SINOPSIS.-
Siempre he pensado porqué la mayoría de las novelas son trágicas. Creo que deberían escribirse más textos literarios humorísticos para compensar. Por supuesto, no un humor facilón, más bien una sátira de la realidad que nos haga ver los problemas a los que nos enfrentamos desde otro ángulo.
Eso es lo que he intentado con esta novela: Bajo una capa de humor y de personajes estrafalarios, realizar una crítica a la sociedad española actual, mostrar los sinsentidos a los que nos enfrentamos e intentar contestar a la eterna pregunta de cómo resolverlos. También es una alabanza a la amistad, que puede aparecer donde menos lo esperas.
El protagonista de la novela, Enrique, es un tipo solitario y descreído ante la vida que lleva y la situación social y política que lo rodea. La irrupción de un nuevo compañero de trabajo en el pequeño juzgado en el que transcurren sus mañanas en un pueblo apartado de la civilización, hará que su filosofía cambie, sobre todo a raíz de un descubrimiento en el órgano judicial que los llevará a enfrentarse a altas esferas del poder en una espiral de acción y peligro.
CAPÍTULO I.-
«Hoy conocerás a alguien muy especial en tu vida»
«¡Qué tontería de horóscopos!», pensé mientras apartaba las sábanas de la cama y apagaba la radio.
Me tomé el café cavilando sobre el interino que finalmente habían mandado al Juzgado, tras tres meses desde la jubilación de Paco. De momento, no sabía nada de él. Me encontraba a gusto trabajando solo en aquel pueblo de la sierra sevillana, pero es cierto que una persona más en la oficina vendría bien, el trabajo comenzaba a acumularse y las quejas de los procuradores también. Ya estábamos a las puertas de la semana santa de 2017 y sus vacaciones se aproximaban.
Fui al cuarto de baño y me miré al espejo: A mis cincuenta y dos años tenía muy buen aspecto: No me faltaba mi pelo moreno rizado, ni tenía canas ni apenas arrugas. Encima, me conservaba delgado y no poseía la horrible barriga cervecera de muchos otros colegas de edad.
Me duché y salí a la calle. Me dirigí al edificio del Ayuntamiento donde estaba ubicado el Juzgado. Nada mas llegar, observé a un tipo de una edad parecida a la mía, bajito y repeinado con un maletín marrón y anticuado en la mano, que parecía encontrarse esperando. «¿No será el interino?», pensé con horror. Me acerqué a él y le pregunté:
— Hola, ¿no serás el nuevo Auxilio?
El hombre me miró sin pestañear tras los gruesos cristales de unas gafas muy pasadas de moda.
— Así es, Don Enrique. Soy Anastasio, para servirle.
«¡Qué tipo más extraño!», pensé. «¿Qué forma de hablar era aquella?»
—Pero, no me llames Don Enrique, hombre, que no soy un secretario de Juzgado de capital —, y le estreché la mano dedicándole una sonrisa afable.
— Si a usted, quiero decir a ti, no te importa, te llamaré de tú.
— ¡Claro! Vamos para arriba y te enseñó el chiringuito.
Anastasio no se inmutó. Yo quería parecer cercano y cordial, pero la expresión de su cara permanecía igual.
Subimos los dos pisos de escalones irregulares que llevaban al pequeño cuarto que constituía mi lugar de trabajo sin hablar y abrí la puerta confundiéndome como siempre de llave.
Una vez dentro, le dije a mi acompañante:
— Este es el agujero y ese tu sitio —, y le indiqué con el índice una silla tras una mesa con un ordenador antiguo y otros útiles de oficina.
Pero, Anastasio no se movió de la entrada. Observó todo el lugar con precisión desesperante y al cabo de unos minutos, se encaminó donde le había indicado.
Yo permanecí de pie frente a mi mesa mirándolo. Entonces, él sacó de su maletín un cartel, cogió un poco de celo del dispensador que se encontraba frente a él y comenzó a pegarlo en la pared. Observé horrorizado que se trataba de un Cristo.
— ¿Qué es eso? —le pregunté sin salir de mi asombro.
Mi nuevo compañero no movió un músculo de su cara y contestó escuetamente mientras terminaba de pegar el póster.
— Es mi Cristo: El Señor de las Angustias.
— Oye, Anastasio —empecé a decirle— , yo soy ateo, pero respeto las creencias de cada uno. Que tengas una estampa o algo religioso en tu mesa no me importa, pero…
No terminé la frase. El tipo sacó otro cartel del maletín y observó con detenimiento el resto de pared que le quedaba. Se dirigió a mí.
