CADA DÍA ME ENSEÑAS A QUERERTE

CADA DÍA ME ENSEÑAS A QUERERTE

Ángel Arribas

17/02/2018

INTRODUCCIÓN


La mentira es una de las principales fuerzas que rigen el mundo”.

Jean François Revel

Vacío, yermo y desolado. Como un cráter lunar desprovisto de agua, de aire y de luz. Como un ser humano que ha perdido la esperanza de vivir, sencillamente porque ya no cree en más verdad que la mentira.

Así se sentía Luis Beltrán cuando la habitual resaca le permitió recobrar cierto control sobre sus percepciones. El dolor de cabeza era tan intenso que apenas le permitía pensar. Sus músculos protestaban airadamente ante cualquier intento de cambio de postura, por lo que decidió permanecer inmóvil hasta que su cuerpo fuera capaz de valerse por sí mismo.

Los párpados eran los únicos elementos de su anatomía que podía accionar sin sufrimiento, pero decidió que permanecieran cerrados ante el cegador destello que percibió cuando intentó abrirlos.

  • —Mañana es mi cumpleaños —se dijo—. Si no recuerdo mal, hoy hace ocho meses y doce días que me dejó el último amor de mi vida.

“Adiós, Luis. Si quieres destruirte estás en tu derecho, pero hazlo tú solo”.

Cada mañana despertaba con ese recuerdo en su cabeza. La despedida de Ana había sido tajante, directa y escueta. La admiraba por eso. Las anteriores le habían puesto ingenuas excusas, alegado problemas familiares o, incluso, recurrido al victimismo. Pero Ana se lo había dicho de frente y por derecho: “Eres un psicópata autodestructivo. Conmigo no cuentes para culminar tu obra. Adiós, Luis. Si quieres…”

Cuando abrió los ojos se encontró rodeado de perfectos desconocidos. Los llamativos colores de su vestimenta le resultaban vagamente familiares. Intentó recordar, pero, a pesar de seguir tumbado, se sentía zarandeado a derecha e izquierda. Movió los párpados con fuerza intentando concentrar su atención.

  • —Estás en una ambulancia. Te llevamos al hospital —oyó decir a alguien situado detrás de su cabeza—. Parece que anoche te pasaste con la bebida.

¿Pasarse con la bebida? No recordaba haberse excedido. No más que otras ocasiones. Quizá fuera la mala calidad del alcohol, pero no la cantidad.

Entornó los ojos y trató de no pensar en cómo se había dejado dominar por el vino. Esa droga barata, asequible y legal que da más euforia y más calor que cualquier otra y que no está, ni de lejos, tan mal vista como las consideradas drogas ilegales.

Para Luis Beltrán todo era una enorme hipocresía. Para él el vino en particular, así como el resto de las bebidas alcohólicas en general, eran socialmente admitidas, con la consabida coletilla de la moderación y la responsabilidad, por las enormes cantidades de impuestos que se recaudaban con su consumo.

  • —Pero, sin embargo, no fumas —le hizo notar Ana en cierta ocasión.
  • —No me quiero asfaltar los pulmones. Bastante humo tragamos ya en la ciudad. Pero la sociedad es hipócrita. El Estado es hipócrita. Si el tabaco mata, que lo prohíban. Si el alcohol mata, que lo prohíban. ¿Por qué no lo hacen? Yo te lo diré: El Estado recauda muchísimo dinero con los impuestos de las drogas sociales. Luego se gastan unos miles de euros en las campañas de concienciación ciudadana y nos dejan decidir cómo nos queremos matar.
  • —Luis, no digas disparates. Si se prohibiera la bebida volveríamos a los años de la famosa Ley Seca. Sería un desastre. Es mucho mejor que esté contralada por el gobierno.
  • —Puede ser, pero me parece hipócrita. Sobre todo, lo del tabaco.
  • —El tabaco, quizá. Aunque la verdad es que las campañas para la prevención del tabaquismo son cada vez más dramáticas.
  • —Ya. Pero no basta con poner letreritos en las cajetillas advirtiendo que “EL TABACO MATA”. Y luego se lamentan de las consecuencias. Mentira sobre mentira. Acabarán haciendo hamburguesas con sabor a nicotina.

Cuando se ponía a disertar sobre la farsa de lo que él llamaba “drogas cínicamente sociales” no admitía otros razonamientos que los suyos. Ana dejaba de insistir y entonces la abrazaba con una ternura inmensa para intentar compensarla por sus testarudos razonamientos.

  • —Todo es mentira, Ana. Vivimos en una gigantesca mentira. Por lo menos déjame elegir en qué mentira quiero vivir.
  • —¿Yo también soy una mentira?
  • —No, Ana. Tú eres la única verdad que he conocido en toda mi vida.
  • —Pues demuéstrame que soy verdad. A veces tengo la sensación de que me consideras una más de tus fabulaciones.
  • —No son fabulaciones, Ana. Si vemos a un grupo de jóvenes fumando porros, nos escandalizamos. Pero si están en un bar o en una cafetería de moda bebiendo vino, cerveza, cubatas, gin-tonics, etc., lo encontramos perfectamente normal.

