I
Respiró profundo. Una y otra vez, dejó que el olor lo invadiera.
En la primera inhalación, los poros de su cuerpo se abrieron al unísono y en cada uno de ellos se produjo un estallido de oxígeno que lo estremeció en lo más profundo. Un segundo después, el corazón y los pulmones se detuvieron por unos instantes como tratando de no ahuyentar el aroma y guardarlo ahí adentro eternamente. Luego vinieron el centenar de minúsculos relámpagos en su cerebro, la conexión simultánea de las dendritas de sus neuronas, una epidemia de estímulos eléctricos intensos y profundos. El éxtasis había llegado sin permiso y tuvo vergüenza al darse cuenta de que su cabeza se había inclinado sobre la persona sentada a su lado.
– Perdona – dijo secamente, sin dar explicaciones.
– No pasa nada – respondió la mujer con una media sonrisa.
Justo cuando el silencio incómodo estaba a punto de instalarse, Alberto pensó que no podía bajarse del tren sin saber el nombre de aquellas flores profundamente púrpuras que se balanceaban en los muslos de su vecina. El siguiente respiro lo tomó para darse ánimos y permitirse ordenar sus ideas en un discurso coherente.
– No quería incomodarte, pero tengo un vivero y el olor de tus flores me tiene intrigado. Por la forma de los pétalos y el follaje podría decir que se trata de una Cosmos, pero ese color y la fragancia tan dulce no me parecen comunes en esa familia – dijo sin respirar.
Catalina lo escuchó sin poner mucha atención a sus palabras. Le parecía un artificio póstumo de su abuela para encontrarle marido. De la misma forma aparecían los nietos de sus amigas para devolver cualquier objeto prestado precisamente los días en que ella estaba de visita. “Mira que ponerme al lado de un herbolario… es que cómo eres, abue!”, se dijo para sus adentros dirigiendo su mirada hacia el techo.
– La verdad, no sabría decirte de qué especie se trata. Acabo de heredarla – le confesó.
– ¿Te importaría si le echo un vistazo más de cerca? – preguntó Alberto extendiendo sus manos.
Lo dudó, le pareció un tanto burdo su intento por llamar la atención. Pero aún faltaba más de una hora para llegar a Madrid y pensó que una conversación le haría el trayecto más corto. “Vamos Cata, no está tan mal. Dale un chance”, escuchó la voz de su abuela defendiendo al candidato del momento como tantas veces lo hizo con los nietos de sus amigas. Fue gracias a ese ataque de nostalgia que le entregó la maceta.
– Ten cuidado, ha estado en mi familia por seis generaciones. Yo la heredé de mi abuela – le advirtió – Todos los años, al final del verano, desenterrábamos la raíz y la guardábamos en un lugar especial de la casa. Mi abuela me decía que afuera le daba frío, las chicas tropicales como ella necesitaban estar calentitas – explicaba mientras Alberto examinaba la planta con atención.
El recuerdo la transportó de golpe a su niñez, cuando pasaba los veranos en Sevilla, escuchando las historias sobre sus orígenes en las tierras perdidas del nuevo continente.
– ¿Estás segura de que no es un clon? Quiero decir, ¿no será un retoño de la planta original? – le preguntó Alberto.
– No, te digo que es la planta original – respondió sin titubeos.
Pasaron diez minutos que a Catalina le parecieron eternos. Parecía como si Alberto quisiera quedarse para siempre con ese olor, como si tratara inútilmente de tatuárselo a lo largo de su sistema respiratorio.
Ella, por el contrario, lo conocía de memoria. Ese era el olor de su abuela, el de su piso frente al Guadalquivir, de sus recuerdos más lejanos. En una ráfaga de imágenes mentales, fueron llegando a su memoria escenas de las clases de cocina, preparando dulce de leche en la vieja paila de acero de Mamá Pili, de aquellas tardes enteras en el jardín del edificio montada en los árboles y comiendo naranjas a escondidas de los adultos, de las horas que su abuela dedicaba a la flor como si fuera una extensión de sí misma. En aquellas tardes de calor seco y asfixiante, Catalina estudiaba cada uno de los gestos de su abuela, los movimientos precisos de sus manos, el susurro casi imperceptible mientras rociaba la planta, una oración sin respiro repetida incesantemente, y el contorno de su perfil a la luz de la ventana. Sintió la inundación en los ojos, pero respiró profundo y el aire en sus pulmones le permitió atrapar las lágrimas antes de que pudieran salir.