— No tengo espacio suficiente. Habría que poner la foto del rey en tu sitio, Enrique.
— ¿Cómo? — . Empecé a pensar que no podía ser cierto lo que me estaba ocurriendo. «Quizá se trate de una cámara oculta, Paco era un bromista y lo veo capaz de esto y de más»
— Es que el cartel del Betis queda demasiado junto del Cristo y no me parece apropiado — dijo Anastasio por toda contestación — , con el papel entre sus manos observando la pared.
— Claro.
Mi mente no paraba de pensar, «si es una broma, lo mejor que puedo hacer es seguirla y al final aparecerá mi antiguo compañero con un ramo de flores y una musiquilla de fondo, seguido por el equipo de televisión»
— ¿Sabes? Soy republicano, no tengo más remedio que tener la maldita foto del rey por imperativo legal, bastante es que la bandera la tenga escondida… — Anastasio me observaba sin mover un músculo de su cara – , pero ya que vamos a pasar mucho tiempo juntos, pondremos los carteles así. Hay que saber ceder.
O la broma era muy larga o mi estrategia no dio resultado, porque mi compañero despegó con delicadeza la foto del rey, la dejo sobre su mesa y colocó en su lugar la del Betis.
— ¿Quieres que te ayude a poner el retrato? — me preguntó mirándome fijamente a los ojos.
— ¡No! — respondí enfadado.
Anastasio pareció sentirse dolido porque bajó la cabeza y se quedó encogido mirando su mesa con pesar. Me sentí un poco culpable, así que repuse:
— ¿Qué te parece si bajamos a la cafetería de enfrente? Tomamos un café y nos olvidamos del asunto.
Mi compañero levantó la cabeza y me miró con un brillo de alegría en sus ojos.
— Entonces, ¿no estás enfadado?
— No – respondí totalmente confuso — . Vamos a bajar.
Anastasio cambió de humor totalmente. Por la escalera comenzó a silbar una rumba. Yo iba delante sin dejar de pensar en cómo debía actuar con aquel hombre.
Atravesamos la calle y entramos en el café. Estaba bastante vacío: Las señoras habituales de la mañana sentadas en la primera mesa junto al televisor y algún parroquiano tomando su carajillo matutino, acodado en la barra de metal. Todos clavaron sus miradas en nosotros cuando aparecimos y yo saludé con un escueto:
— Buenos días.
Nos aproximamos a la barra. Carmen, la dueña y camarera del local, limpiaba de mala gana el mostrador.
— Hola – le dije — . Te presento a mi nuevo compañero, Anastasio.
La mujer, sin apartar la vista de lo que estaba haciendo, replicó ásperamente:
— ¿Qué va a ser?
— Es una lástima que no se vea bien la cara de una mujer tan bella— señaló con voz aterciopelada Anastasio.
Tuve ganas de desaparecer, ya conocía el mal carácter de Carmen; sin embargo, para mi sorpresa, esta levantó su rostro y con una amplia sonrisa, contestó:
— Este señor es un caballero, no como todos los mamarrachos que tengo que ver por aquí todos los días—.Y me fulminó con la mirada.
Pedimos la consumición y nos sentamos en una mesa libre junto a las mujeres. Sin embargo, antes de hincar el diente a mi tostada, mi compañero se levantó de la silla y se dirigió a ellas.
— Buenos días, señoras. Es un orgullo compartir este sitio tan bonito con unas damas tan elegantes. Mi nombre es Anastasio.
Las mujeres se miraron entre sí extrañadas y luego observaron a aquel desconocido que les hablaba. La más pizpireta comentó con un guiño:
— Gracias – , y me gritó— ¡Ya podías aprender, Enrique!
Se presentaron, mi compañero hizo una pequeña inclinación de cabeza y volvió a sentarse junto a mí. Llegados a ese punto, decidí que fuese él quien llevase la iniciativa, yo ya no sabía por dónde tirar; pero mi colega de trabajo comenzó a untar su pan con una gran ceremonia y permaneció en silencio.
Así estuvimos la media hora del desayuno. Cuando terminamos, me comentó:
— ¿Habrá que subir, no, Enrique? Todavía no hemos hablado de trabajo.
Ese hombre me estaba desesperando, pero no veía otra salida que seguirle la corriente. «Tal vez sea un poco raro, pero en el trabajo resulte», pensé.
