El Bosque
Dante suda gotas de plata por el brillo maquiavélico que ejerce la luna. El césped sintético por el que corre es duro y áspero, ya que en la parte lindera con el bosque nada verde crece.
La noche está despejada, iluminada por las estrellas más enormes jamás vistas. Pero él no tiene tiempo de mirar el inmenso cielo que se le presenta. Debe correr, esconderse o mejor aún, escapar. Salta como un atleta la cerca que limitaba su patio trasero con el bosque, haciéndose merecedor de una medalla de oro. Nunca ha sido bueno en los deportes, y nunca lo será, pero esta noche, el miedo le da la posibilidad de ser quien quiera ser.
Eso es lo bueno del miedo. Si no es demasiado caprichoso como para enredarse en tu mente y paralizarte los músculos, te da la oportunidad de ser un héroe, un asesino o un fugitivo.
Decide ser un fugitivo, y es la decisión más sabia.
El día fue tranquilo. En realidad, un día más, como todos los de su vida. Se levantó a las siete y media de la mañana, se afeitó, y se dio un baño. Ya en la cocina, se sirvió café, acompañado de dos tostadas. No había tiempo para mucho más. Se enfundó en su traje, y enlistó su maletín. Salió de la casa a las ocho y media para llegar al estudio a las 9 en punto.
Ya en su estudio, el excelente abogado hizo su papeleo diario, delegando las tareas que le parecieron aburridas y sin mayor revestimiento de importancia.
Tuvo algunas reuniones, leyó los nuevos casos, y cuando creyó suficiente la labor hecha, se dispuso a retirarse sobre las 2 de la tarde, varias horas antes que el resto de empleados. Él era el jefe, podía permitirse ese lujo. Le especificó a su secretaria que no le derive llamadas, no quería saber nada más sobre trabajo durante ese día.
Mientras recordaba todo esto, se adentraba más y más dentro del bosque, que vigilaba su casa desde las sombras. Ese lugar enorme, “la mansión” la llamaban en la comunidad. Una casa de dos plantas, repleta de espacio y habitaciones que jamás se llegarían a usar. Hasta él sabía que era demasiado. Pero podía permitírselo, era lo único que le importaba.
Se había mudado hacía sólo un mes, y aún quedaba mucho para disfrutar de aquel lugar. Aún tenía que llenar su cama de mujeres, y el jacuzzi de mujeres, la piscina de mujeres, aún tenía que… Las mujeres se esfumaron cuando oyó cómo las ramas comenzaban a romperse. Algo lo seguía. Algo que no corría, sino que avanza a trompicones. Ese algo que lo sacó de la cama a las tres de la mañana. Ese algo que lo vigilaba desde hace tiempo, desde las sombras del bosque.
Comenzó a correr aún más rápido, más rápido de lo que podía imaginar. La adrenalina lo invitaba a seguir y seguir. Le susurraba al oído que lo hiciera cada vez más rápido, más rápido, más rápido.
Apartaba las ramas de su cara, pero muchas lo golpeaban, provocándole pequeños raspones. Sus pies iban calzados, tuvo tiempo para eso, pero su costumbre de dormir en bóxer le recordó cuánto dolían los cortes en las piernas. Cualquiera que lo hubiese visto correr en ropa interior y con el pavor bañándole el rostro, imaginaría que huía de algún marido que llegó a casa temprano. Pero en su caso, eso hubiera sido suerte.
Las ramas que se rompían al apresurado paso de la presa y el cazador eran infinitas, como un hueso que se parte, dejando escuchar cada una de las astillas. El bosque estaba constituido de un suelo de hojas muertas y arboles con ramas más que filosas. sabe que el bosque tiene que terminar en algún sitio, como todo, pero jamás, en el tiempo que llevaba residiendo allí, siquiera había echado un vistazo al lugar.
