1

Cuando se desplomó el último palco, con ocupantes que apenas sí alcanzaron a escuchar en un segundo de pánico el crujir de los clavos y las maderas, Donaldo se acordó que enero era el mes del dios Jano, al que los latinos le atribuían la potestad sobre los principios y los finales. Le pidió a Melba cambiar de canal para no ver más esa multitud desesperada en su huida, pero en pantalla la escena se repetía en los diferentes noticieros, y nunca Sincelejo estuvo en tantas bocas de bellas locutoras y de sus apuestos colegas, entrenados para transmitir tristezas y alegrías con los gestos uniformes que los hechos exigían, así su idioma fuera el español, el inglés, el francés, el chino, el ruso y el portugués. Abandonó la almohada con celeridad y se preguntó, mirando los cerros envueltos en una neblina fría, si una hamaca era el consuelo a una ausencia que lo tenía frente a un ventanal vidriado, tratando de establecer si estaba empañada su superficie o era la consecuencia de la mirada que pierde su transparencia a causa de las lágrimas. Le pidió a Melba silenciar el aparato donde insistían en la desgracia de las fiestas de toros con el tono triunfalista de haberla anunciado por años. Pero los aviones no han dejado de caerse, ni los trenes descarrilarse, ni los carros rodar por abismos, trató de consolarse Melba. Es que el accidente no va a desaparecer de la faz de la tierra, Donaldo. Los accidentes no, le dijo él, pero la imprevisión puede evitarse. Fíjate que los cimientos cedieron a causa del sobrecupo en los tendidos de madera y de la lluvía incesante que caía sobre la plaza. Temo que con quinientos muertos y dos mil heridos se escriba el punto final de las corralejas, Melba. Ella lo miró con susto y preguntó: ¿Y tambén van a prohibir el fandango?

2

Le decían Pola Berté, pero su nombre con todas las letras era Hipólita Bertel, le dijo su madre cuando dio la última puntada al dobladillo de la falda de popelina estampada. Así las usaba ella, le dijo, y Melba se la midió frente a un espejo que le devolvió una imagen de bailadora que nunca pudo olvidar. Tenía once años y ya sentía pasión por el fandango. Se vio con la mano derecha simulando sostener las velas y con la izquierda agitando la falda hacia atrás, hacia adelante y hacia arriba, al ritmo de una música imaginaria. Pola Berté, dijo pensativa. ¿Tú la conociste? Dejó de bailar y fue a sentarse en las piernas de su madre. La mujer le dijo que Pola había vivido en otra época. Cuando yo nací hacía años que ella había muerto, añadió. Puso una mano con ternura en el pecho de Melba. El corazón te late muy rápido, le dijo alarmada. ¿Te sientes mal? No, le dijo Melba. Estoy feliz, agregó y le señaló su falda. Quiero aprender a bailar como esa mujer. Su madre rió. Tendrás un trabajo agotador por delante, hija. En toda la región no ha habido nadie que se compare con Pola Berté. Tú me enseñas, mamá, casi le rogó Melba. Se levantó y siguió haciendo piruetas con su falda. Yo te enseño, pero a bailar como sólo lo harás tú, sin comparaciones, le dijo. La competencia de una buena bailadora es con ella misma. Melba no comprendió y su madre le explicó que en el baile se podía imitar, no igualar. La bailadora tiene una personalidad propia, y Pola Berté era única. Única también puedo ser yo si me enseñas, si me aceptas como una de tus alumnas, le rogó. La madre le dijo que sí, pero no le dio tiempo de instruirla en la academia porque a los quince días murió de un infarto fulminante mientras tarareaba la Lorenza en su mecedor.

