Como si el mundo fuera un jardín y no un campo minado

Como si el mundo fuera un jardín y no un campo minado

Rodrigo Espinosa

15/02/2018

Bajo del avión y recuerdo la carta que recibí cinco días atrás, el pedazo de papel que me hizo dejar mi cuarto, mi pequeño rincón bonaerense, para venir acá y enfrentarme con mi pasado. Sigo los anuncios del aeropuerto y llegó a la sala de equipaje, miro las maletas que van saliendo. Busco una de color marrón que lleva una cinta azul en la manija. Toco el bolsillo de mi saco para confirmar que allí está la carta y recito mentalmente su contenido:

«Hola, Francisco, tu madre y yo nos morimos por verte. Ojalá puedas venir pronto. Con afecto, tu papá».

Repito con extrañeza las palabras en mi cabeza, sabiendo que no pudieron ser escritas por mi padre, porque murió once años atrás.

He reclamado mi maleta y me dirijo hacia un costado del aeropuerto para abordar un taxi. Todo ha cambiado. Diez años es mucho tiempo, incluso el aire parece diferente, el cielo es de un gris plomizo e imagino que se desprenderá, como un iceberg, y nos aplastará. El aeropuerto El Dorado también se ha transformado y tiene un aspecto de centro comercial recién construido, con sus paredes y pisos impolutos, un cielorraso que parece encumbrarse hacia las nubes y luces bañando todo a grandes bocanadas, como cascadas de luz. Me subo al taxi y le doy al chofer la dirección que aparece en el sobre que venía con la carta. Hubiera sido más fácil llamar a casa y preguntar quién la escribió, pero no tengo un número telefónico. Así que voy sin saber con certeza de quién es la dirección. Saco la carta y la leo otra vez, buscando algo que no está, porque las palabras son pocas, demasiado concisas para contener un mensaje cifrado. Luego, la guardo y abrazo mi maletín. Pienso en sacar mis dibujos y mirarlos, pero me arrepiento, entonces me cruzo de brazos.

Llego a una casa pequeña en el barrio Teusaquillo, situada en la esquina de la Cuarentaicinco con Caracas. Pago al conductor, saco la maleta más grande del baúl, me echo el maletín pequeño a la espalda y me acerco a la puerta. Me arrepiento de estar allí y pienso que debí haberme instalado en un hotel primero. La calle está repleta de gente que atraviesa en todas las direcciones, la mayoría son estudiantes de la Universidad Javeriana. Recuerdo mi época en la Universidad Nacional. Echo un vistazo a las paredes de granito y a las ventanas cubiertas por unas cortinas viejas donde se acumula el polvo. Golpeo la puerta una vez y, cuando estoy a punto de marcharme, un joven abre, me mira de arriba abajo y me pregunta qué quiero.

«Soy Francisco, busco a la señora Julia», digo sin reconocer al joven que me mira.

«Mi abuela no está», me dice y caigo en cuenta que es mi sobrino. Tengo una foto suya en mi cartera. Ha cambiado mucho. La saco y se la muestro, mientras le explico que soy el mismo de las fotos que cuelgan en las paredes y adornan una mesa puesta a un costado de la sala.

Pedro me hace entrar mientras me dice que mi madre está en una cita médica y que Sofía, mi hermana, está trabajando. Me siento en un viejo sofá con cojines de espuma y sé que son los asientos de mamá, los mismos que compró papá cuando se casaron, entonces comprendo que esta es la casa donde ahora vive mamá, y miro a mi sobrino otra vez: tiene el cabello largo, unos centímetros por debajo de los hombros, viste una camisa ancha, un pantalón por debajo de la cintura y tenis. Noto que todavía estoy sujetando las maletas, las suelto y le cuento sobre la carta. Mi voz sale con miedo y mis palabras suenan a justificación, como si tratara de excusarme por estar ahí, por aparecer de improviso cargando diez años de ausencia. Él me escucha en silencio, adormilado, apoyando su barbilla sobre la mano derecha. Saco la carta y se la leo. Tiene quince años y no le importa eso que le digo. Le pregunto por su padre. Me responde que Samuel está muerto. Fue la guerrilla, un caballo-bomba; tartamudea las últimas palabras varias veces, hasta que por fin le entiendo: su padre estaba en el lugar y en el momento equivocado. Visitaba a alguien en una estación de policía cuando el caballo explotó. «Esos hijueputas lo mataron», dice y se queda callado. No sé qué hacer, si ponerme de pie para abrazarlo o esperar a que se recupere por su cuenta. Hago esto último. Le pregunto si está estudiando y me responde que está en octavo de bachillerato en un colegio situado a dos calles. Esa mañana se ha ausentado por una supuesta gripa. Se pone la palma derecha sobre las mejillas y la frente y asegura que tiene fiebre. Vuelve a hablar sobre la muerte de su padre y me dice que los responsables están libres, disfrutando de los beneficios que les da el gobierno y que a Samuel tuvieron que enterrarlo sin cuerpo, algunas fotos, la argolla de matrimonio y tres libros eran el contenido del cajón. En la diligencia no se pudo saber si un pedazo de carne pertenecía al caballo o al papá de mi sobrino, o a las cinco personas más que murieron en esa explosión. Lo escucho y pienso en los rezagos de la guerra, en las migajas que quedan sobre el camino y que parecen cristales rotos que lo van desangrando a uno en cada paso. Me pongo de pie y recorro la casa. Pedro me sigue y continúa hablando de su padre y aunque quiero que se calle, no soy capaz de decírselo. Me salvan los golpes en la puerta. Mamá llega, me mira y se tambalea, sus pies se tuercen y sus manos se quiebran en un llanto que termina por dominarla y arrojarla al piso; la sujeto antes de que caiga y la ayudo a sentarse en el sofá. Me mira como si estuviese viendo un fantasma. Quizá soy eso: un espectro, materia transparente, una pesadilla que ha adquirido peso. Busco agua en la cocina y cuando regreso está tratando de decirme algo, lucha por hilar las palabras, por dejar escapar las mariposas negras que la sacuden. Me siento junto a ella y acaricio su cabello con la esperanza de calmarla; le doy el agua a sorbitos, sin dejar de acariciarla. De pronto abre la boca y me dice una sola frase: «Yo pensé que estaba muerto, mijo». Vuelve a llorar, pero ahora sí se deja arrastrar por la tristeza y por la alegría de mi regreso. Llora hasta que sus ojos se secan. Cuando la veo tranquila, le muestro la carta. La lee sentada en el sofá, y me dice que eso fue mi papá que intercedió desde el cielo por ella para que su hijo volviese.