– ¿Y? ¿Cuál es el diagnóstico? – preguntó. Acompañó la pregunta con el chasquido de sus dedos porque Alberto parecía estar en otro planeta.
– Perdona, pero no me lo puedo creer. Sí, es una Cosmos, pero una variedad diferente, nunca antes había visto una como esta… me parece imposible que sea el ejemplar original. Está perfecto, parece estar tan fresco como un brote nuevo y, sin embargo, los tallos y las raíces muestran claramente la edad de una planta bastante adulta. Tengo un amigo que podría decirnos la edad exacta, si te interesa – le sugirió – Voy a estar un par de semanas en Madrid y si quieres podríamos ir a su vivero. Nadie mejor que él conoce las especies americanas. ¿De dónde viene? ¿México, Guatemala? – preguntó devolviéndole la maceta.
– De Venezuela. Y si lo que quieres es saber la edad, no hace falta la opinión de tu amigo. Tengo un documento que certifica su llegada a España junto con los baúles de la tatarabuela de mi abuela en 1823.
No hizo falta más información, no podría volver a Sevilla sin conocer cuál era la historia de aquella flor. Alberto tuvo la certeza de que ésta era la flor que había estado buscado desde hace tantos años. Al sentir el cambio de velocidad del tren, tomó su billete y en un intento desesperado por mantener el vínculo con la planta, escribió la dirección del vivero Villanueva.
– Es el vivero de mi amigo. Voy a quedarme en su casa mientras esté en Madrid. Me interesaría mucho conocer más a fondo esa especie de Cosmos. Es única, me parece, y bien valdría la pena saber cuál es su valor real – le dijo mientras Catalina tomaba su maleta.
La gente se fue acumulando en los pasillos. Catalina tomó el pedazo de papel y avanzaba sin parecer muy interesada en la propuesta. A pocos pasos de la puerta, leyó el mensaje en el billete y esta vez con una sonrisa completa le dijo a Alberto:
– Pensé que sólo querías invitarme un café.
Alberto sintió el incendio inmediato en la mejillas, no supo responder. Se detuvo por unos instantes, apenado, pues no se le había pasado por la cabeza que su proposición pudiera haber sido malinterpretada. Reaccionó devolviéndole la sonrisa.
– Podremos tomarnos uno después, si quieres – respondió finalmente abriéndose paso entre la gente que se le había adelantado y lo había separado de Catalina. Ya en la puerta, la vio voltearse hacia él desde el andén.
– No sé si es una Cosmos, es la Flor de chocolate, eso decía mi abuela… y esta se llama Fe.
II
Antes de entrar a su piso, en un intento por evadir la realidad de aquel fin de semana, Catalina entró al Macarena y pidió un cortado doble, tal y como solía hacerlo cuando no conseguía avanzar en las historias de sus libros. Dándole vueltas a la espuma marrón que colmaba la taza, fijó su mirada en su nueva maceta de flores y luego en la carta que tenía en su mano izquierda. Si bien era un ritual entre ella y su abuela eso de escribirse cartas continuamente, por qué ésta había estado guardada tan celosamente en la oficina de su abogado. Miles de hipótesis le pasaron por la cabeza, pero ninguna lo suficientemente contundente como para romper el sello del sobre y descubrir de una buena vez su contenido. Abrir la carta era ratificar que Mamá Pili había muerto y Catalina no estaba lista para dar ese paso.
No había notado el silencio en el salón, tampoco el ruido de las sillas mientras Iván y su mujer se ocupaban de recoger, hasta que Iván posó la cuenta en su mesa:
– Mi más sentido pésame, Cata. María y yo apenas nos enteramos esta mañana.
– Gracias, Iván. – respondió saliendo de su trance. Miró a su alrededor y confirmó que era la única cliente en el lugar – ¡Qué vergüenza, Iván! No me había enterado que estaban cerrando. ¿Cuánto te debo por el café?