3

Hizo un pequeño equipaje de emergencia, apenas con lo necesario para usar durante la semana que pensaban permanecer en Sincelejo. No habían vuelto en ocho años, desde que contrajeron un matrimonio a las carreras en la iglesia de un corregimiento vecino. Melba no quería regresar, pero Donaldo insistió hasta convencerla. Eres enfermera y aunque no ejerzas, tienes conocimientos básicos de urgencias, le dijo, y ella accedió, arrepentida de anteponer un asunto personal a una tragedia colectiva que tenía a su ciudad inmersa en el dolor. Él, en cambio, no dudó ni un momento en ir, al ser solicitado por colegas del Hospital General que no podían atender la demanda creciente de heridos. En el avión, Melba le dijo que iban a ser muy mal recibidos por la familia. ¿Te refieres a mis hermanos? Ella asintió temerosa. Melba, le dijo él, mi familia era mi abuela y ya murió. Además, estaremos en un hotel, mi amor. Le señaló el desplazamiento rápido de las nubes. Estamos cerca de las turbulencias, dijo y cerró la ventanilla porque sabía que ella se lo pediría. Pero Melba ya dormía ajena a lo que ocurría a su alrededor. Mirándole ese gesto indefenso del rostro relajado, ya surcado por algunas arrugas, sintió una necesidad apremiante de protegerla del ayer y de un mal recuerdo que no la había abandonado durante años.

4

Tenía la edad que todos hemos tenido antes de saber que la vida es un juego distinto y rudo, sin ningún parecido con las cometas de colores danzando en el cielo de agosto. Llegó huérfana de padre y madre a la casa de mi abuela porque era ahijada suya y en épocas aquellas la pila bautismal obligaba a cumplir compromisos por honor y por afecto. De modo que Melba se quedó y creció entre los tres varones impúberes de 12, 11 y 10, que ella le criaba a su hija prematuramente fallecida. Mi abuela era un pan de buena, pero severa con los abusos y las injusticias. Y como Melba era una indiecita bella y bien formada, ella dejó establecido desde el primer día que nosotros sólo podíamos mirarla como a una hermana, pero como no la teníamos, se refirió a la inseparable prima Cristina. Harán de cuenta que Melba es como Tina, nos dijo.

Sin embargo, una tarde estábamos reunidos alrededor del pozo con el bizco Gómez, y este amigo propuso un destino vil para Melba. Mi abuela apareció de la nada en el patio con ella, y como loca fue sacando a empellones por el portón al bizco, mientras le decía que era un degenerado, un inmoral, un malvado, mira que atreverte a decirle a mis nietos que ya tenían burra propia. Cuando pasó el cerrojo, supimos que del mismo modo terminante expulsaba al bizco Gómez de nuestras vidas. Desde entonces Melba fue respetada, y el día que mi hermano menor comenzó a temblar cuando la vio sin trenzas, se lo confesó a mi abuela y decidió abandonar la casa. Pero por qué, protestó Ricardo. Lucho no tiene que irse por algo que no hizo. No importa, le dijo mi abuela. Fue una decisión propia y valiente. Tu hermano ya aprendió que el camino entre el sentir y el hacer es muy corto, y prefirió obedecer el llamado de una sensata distancia. Ricardo no aceptó esas razones y antes de una semana se fue detrás del hermano que había encontrado posada en la casa paterna.

5

El 3 de octubre de 1845, se realizó la primera corrida de toros en honor del patrono de Sincelejo, San Francisco de Asís. Durante 85 años se celebró esa fiesta popular en la plaza que entonces llevaba su nombre. Pero a la festividad luego se le llamó Dulce Nombre de Jesús porque fue trasladada al mes de enero en conmemoración del bautismo del Dios Niño. Fueron los ganaderos quienes idearon esa corraleja patronal cuando vieron que en los corrales de sus haciendas los empleados hacían pequeñas faenas con los terneros. Así surgió el primitivo escenario construído de caña brava y sin palcos. Con el tiempo, sin embargo, se fue ampliando, tuvo toril para encerrar los toros y al espectáculo se incorporaron banderilleros, garrocheros a caballo, garitos con sus mesas de juego y cantinas, y el fandango como el ritmo musical protagónico. Décadas más tarde, en el año de 1870, nacería una niña humilde que se convirtió en la mujer símbolo de esa tradición vernácula. Tenía atributos físicos que enloquecían al público másculino cuando los ponía al servició de la danza de las velas. El guapirreo colectivo le acompañaba cuando cimbreaba la cintura y sus piernas y caderas se transformaban en música. Era Pola Berté, una leyenda con la que Melba se obsesionó.