Cuando salimos de la cafetería, todo el mundo se despidió alegremente y alguna mujer sentada a la mesa dijo «adiós» con la mano, supuse que más por quien me acompañaba que por mí.
Una vez arriba, comencé a mostrar a Anastasio los libros de la oficina. Nos inclinamos sobre mi mesa y fui cogiendo los primeros de la estantería de al lado. Cuando llegamos al tomo dedicado a la inscripción de defunciones, comenzó a pasar las páginas lentamente y súbitamente señaló con su dedo índice algo.
— ¿Qué pasa? —le pregunté.
— ¿No te has dado cuenta, Enrique? Hay una hoja arrancada.
Me incliné más sobre el libro y no vi nada, miré con más detenimiento. Anastasio tenía razón: Era casi imperceptible, pero el último folio era el 75 y el siguiente el 77.
Estaba totalmente concentrado en mi tarea, cuando la puerta de la oficina se abrió con brusquedad. Pegué un brinco. Era la cartera. Tiró el correo sobre mi mesa y se marchó con un casi inaudible:
— Eso es lo que hay.
— Es Blanca, ya la conocerás, —señalé, y volví a mirar el libro sin prestar atención a las cartas que habían llegado.
Mi compañero se encogió de hombros y continuó de pie junto a mí. Me dolía la espalda por la postura y me senté.
— Anastasio, ¿me puedes pasar la carpeta de los legajos de las defunciones?—le pregunté, indicándole con el índice la estantería al lado de donde se encontraba.
Mi compañero me la entregó con diligencia. Me disponía a abrirla, cuando sonó el teléfono.
— ¡Qué coñazo! —exclamé— . ¿Quién será el pelma que llama ahora?
— No te preocupes, Enrique, ya lo cojo yo —me indicó Anastasio con una sonrisa comprensiva, mientras se acercaba a su mesa. Descolgó el aparato y empecé a escuchar:
— Buenos días, señora. Encantado de conocerla. Soy el nuevo compañero de su hijo…
«¡Lo que faltaba!», pensé, «¡mi madre!» Seguí escuchando.
— Sí. Está mirando una cosa ahora, pero nunca se está ocupado para conversar con quien te ha dado la vida. Se lo paso y espero que tenga el placer de conocerla en persona algún día.
Cogí el auricular que me pasaba Anastasio con gesto de fastidio y comencé a hablar apresuradamente.
— Hola, mamá. ¿Qué pasa?
Desde el otro lado del hilo telefónico, mi madre empezó a relatarme las mismas cuestiones triviales de siempre que para ella eran tan importantes. La dejé hablar un poco, mientras pensaba en la carpeta sin abrir y, al cabo de unos minutos, la corté.
— Mamá, estoy trabajando. Te he dicho mil veces que si me tienes que llamar al Juzgado sea para algo importante.
— ¡Qué carácter tienes! —me repuso con cierto tono de indignación en su voz — ¡Vaya diferencia con tu nuevo compañero! Se nota que es un hombre agradable y atento. ¡Seguro que no trata así a su madre!
Anastasio permanecía en silencio, sentado en su sitio observando sin pestañear la estantería que tenía enfrente.
— No lo sé —, continué —acabo de conocerlo —, y sintiéndome un poco mal conmigo mismo, le dije — : Mira, mamá, ahora estaba haciendo una cosa muy importante. En cuanto tenga tiempo, te llamo. ¿Vale?
— Bueno, como nunca tienes tiempo para nada. Oye, dale recuerdos a tu compañero.
— De tu parte — le dije— y colgué el teléfono.
Sentí una mirada amenazante sobre mí. Anastasio tenía sus ojos fijos en los míos y comenzó a decirme en un tono condescendiente que no se correspondía con la expresión de su cara.
— Enrique, no deberías tratar a tu madre así. Seguro que la mujer se siente sola y necesita hablar con alguien.
— Puede ser —le repliqué pensativo— , pero yo tengo un trabajo y no puedo estar hablando con ella todos los días en horario de oficina. Le he dicho mil veces que se apunte a alguna actividad para entretenerse.
— Tienes suerte de tener a tu madre…
Percibí un deje de tristeza en la mirada de mi compañero.
— Lo siento —dije.
— En fin… —continuó Anastasio —Dios se la llevó hace dos años. Ahora vivo con mi padre.
La confesión de aquel hombre me conmovió y olvidé por un momento nuestro descubrimiento.