– ¡Pero si no te lo bebiste, mujer! … María, trae el ron que tengo en la cocina. Este va en nombre de Doña Pili – le dijo el dueño del café mientras acariciaba la botella de ron añejo venezolano – ¿Sabías que la primera vez que bebí este ron, fue tu abuela quién me lo sirvió?
– ¿Ah sí? A ver, ¡cuéntame!
– Doña Pili venía de uno de sus viajes a Venezuela, sería hace unos nueve, diez años. Entró al café y me preguntó si te había visto llegar y como le dije que no, me pidió que le ofreciera algo para calentarse. Le pregunté si quería un café y con esa mirada pícara que ponía me preguntó si no tenía algo más fuerte. Tu abuela era lo más.
– ¡Si que lo era, Iván! – le respondió Catalina imaginándosela.
– Le ofrecí una copita de Rioja y me dijo que no. ¿Malbec? Tampoco. Y enseguida me preguntó si me gustaba el ron. Yo le dije que no conocía mucho de rones y entonces sacó de una de las bolsas que llevaba una botella gordeta, envuelta en un saco de cuero, y me pidió un par de vasos cortos. Me advirtió que luego de que bebiera aquel elixir, no bebería nunca más ningún otro ron. Y así fue, desde entonces no compro otro ron que no sea venezolano. ¡A esa abuela tuya le encantaba el buen vivir! – soltó mientras servía los tragos.
Catalina estaba embebida en la historia de Iván e imaginaba el rostro de Mamá Pili iluminado como una niña estrenando juguete nuevo. Cuántas veces antes la había visto así, aquella era la cara que solía poner cuando le presentaba los nietos de sus amigas, o cuando le proponía una copita de ron antes de ir a la cama cuando pasaba con ella los inviernos en Madrid. Por un momento pensó que nada había pasado y que ni la maceta ni la carta que la habían acompañado desde Sevilla eran el signo de que su abuela ya no estaba en este mundo. Iván le entregó el vaso y ambos brindaron por Doña Pilar y su gusto por el buen ron. Siguieron recordando historias graciosas de su abuela por unos minutos hasta que Catalina se dio cuenta de la hora, eran la diez menos cuarto. Se despidió agradecida por las risas y el ron.
Los días pasaron sin que lo notara. Entre los arreglos del funeral y la posible venta del apartamento en Sevilla, la vida de Catalina se había convertido en un lío de abogados y agentes inmobiliarios. Estaba inmersa en idas y vueltas, mientras su cabeza flotaba en un limbo de recuerdos. Sus prioridades habían dado un vuelco inmenso, pues ni el trabajo ni los amigos habían podido sacarle de la recién adquirida obsesión por Fe y en poner orden en los asuntos que su abuela había dejado pendientes.
Las flores púrpuras eran su mayor angustia. Al principio le pareció que con solo atenderla de la misma forma en que atendía las otras plantas de su piso, Fe se iría adaptando al clima de Madrid y a la temperatura de su nuevo hogar. Durante los primeros días, el piso entero se inundó con aquel olor dulce que tanto le recordaba a su abuela. Una mañana incluso llegó a sentir el perfume de Mamá Pili en el salón y bromeando lanzó en voz alta “¿Ya te fastidiaste de estar allá arriba? O viniste a asegurarte de que no termine matando a tu Fe adorada”. Soltó una carcajada sin notar que un par de hojas habían comenzado a perder su color.
Catalina era una mujer pragmática. Había crecido entre las atenciones de su abuela y la severidad del Real Colegio Alfonso XII. Durante los años en el internado, aprendió que la rigurosidad y la disciplina eran mucho más necesarios para hacerse camino en este mundo que la ensoñación y las fantasías alimentadas por su abuela en cada carta semanal. Sin quererlo y gracias al ejercicio de responder aquellas cartas, había logrado desarrollar un lado creativo y sensible que le había llevado a escribir cuentos y decidirse por una carrera literaria. La universidad reforzó su apego a las reglas gramaticales y la obsesión por los detalles. Se había convertido en un genio atrapando las inconsistencias temporales de cuanto libro caía en sus manos, en una especie de juego delator. Esta mezcla de matices le había convertido a sus 38 años en una de las editoras más respetadas de la firma donde trabajaba. Su abuela tenía muy claro que la mujer exitosa, ambiciosa y orgullosa, que en muchas oportunidades no se permitía el mínimo sentimiento de vulnerabilidad, era un sello de familia. Pero solo Doña Pilar sabía que este sello había sido justamente la causa de un sufrimiento heredado que ella nunca estuvo dispuesta a perpetuar.