6

La ciudad tenía un aire de pesadumbre. Las calles lucían desiertas, sin tráfico vehicular, y los postes del alumbrado público estaban forrados con carteles funerarios. Melba pudo leer algunos cuando el conductor del taxi aminoró la velocidad. Sabía que cinco conocidos suyos habían perdido la vida la tarde anterior y otros tantos yacían en las camas del hospital. No había sol y la tarde parecía cubierta con un manto oscuro, mortuorio. No me siento en enero, le dijo a Donaldo. Y cómo va a sentirse, intervino el conductor. Medio Sincelejo está de luto. En el espejo retrovisor Melba vio unos ojos enrojecidos, con los párpados hinchados. Donaldo le preguntó si había perdido a un familiar. A un hermano, dijo el hombre. Donaldo le dijo que lo sentía. En una esquina cuatro mujeres bailaban, frente a una casa. Lucían atuendo de fandangueras. Melba le pidió al conductor que se detuviera. Las mujeres cantaban como en lamento. Y la danza era lánguida, acorde con la actitud luctuosa de la gente sentada en la terraza. Seguro la difunta era fandanguera, dijo Melba y Donaldo le pidió al conductor poner el carro en marcha. Cuando llegaron al hotel le preguntó si podía recogerlos dos horas más tarde para llevarlos al hospital. Sí, le dijo el hombre. A las tres en punto estaré aquí.

7

La encontramos en un rincón de su cuarto, sorbiendo ruidosamente las lágrimas. Mi abuela la atrajo tiernamente hacia sí y con las manos le secó las mejillas. No debes hacerle caso a un patán, le dijo. Melba quiso saber por qué él la comparó con una burra. Yo no soy un animal, dijo en voz baja, mirándome, como si quisiera convencerme de lo que decía con ojos ansiosos. Claro que no, dijo mi abuela. Donaldo te va a explicar lo que quiso decir ese salvaje. ¿No es cierto, Donaldo? Le respondí que sí, pero pasaron varios años antes de tener una conversación sobre ese tema con Melba. En el fondo ella sabía que en la región muchos jóvenes saciaban su apetito sexual con una burra, y si se sintió ofendida fue porque al bizco Gómez le pareció que ella podía reemplazar al noble animal de carga doméstica en esa práctica colectiva concupiscente. A mis once años, sin ser una mujer completa, ya me había escogido de objeto de ustedes. ¿Qué hubieras hecho si tu abuela no entra? Supongo que habrías hecho fila detrás de tus hermanos. La miré mientras le recibía el reporte de la ronda de piso. Me tomé un tiempo para revisar y luego dije: no. Si mi sexualidad nunca se desahogó con una burra, jamás lo hubiera hecho con una niña. En esa época ambos éramos residentes del hospital y Melba me abrazó. Hombres como tú son los que hacen falta en este mundo, me dijo en un susurro.

7

El tamboreo empezó temprano y un pito atravesado marcó el ritmo de un fandango. Aún las bandas con sus trompetas, sus platillos, sus bombardinos y sus trombones no eran sus instrumentos, pero la alegría que transmitía la gaita ya despertaba pasiones en el alma y en el cuerpo de Polita. Esa mañana, no fue sino que escuchara la música, procedente de la casa vecina, para que se deshiciera de la escoba y se pusiera a bailar con los pies deslizándose a ras del piso de tierra, sin levantarlos. Mírala, no ha terminado de barrer y se ha vuelto como loca, dijo la madre. Voy a mandarla donde la hermana en Corozal para que la enderece. Déjala, Herminia, le pidió el marido. Que se mueva como palmera en viento de marzo. Salió a ti. No vas a negar que te gustaba más el bullerengue que la comida. La mujer sonrió. Polita bailó y bailó hasta que el ensayo de los músicos cesó justo antes de empezar la tarde de toros. Yo quiero ir a la corraleja contigo, le pidió al padre. Y fueron, y desde esa entonces Polita no fue la misma. El espectáculo de manteros braveando a los toros para provocar un desafío a muerte le produjo una ansiedad que en adelante buscó experimentar en cuanta corrida hubiera en la región.

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