El zumbido de sus oídos fue bajando de intensidad poco a poco y el incesante vaivén de la camilla disminuyó por completo. Dedujo que la ambulancia estaba llegando a su destino. Poco después oyó abrirse las puertas y sintió que le deslizaban hacia adelante. Sentía frío. Una sensación de estar envuelto en una bolsa de plástico rellena de cubitos de hielo.

Nuevas voces.

  • —¿Qué tenemos?
  • —Un coma etílico. Está consciente, pero grogui.

Ya no oyó nada más.

CAPÍTULO I

«El trabajo es la perdición de las clases bebedoras».

Oscar Wilde.

Luis abrió los ojos y los volvió a cerrar. Se sintió mareado, con náuseas. No obstante, había empezado a recuperar la sensibilidad de su cuerpo, así como algunas de sus capacidades motoras. Ladeó la cabeza hacia la derecha para intentar comprender dónde se encontraba y dedujo, por los carteles de las paredes, que estaba en la habitación de un hospital. No recordaba cómo había llegado hasta ese lugar, ya que su conciencia alterada no le permitía pensar con claridad.

  • —Esta vez me he pasado… Bonita forma de celebrar mis primeros treinta y cinco años.

Se volvió lentamente hacia el otro lado, aunque tuvo que cerrar los párpados para no aturdirse más de lo que ya estaba. Cuando se atrevió a mirar creyó seguir inmerso en la irrealidad de su desmedida borrachera.

No sabía el motivo de su aparente alucinación. Había tenidos muchas visiones espantosas en sus números ataques de delirium tremens, pero lo que vio le pareció innecesariamente cruel.

Sentada tranquilamente en el sillón reservado a las visitas, Ana le miraba con una sonrisa burlona, con esa expresión entre sarcástica y mordaz que tanto le incomodaba.

  • —Bienvenido al mundo de los vivos. Está claro que no tienes prisa en morir —dijo acercándose a la cama.
  • —¿Ana? ¿Qué haces aquí?
  • —Cuidar de ti. Ya sabes, con eso de los recortes, se han suprimido las enfermeras exclusivas para pacientes borrachos. Digamos que es mi regalo de cumpleaños.

Reparó entonces en la bolsa de suero que tenía conectada a la vía de su brazo izquierdo.

  • —¿Es de buena cosecha? —preguntó intentado relativizar su intento de frivolidad.
  • —De la mejor. Suero-glucosa al 5%, y vitaminas B1 y B6. Y sin un átomo de alcohol.
  • —Gracias por venir a celebrar mi cumpleaños.
  • —Tu cumpleaños fue ayer. Llevas tres días en coma.

La puerta de la habitación se abrió y un pequeño grupo de personas, vestidos de blanco, hicieron acto de presencia. Los sensores que tenía conectados a su cuerpo habían detectado su renacer a la vida y el facultativo de planta y dos estudiantes en prácticas decidieron comprobar su estado.

  • —Buenas tardes —dijo el de más edad— ¿Cómo se encuentra, Luis?
  • —Desconcertado y asombrado.
  • —Nosotros también —repuso indicando con la mirada a sus jóvenes acompañantes—. Ha bebido mala medicina, hombre blanco. Agua de fuego muy mala.
  • —¿Tanto bebí?
  • —No demasiado. Pero lo peor es que era de mala calidad. Alcohol de madera. De la madera con la que se hacen los féretros No sé si me entiende.
  • —No entiendo nada. No bebo de garrafón, que yo recuerde.
  • —Es normal. El alcohol es una droga con efectos tóxicos que conlleva otros peligros intrínsecos, como envenenamiento y dependencia. Si se consume en exceso, como parece que es su caso, el alcohol puede causar pérdida irreversible de la memoria; enfermedades crónicas en el hígado; accidentes de todo tipo, así como lesiones; agresividad contra uno mismo y contra los demás; impotencia sexual y numerosos problemas sociales. Pero el peor es la muerte. No lo olvide.
  • —No me importa demasiado morir…
  • —Si su conserje hubiese tardado una hora más en llamarnos… ahora estaría muerto.

* * *

El modesto edificio de apartamentos en el que vivía Luis carecía de muchas sofisticaciones, pero estaba dotado de servicios de mantenimiento y limpieza de los que se ocupaba el conserje de la finca, que también hacía de receptor de pequeños paquetes, portero, vigilante y controlador de los consumos de agua y gas.

Cuando llamó por tercera vez, sin obtener respuesta, a la puerta 5 del piso 11 para leer los contadores, decidió utilizar su llave maestra para acceder a la vivienda. Un agrio olor, como de alcohol fermentado, le golpeó con violencia nada más entrar por la puerta. Luis permanecía de bruces sobre el suelo, lo que sin duda había evitado que se ahogara con su propio vómito. Marcó el 112 para referir lo ocurrido y siguió al pie de la letra las instrucciones que le dieron.

