Si al vivo le importa un bledo la ley, al que tiene la tumba de frente, ¿qué?; morir es ilegal —salvo cuando se es pobre, naturalmente—, y estaba ya mi mujer por expirar, ¡la guarde Dios!, cuando esos franciscanos de sotanas de cobre y hierro vinieron a darle la unción de los enfermos. Le taladraron la cabeza y por ahí metieron un cable grueso. Me llegó la notificación de la ANI (Aplicación Nacional de Identidad): “Para descargar la conciencia de Doña Esperanza de Mendoza, como lo requiere el reglamento de la Ley Mortuoria en su artículo décimo cuarto, introduzca el siguiente código…” Esa misma noche, de regreso a casa, continuaron las notificaciones. Era Esperanza. Entre mensajes de que no olvidara recoger mis calcetas y otras quejas similares, hablamos sobre cómo era el otro lado. “¡Terrible! ¡El infierno de Dante!”, en pocas palabras.

Busqué ayuda para Esperanza. Mi primer instinto fue el Ministerio, donde me aseguraron que mi esposa pasaba por una fase temporal, el mismo terror que sentimos al pasar de la escuela primaria a la secundaria: nada de qué preocuparse. Pero me escuchó uno de los burócratas que, al verme todo haraposo, cabizbajo e inocente, con pantalones amarillos y gabardina verde, pensó que era yo algún pobre desamparado, pero la realidad es que los hombres nos vestimos de payasos sin la mano de una mujer. “Sé cómo recuperar a su esposa, sígame”, dijo entre dientes.

Me llevó a un edificio de mala muerte no muy lejos del Ministerio; para llegar habíamos serpenteado estrechos callejones apestosos, lleno de vagos que hurgaban entre la basura, ¡y ellos eran los afortunados después de todo! El joven despertó a un viejo que dormía entre ratas a un lado de una tienda de abarrotes hindú; Yankel, se llamaba. Le dio un modesto fajo de billetes con la condición de que nos siguiera. Hablaba de la Biblia apestando a vodka y un poco a mota. Pasamos por un estrecho zaguán que desembocaba en un vestíbulo con unas escaleras de granito en caracol, un elevador averiado de reja; todo muy anticuado. Conté cuatro pisos, pero una inscripción en la pared, en letras de latón irisado, decía que era el segundo.

El joven burócrata tocó a la puerta. Abrió un hombre en una especie de caftán blanco. Hablaron tan bajo y suave que juro escuchaba más claramente el aleteo de las polillas que revoloteaban por las bombillas. Nos hizo una seña y pasamos. El lugar me daba la sensación a casa de abuela, ese olor a polvo y chocolate; la luz mortecina de color amarillo; los sillones donde nos sentaron eran verdes con posa brazos de flores. Al fin pude escribirle a Esperanza y le dije que a poco estaba de sacarla de aquel inframundo.

Se acercaron dos de los hombres de caftán, con caras de pocos amigos, y arrastraron a Yankel de los dos brazos sin decir nada. Gritaba algunas líneas del sagrado libro: “Pero si no escucháis la voz del Señor, sino que os rebeláis contra el mandamiento del Señor, entonces la mano del Señor estará contra vosotros…”

Luego de algún tiempo, nos hicieron pasar a la habitación donde estaba el desahuciado. El maldito cable en su cabeza; recostado en una camilla. Abrió los ojos y al verme me jaló de la solapa y me condujo hasta su peluda boca para el beso más apasionado de mi vida. «¡Oh, amor mío!», resopló. «¿Esperanza?» Y nos habló entonces de aquél lugar tan particular:

«Primero hay un estrado en el vacío y un juez revisa tu historial de internet para determinar a qué círculo del inframundo irás. Yo terminé en el noveno, pero, gracias a ti amor mío, nunca llegué. Vi el primero, donde terminan pervertidos y vanidosos: los primeros están encerrados en un domo de cristal, arañándose y mordiéndose, intentando admirar a los últimos que, desnudos y leprosos, desfilan alrededor. Aquí estaban casi todos…», tras describir otras espeluznantes escenas, finalmente concluyó: «Pero lo que más me aterró es que sentí que aún estaba en el mundo, no había mucha diferencia, como lo habrán notado; sólo que aquí vivía a sabiendas que no había nada después de todo, una eternidad sin sentido.» El burócrata me informó de lo que pasaría ahora; me despedí de mi mujer una última vez. Inyección letal. Como Yankel no existía en términos civiles, pues no tenía teléfono, mi mujer pasaba a conocer la última verdad. 

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