— ¿Tienes hermanos? —le pregunté.
— No, soy hijo único —. Mi compañero bajó la cabeza.
— Bueno, no te pongas triste. Tu padre vive y tienes que estar alegre por él. Además — continué —, a tu madre no le gustaría verte así, querría que salieras, que disfrutaras de la vida…
— Salir, no salgo mucho. Voy a la cofradía y a la peña del Betis de mi barrio.
— ¡Pues ya haces algo! —, intenté animarlo y cambié la conversación para distraerlo—. ¿Qué hora es? ¡Las doce! Tendré que revisar el dichoso correo antes de mirar la carpeta, no vaya a haber algo urgente.
— ¿Puedo ayudarte? —preguntó presuroso Anastasio.
— No te preocupes. Esto siempre lo hago yo, después te lo paso y tú lo registras en los libros que tienes en tu mesa.
Comencé a abrir sobres y a sacar papeles. El nerviosismo que sentía por la extraña desaparición del folio que contenía la misteriosa defunción no me dejaba concentrarme bien. Afortunadamente, no había entrado demasiado correo y casi todo era para los clientes habituales. Lo dejé en la mesa de mi compañero.
— Puedes ir registrándolo. Fíjate en los anteriores para hacerlo bien — . Y me enfrasqué de nuevo en la carpeta con los legajos.
Anastasio suspiró. Me pareció que prefería dedicarse a lo que yo estaba haciendo que a su tarea, pero comenzó a anotar las entradas de los exhortos en los libros correspondientes con meticulosidad.
Abrí la carpeta y pasé las hojas con rapidez hasta llegar al año que correspondía al folio arrancado. Fui comparando los nombres de los fallecidos con los que aparecían en el libro de defunciones. Al fin, encontré la documentación correspondiente a aquella página y exclamé sin poder contenerme:
— ¡Aquí está!
Mi compañero me miró desde su mesa con un brillo de entusiasmo en sus ojos y me preguntó:
— ¿Lo has encontrado, Enrique?
— Sí —le respondí sin apartar la mirada de los papeles. Y comencé a describir mi descubrimiento en voz alta — . Javier Ugarte Aranguren, falleció el quince de Junio de 1977 en el monasterio de la Luz…
Anastasio me interrumpió con voz extrañada:
— ¿Hay un monasterio aquí?
— Sí —le contesté fríamente —y continué hablando en voz alta: Si falleció en el monasterio, sería de fuera. ¿Dónde nació? En Guernica en 1905. ¡Qué raro! ¡Qué joven se murió!
— ¿Joven? —inquirió mi compañero —Tenía 72 años.
— Ya, pero estos monjes se mueren muy viejos. Normal, como no dan golpe… —, nada más decir esto me arrepentí, Anastasio me observó con mirada furibunda. Continué como si no hubiese reparado en la expresión de su rostro —. Deberíamos enterarnos de quién era ese hombre.
— ¿Y cómo podríamos hacerlo? —preguntó mi compañero cambiando su expresión. Ahora parecía realmente intrigado.
— No lo sé —. Hace mucho tiempo que falleció, quizá se podría preguntar a alguien en el pueblo… Pero, ¿por qué podríamos decirles que preguntamos por él?
Los dos nos quedamos callados pensando.
— También podríamos investigar en el Registro civil de Guernica… aunque no sé si conseguiríamos mucha información, pero podríamos ir tirando del hilo…—Mi mente no paraba de pensar en la forma de averiguar quien era aquel monje fallecido.
Anastasio rompió su silencio.
— ¿Y si preguntamos directamente en el monasterio?
Lo miré como a un extraterrestre.
— ¿Y qué les vamos a decir?
— La verdad, que falta el folio de la inscripción de defunción del monje — respondió mi compañero inocentemente.
Esbocé una sonrisa irónica.
— Anastasio, no sabemos la razón de que falte esa página y en el último sitio que preguntaría sería en el monasterio.
Mi compañero se levantó de su silla y comenzó a andar de un lado para otro por el estrecho pasillo que separaba nuestras mesas de las estanterías que teníamos enfrente. Miraba al suelo con el ceño fruncido, sin pronunciar palabra. Me estaba poniendo muy nervioso con su paseito. Cuando fui a decirle algo, unos golpes sonaron en la puerta de entrada a la oficina.
— ¿Si? —pregunté — pase.
La puerta se abrió lentamente. Una figura imponente la traspasó: Era el prior del monasterio de la Luz.
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