Colocó a su inconsciente inquilino en la posición lateral de seguridad, tal como le decían. Una vez que hubo comprobado que la respiración del paciente era regular, bajó al portal para facilitar el acceso a los sanitarios del servicio de urgencias, que le llevaron al hospital sin pérdida de tiempo.

Poco después, cuando terminó de narrar su aventura a los curiosos que se interesaban por lo sucedido, recordó que disponía de una lista con los números de teléfono de todos los ocupantes de la finca. Buscó el de Ana y le refirió lo ocurrido.

Ana era la compañera con más estilo que había conocido del ocupante del 11-5. Y habían sido muchas. No sólo era joven, de unos 35 años, sino que, además, le resultaba muy elegante y refinada. Por eso no se extrañó el día que se despidió de él con una sonrisa amarga y un “Cuídele, Paco. Yo lo dejo por imposible”. Al menos, estaba convencido de haberle cuidado y que, con toda probabilidad, su providencial visita le había salvado la vida.

Lo que sabía de Luis Beltrán es que se había licenciado en periodismo en la Carlos III y había obtenido el título de Investigador Privado que otorga el Ministerio del Interior. Se ganaba la vida como detective con licencia y redactor de política, deportes y sucesos en “El Xatafi Tribune” y pasaba gran parte del día sintonizando la emisora de la policía local, en la banda de 2 metros, para tratar de descubrir algo inédito que le permitiera adelantarse a sus colegas.

En realidad, todos hacían lo mismo. Pero Luis Beltrán tenía acoplados dos altavoces en el casco de su modesto escúter, por lo que podía escuchar los canales adecuados directamente sobre la marcha. Esto le daba cierta ventaja para llegar antes que sus competidores locales a los sitios de interés, gracias a la maniobrabilidad y agilidad de su medio de desplazamiento. Pero eso había ocurrido mucho antes de que le venciera el vino.

  • * * *
  • —¿Cuándo me iré a casa? Tengo cosas que hacer.
  • —Cuando yo lo diga —repuso el facultativo titular.
  • —Quiero el alta voluntaria.
  • —Ni hablar. En casos como el suyo no se puede dar el alta a petición del paciente. Sólo cuenta mi criterio. A no ser que otra persona acepte la responsabilidad de hacerse cargo de su situación —añadió interrogando a Ana con la mirada.
  • —Conmigo no cuente. Sólo he venido para comprobar si este irresponsable seguía vivo. Me iba a marchar cuando han llegado ustedes.

Luis estaba dispuesto a tragarse el orgullo con tal de salir del hospital.

  • —Ana, por favor. Di que te harás cargo. Firma lo que sea para que me saquen. Tengo muchísimo trabajo por hacer. Necesito salir de aquí.
  • —No, Luis. No quiero ser cómplice de tu destrucción, ¿recuerdas?
  • —Como regalo de cumpleaños, Ana. Hazme este regalo.
  • —No, Luis —dijo recogiendo su bolso del sillón de las visitas—. Mi regalo ha consistido en venir a verte hace media hora. Y porque me pillaba de paso. Pero eso es todo.

La joven dirigió una leve sacudida de la mano derecha a los presentes y salió de la habitación. Una vez a solas, en el pasillo, dejó que unas lágrimas silenciosas desbordaran sus ojos oscuros hasta deslizarse por sus mejillas.

Luis permaneció unos minutos en silencio, sopesando la situación. Comprendía la postura de Ana, pero no le encajaba con el hecho de que se hubiera molestado en hacerle una visita de treinta minutos.

  • —Necesito salir. De verdad. Tengo mucho trabajo pendiente y estoy a punto de resolver un caso muy importante.
  • —No insista, Luis. No le puedo dar el alta hasta tener la certeza de que se ha recuperado. Ha estado en coma tres días y los riesgos son muy altos Lo lamento de veras.
  • —¿Es cierto que llevo tres días en coma?
  • —Así es.
  • —Y Ana no ha venido a verme hasta hoy… Comprendo que no quiera hacerse cargo de mi salida.
  • —La señorita lleva aquí, vigilándole, desde media hora después de su ingreso, Luis.
  • —¿Cómo?
  • —Lo que oye. Ella sabe bien la gravedad de su caso. Por eso no ha accedido a sacarle de aquí.
  • —Pero tengo trabajo que hacer. ¿No lo entiende?
  • —El alcohol es la maldición de los trabajadores, Luis.
  • —No doctor. Oscar Wilde lo dijo mucho mejor: El trabajo es la maldición de la clase bebedora. Ese es mi problema, que tengo trabajo y soy un borracho —reconoció con un gemido sordo.

La puerta de la habitación se abrió y la silueta de Ana se recortó contra la luz del pasillo.

  • —¿Qué tengo que firmar, doctor? Me llevo a este imbécil de aquí.

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