Es de noche cuando Sofía aparece. No se sorprende al verme, yo sé que mamá la ha llamado para ponerla sobre aviso y para contarle de la carta. Apenas si me determina, me saluda de un beso en la mejilla y avanza a su cuarto para buscar a su hijo que ahora duerme. Escucho la voz de mamá que me llama. Cruzando la cocina hay un patio y tres habitaciones, en una duerme Sofía, en la otra Pedro y en otra mi madre. Mamá está junto a la habitación de Pedro y me explica que desde ahora ése será mi cuarto. Le digo que es sólo por unos días, porque tengo que volver a Buenos Aires, y ella hace como si no me escuchara y me dice que no me preocupe por Sofía, que sólo está cansada. No le digo nada al respecto. Le pregunto a mamá por su cita en el médico. Ella suspira y me dice que la acompañe a la panadería. Nos ponemos chaquetas y salimos al frío bogotano:

«De esas cosas es mejor no hablar en casa», me dice caminando hacia la Carrera Séptima.

Llegamos a un local situado a dos calles. Es pequeño, atendido por una mujer.

Mamá se acerca para pedir un pan y mientras la mujer se aleja, me entero de que fue diagnosticada con cáncer de seno dos años atrás, que le realizaron una mastectomía en el seno izquierdo y que ahora está libre de la enfermedad, pero debe ir a control cada semana. Me cuenta que cuando se enteró se sentó en la calle, sobre la acera, pero no lloró, estuvo un momento allí, sintiéndose nublada, con mareo, sin saber qué hacer, a dónde dirigirse, a quién contarle, y que luego se puso de pie y se fue para la casa y continuó como si nada hubiese pasado; sólo una semana más tarde le contó a Sofía; entonces, vinieron los exámenes, la quimioterapia, la mastectomía, las charlas con la psicóloga, los exámenes de sangre. Mamá me dice que al final estaba tranquila, porque iba a ver a papá, que había sufrido mucho en la vida y había muerto de manera horrible, y porque iba a volver a verme a mí, porque estaba convencida que yo estaba muerto. «Diez años de silencio es mucho tiempo», me dice, «mucho, en diez años las personas se mueren y nunca más se les encuentra».

La mujer nos pasa el pan; pagamos y mamá empieza a caminar hacia la casa. Entonces, le pregunto por Samuel. Otro suspiro escapa de su boca. Mamá parece cansada, a punto de caer en la mitad de la calle. «Volvamos», me dice. Regresamos a la panadería y nos sentamos en una de las sillas que están afuera.


Sinopsis:

Francisco lleva diez años viviendo en Buenos Aires, alejado de su familia, cuando recibe una carta de su padre: «Hola Francisco, tu madre y yo nos morimos por verte. Ojalá puedas venir pronto. Te ama, tu papá». Tres días después toma un avión a Bogotá. La razón de la premura es simple: su padre no puede haber escrito la carta porque falleció once años antes. A partir de su llegada, Francisco reconstruirá su pasado e intentará cimentar su presente en una Colombia atravesada por el postconflicto. Su madre está saliendo de un cáncer, su hermana perdió a su esposo en un ataque guerrillero años atrás, su sobrino está lleno de rencor. Todo esto lo cuenta Francisco a la lápida de su padre, mientras intenta responder a la carta recibida. Habla de su vida en Argentina, las visitas con su madre a la clínica de cancerología, el intento por infundir perdón en el corazón de su sobrino, un amor no correspondido, la relación con su hermana y el deseo de matar a un hombre.

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