A dos años de haberme mudado a esta casa, la única que tiene tomado los espacios es la gata. Su notable cautela mostrada al principio desapareció en la medida en que iba conquistando cada rincón de la vivienda; yo por el contrario, deambulo aun entre esa franja ambigua del cambio y la costumbre del nuevo lugar. El significado de mi repentina mudanza a este sitio no es algo que he podido sobrellevar con naturalidad; es incomprensible, desconocida, tal vez se
reduzca a un simple acto impulsivo del momento, pues…pude perfectamente elegir otro lugar. Durante este tiempo residiendo acá siento la persistente, profunda y desagradable inercia con sabor a destierro obligado; qué puedo decir cuando desde otro lugar de mí, no alcanzo a descifrar las razones por haber favorecido este lugar.
Una sí muy clara y sola certeza irrumpió en mí al momento de mudarme, un sólo acuerdo: mantener la firmeza de no acudir ante ella y pedir aliviar mi pecho, sostener como fuese posible la promesa de no transgredir la sacralidad de la distancia. Por ahora me resguardo en el silencio de las esquivas y fugaces miradas; no queda otra que nadar como dos islas que siempre se cruzarán, dos fluctuaciones que se circundan y alejan; apenas sostendremos un instante para asentir un quebrado saludo, unas indiferentes palabras.
Hoy me he detenido a observar a la gata con sumo interés, advierto que encierra en sus gestos un estado, un misterioso quietismo que, rara vez, me
conducen al vaciamiento. Sus movimientos son un todo en sí mismo, no parece haber derroche de energía. Creo que por esa razón la duda en ella, si la hubiere, no supera un destello de vacilación, tiempo suficiente para ajustar de nuevo su
atención y volver a su estado incólume. Me atrapa en especial sus penetrantes
ojos cuando se quedan estáticos mirando un lugar, parece no mirar, creo que se
entrega al transcurrir, es como si me invitara a una oración secreta que desconozco; a la postre me embarga la turbación de encontrarme en una avalancha de inconmensurables sucesiones; tengo la sorprendente impresión de estar flotando, perdido en los tiempos. La gata, desde luego interrumpe su quietud con sorprendente cambio para empeñarse en juegos y arrumacos sobre mi brazo vuelto víctima de sus retozos; esto, pienso, es volver a su naturaleza, al recuerdo de sí.
Tengo una rara sonrisa esta noche. Canto canciones absurdas,parecen letras soltando polvaredas, sacadas de un baúl anciano y carcomido. Tal vez cabría
pensar que cante al revés de sus sentidos; palpo con ello una transparencia adulta, casi madura que me embarga como una exigencia escolar; una tarea tal vez pendiente que he olvidado y, lo grave: siempre está allí, cerca, rondando; cierto que la esquivo con enfermiza pubertad. Espera… espera… olvidé que maltraté mi corazón; aquello hace mucho tiempo se volvió nada, ínfimo.
Me detengo a verme y la ley de la mirada dispone ante mí un espejo. Me veo como tranquila bahía, que se guarda siempre de aguas agitadas por algún viento. La distancia me mide sin metros el espíritu. No hay salvados alientos para volver la vida atrás; ¿no tendría que soltar las palancas para saltar al abismo mayor? Deseo ceñirme al traje del alma, no veo otro modo para transitar de lado, de costado, por encima, por abajo las edades mínimas de esta vida. El espejo es ante todo un ajustador de cuentas; nada más objetivo se merece el cajón de mi cuerpo, de mi carro que me traslada.Todo es tanpasajero que pronto este cuerpo dejará sus amuletos que le permiten dilatar su debido tiempo.
Aquí los días pasan con sus complejidades.Hago lo posible por rehuir del tedio con los detalles que demanda la casa; no permito que la cuchillada fatal del desencanto me someta. Temo por supuesto los abismos de la soledad, del hundimiento que puede producir ese aliento quejumbroso y quebradizo del carácter. En este lugar, en este espacio, tal vez me sienta como un monje extraviado, sin fe.
La gata me hace volver a las secuencias, una detrás de la otra, como un sepelio tedioso bajo un acalorado día.Cada acto está contenido en sucesos más pequeños, a su vez éstos en otros aún más pequeños hasta sumar un incalculable complejo de micros hechos, de este modo formar un gran todo. Semejante mecánica no halla en mí sino un jirón de polvo.
La vida que se me adhiere recurrente, viene con misericordia cada día. La música también suena a veces y hace temblar las hojas, y los vientos, y los sonidos envuelven los espacios de la casa, entonces se vuelven confesiones cuando bailo boleros, y mi voz desgarra blues cadenciosos y tristes, a veces se
vuelven sublimes gritos, otras, sinceras voces del alma.Pido ante todo un licor y la orden se esparce por toda la casa. Es bebida que me hace circular, otras me agrietan el techo del pensamiento y escaparme hacia un lado, o de costado; es posible irme de espalda, hacia un lugar alto donde pueda mirar un poco más alto; pero otras tantas se debe uno arrastrar por la tierra.
Una vez que esta madrugada baile su adiós, en la mañana me encontraré de nuevo las despedidas. Ella estará ausente, fue lo acordado.Por ahora todo sigue deforme y vago. Mi paladar sostiene sus labios en el aire. Me pregunto si ya debo terminar el soliloquio con el viento, que ya no sopla en mis manos y al menos pudo acercarme una caricia desprendida, y acabar con la cortina de la insostenible ilusión.
La gata maullará como siempre esta mañana, tendrá hambre, volverá a
sus juegos… a su misticismo. Ambos miraremos por el balcón. Sus pupilas se
detendrán a observar el presente, mientras, yo estaré apresado por la
nostalgia.
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