrofiado. Rescaté mis aficiones cultas y profanas. Me hice un selfie con gafas de sol. Me ubiqué en la ciudad y acoté mi zona de búsqueda.

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Creía en Dios. Le rogaba encontrar marido, ser la única esposa entre las dunas de la poligamia. Vestía una diurna sonrisa tan apetecible como falsa. Cubierta su hambruna y besado el materialismo, comenzaría a enamorarse.

Filtré por edades e idiomas. Sembré unos pocos corazones, esperando ver florecer respuestas. El idioma de Cervantes me acercó a un físico eróticamente apetecible. Le envié un saludo sin h y una pregunta abreviada.

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Quién se cruzaba con su mirada, recibía un saludo, un primer paso. Conocía de oído las redes sociales, las aplicaciones de mensajería, el wifi y los datos móviles pero en las relaciones personales era una mujer anticuada, de amigos físicos y muchos desconocidos.

Conversamos sin tono de voz, leyendo lo que queríamos oír, alimentando el alma de expectativas. Pasada una semana nos citamos. Fue casi a ciegas. No trajo su careta ni su fisionomía. La noche desvaneció mis lentes.

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Vivía en el trabajo, un bar desaliñado con investigadora terraza. Cada día añadía una frase novedosa a sus saludos. Pronto me ofertó indagar en la gastronomía tejida por sus manos. Escaneé el QR de sus labios. Arroz, pollo, pescado, pan, agua y té de menta conversado con su raza.

Defendió su privacidad ante mi sorpresa. Cenamos romanticismo pagado con Visa. Nos intercambiamos nuestros números y al despedirnos abrimos la ventana de nuestras bocas presentamos gustativas y me desveló su nombre, Mael.    

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Sus recetas pasaban por un hornillo de gas. Sus brazos estaban inducidos por las quemaduras. En la televisión no cabía el racismo, convivían los blancos y negros. Cuando tomé unas fotos, trato de inmiscuirse en ellas. Su vida se guardaba en negativos, su imagen  en  mis historias.

Tenía una nueva sugerencia de amistad, la red accedía a mis contactos. La añadí, me aceptó. Indagó en mis publicaciones. Vió aquel rostro tan oscuro como velado. Me bloqueó en dos pasos.

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Me interrogó por los sabores de anoche y atracó mi nombre, el suyo ocupó unos bits de mi block de notas. Conjugamos las miradas para caer en el pecado de invitarla a las carencias de su despensa. Transcurrida una semana se enganchó a la cola. Yo seguía coqueteando en red sin éxito. Fracasado en popularidad, di un paso de gigante hacia ella. La invité a un restaurante y aceptó con dudas, maldiciendo tener que descuartizar su raído petate. Me engalané con una muda limpia comprada online. Andrienne pidió prestado un vestido típico en el modisto aledaño. Entrada la noche caminamos por una calle híbrida de asfalto y arena. Ella privaba su rostro con unas enormes gafas de sol falsificadas, mientras yo fumaba tabaco americano. Su francés marfileño era hermético, el mío llegó cojeando hasta la carta. Sentados equidistantes, hablándole a un traductor recién instalado, conseguimos entablar una conversación que terminó con nuestras sienes acariciándose, y nuestros dedos circulando por una pantalla. Ella entró en mi vida con sus dedos afilados y juntos viajamos vía satélite, a las calles por donde jugó su infancia.

Cerraron las puertas detrás de nosotros. Perdimos la conexión gratuita sobrándole noche para conocer el mundo tras unas pulgadas. Yo no disponía de más argumentos, ni de la intuición para adivinar la contraseña para merodear sus comisuras. Ella pronunció una clave sencilla para abrir las puertas del único usuario de mi suite.

Si tu veux  …

Evidentemente quería que entrase a mi intimidad, aunque una vez dentro nos cogimos de la mano para colarnos en la amplitud del Smart tv. Película en francés con subtítulos en castellano, romanticismo del primer mundo, besos en el tercero, drama semidesnudos sobre las sábanas. Se activó su cortafuegos. No digitalicé su piel más allá de su cuello ni imprimí mis labios por debajo de su ombligo. Cerramos la sesión, sabíamos cómo encontrarnos, era cuestión de cruzar la calle; el cuándo lo adivinaría descifrando lo sucedido.

Mi lista de deseos quedó manuscrita en los pliegues que conservaban su olor y su cabello. Sus aspiraciones yacían en mis gestos cotidianos.  Mantuve el vilo con una dosis de cafeína todas las tardes. La próxima cena requirió pasar por una boutique que actualizase su vestimenta a imagen de mi europeizada compañía, siguiendo los patrones de las sugerencias encontradas en el buscador. Se incomodó con el precio, agradeció mi exceso, pero más le sorprendió que pagase con el dinero oculto en un icono de mi pantalla. El único banco que conocía, era su monedero, aquel que nunca albergaría las miles de ouguiyas de un 4G.

Vestida sin disimular sus curvilíneas y dejando la privacidad de sus ojos a mi entera disposición cenamos alejados del tajine y del cuscús. Deboramos Italia con ingredientes hawaianos y hablamos con mi desperezado francés y sus primeros verbos importados en infinitivo. La noche era una página segura, mi hotel la bandeja de entrada a nuestros cuerpos, la cama un documento guardado. Y nos escribimos sin márgenes ni interlineados. Abrió la ventana de su orgasmo para mí, ella ejecutó su ofrenda y yo cerré todos mis programas. Mandé a la papelera de reciclaje mi matrimonio, vacié mi fidelidad, mientras Andrienne con sus ojos emergentes me susurraba amor y me contagiaba el virus de su próximo deseo,  rogándome uno más grande que sus manos.

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