El temor de Catalina de perder el recuerdo de su abuela fue creciendo con los días. Una mañana, mientras tomaba su café antes de salir a la oficina, se percató de que a un lado de la maceta habían caído un par de hojas amarillas. Días después, cayeron un par de flores. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el olor que había invadido su casa a su regresó de Sevilla había perdido su intensidad. Controlando el pánico ante la idea de dejar morir el tesoro más preciado de Mamá Pili, leyó todo cuanto consiguió en internet sobre las plantas como Fe. A medida que iba leyendo, se percataba de las contradicciones de los internautas en los cuidados de las plantas de su especie. Liada con las instrucciones, lo probó todo sin éxito. Sin remedio, las hojas siguieron desprendiéndose de los tallos.
A dos semanas de haber regresado a Madrid, mientras recogía las hojas que habían caído la noche anterior, vino a su memoria la carta de Mamá Pili. Recordó que la había dejado en uno de los bolsillos de la mochila del ordenador. Al sacarla vio también el billete de Alberto y la dirección del vivero. Sin ni fijarse en la carta de Mamá Pili, tomó la maceta, el billete y las llaves del coche.
III
Hola Alberto,
Te escribe Catalina, nos conocimos hace un par de semanas en el AVE de Sevilla a Madrid. Compartimos el mismo vagón y tú te interesaste mucho por mi planta, ¿la recuerdas?, ¿nos recuerdas? Quizá esté tentando mi suerte más de lo que debería. Es muy probable que ya estés de vuelta en Sevilla y yo haya perdido la oportunidad de evitarme el fracaso más profundo de mi existencia. Pero aún no descubro cómo devolver el tiempo, así que no me queda más remedio que aferrarme a la esperanza de que esta carta llegue a tus manos antes de que sea demasiado tarde.
Creo que Fe está muriendo y es mi culpa.
He seguido cuidadosamente cada paso del ritual que me enseñó mi abuela: de agua lo justo, mucho sol y poco frío, pero por más que lo intente las flores parecen opacarse con el paso de los días, las hojas han ido inclinando sus tallos, cabizbajas, derrotadas. Siempre le dije a mi abuela que no tenía la mano verde, que eso de cuidar plantas no era lo mío. Aún así, aquí estoy, sentada en un café frente a un vivero recomendado por un desconocido en un tren, esperando encontrar la cura para salvar el recuerdo más preciado de mi abuela y el amor desmesurado que le profesaba.
Desde que volví a casa, ese olor que te intrigó, esa mezcla de musgo fresco, chocolate, canela y azúcar de caña, ha invadido todos los rincones de mi piso. A ratos lo siento en el salón, brotando directamente de la maceta y enseguida me arrebata la imagen de mi abuela acomodada en su sillón, leyendo. Otras veces, me visita directamente en mi habitación obligándome a salir de la cama como solía hacerlo el aroma de sus tortitas de maíz dulce los sábados por la mañana. Con cada ráfaga, vuelven también sus ocurrencias, sus refranes.
Mamá Pili murió un jueves de febrero a las 3h47 de la mañana. La llamada de la enfermera que la asistió me despertó al día más gris, el más triste. Han pasado sólo un par de semanas y aún no me siento lista para dejarla ir. Necesito tu ayuda para que me acompañe al menos un año más.
Lo que queda de mi Fe y yo te esperamos.
SINOPSIS
Los padres de Catalina murieron en un accidente de tránsito cuando sólo tenía 15 años. Desde entonces, su abuela se convierte en la persona más importante de su vida, una mujer coqueta y extrovertida quien pasó muchos años de su juventud viajando por Venezuela y cuyo mayor tesoro era una planta de casi 200 años.
Una madrugada de invierno, Catalina recibe una llamada desde Sevilla anunciando la muerte de su abuela y la noticia de una herencia poco convencional. Fe, una maceta de flores púrpuras, es el regalo póstumo de su abuela que la llevará en un viaje al pasado en el que descubrirá sus orígenes sudamericanos y un secreto de familia celosamente guardado por seis generaciones.
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