Trató de recordar lo que restaba de su día, para huir de ese momento, para quitarse el miedo que le corroía las venas como un ácido. Visitó la “Casa del Rock”, donde sonaba “…And Justice For All” de Metallica, y compró ese cd, solo por compulsión. Fue al que se había convertido en su sitio favorito, el “Restaurant de la Mente”. Observaba los próximos libros que engrosarían su esplendorosa biblioteca y se decidió por “Cell” y “Apocalipsis” de Stephen King. Le encantaban las historias de terror y odiseas donde la gente debía sobrevivir a un ataque zombi o alguna gripe mortal. Le fascinaba por el simple hecho de saber que aquellas cosas eran imposibles.
Un gemido horrible lo obligó a volver en sí. Procedía de las sombras, pero, aunque la luz de la luna brillaba intensa iluminando el bosque, no alcanzaba a divisar más que las siluetas de los árboles. Su pecho rugía como un león viejo, a causa de su adicción al tabaco y su pobre estado físico. “Si salgo de esta, juro que dejaré de fumar”, piensa. Aunque en su mente, dudaba que hubiera una salida.
Continuó corriendo fatigosamente por el bosque, hasta que cayó al tropezar con una raíz que se asomaba furtiva entre la alfombra de viejas hojas. Se levantó llevado por el impulso en velocidad que traía, pero volvió a caer, esta vez, para hacerse un corte profundo en la rodilla, al golpear contra una roca hundida en la tierra húmeda.
—¡Mierda!
La sangre brotaba con fuerza, y el dolor iba en aumento. Los árboles lo observaban e imaginó que reían, aunque solo fuera el sonido de las hojas bailar al compás de la brisa.
—¡Rían ahora malditos! ¡Haré que desaparezca este maldito bosque, sí que lo haré! ¡Haré que los deforesten a todos! —gritó.
“¿Gritándole a unos árboles?”, le inquirió su mente.
—Tengo miedo —le respondió a su cordura.
“Y quizá estés volviéndote loco”.
—No.
Se levantó, ayudándose con sus manos. El flujo de sangre era constante. Al revisarse la rodilla comprendió que se trataba de un corte demasiado profundo para volver a correr.
—Necesita puntos—se dijo.
Como si fuera un plan orquestado, una rama seca y gruesa se erguía frente a él, y así, ayudado por su bastón natural, comenzó a renguear por el bosque, aferrándose a los árboles burlones que encontraba a su paso.
Anduvo durante media hora, hasta que llegó a un pantano que mezclaba una paleta de colores tales como el negro, el verde y el marrón, pero de una forma horrible. Cayó en la cuenta de que había pasado un tiempo sin oír ningún ruido. Se sentó respaldándose contra un árbol para descansar su hinchada rodilla y examinar el panorama.
—Estas perdido, no conoces la densidad de este lugar ni dónde termina. Tienes una lesión grave en la rodilla. Estas semi desnudo, en un bosque húmedo, y… Y no sabes cómo regresar.
Cuando cayó en cuenta de esto, su mente se desplomó. Ahora se arrepentía de haber elegido la casa más alejada del centro de la ciudad. Él odiaba lo verde, odiaba el silencio y la poca cobertura de red, ¿entonces cuál fue el motivo? Simple: organizar las mejores fiestas posibles, y que nadie golpeara su puerta pidiendo que baje la música.
—Estúpido —pensó en voz alta.
¿De qué escapaba? No lo sabía. Lo único claro era que algo se había metido a su casa. Algo que lo había despertado a mitad de la noche a base de aullidos guturales. Ése algo dibujaba una silueta en el umbral de su puerta, bloqueándole la escapatoria a su auto y al camino. Ese algo lo obligó a correr hacia el bosque en mitad de la noche.
—Vamos, hay que volver —se dijo a sí mismo. Sea quien sea que está haciendo esto, me las va a pagar. ¿Pero, por qué hui, por qué tuve tanto pavor a esa sombra?
Ayudado de la rama que usaba como bastón, intentó ponerse en pie, pero ésta se quebró súbitamente dejándolo caer de bruces al suelo. Soltó un insulto, pero al ver la forma de la madera, calló. Lo que era su bastón se había convertido en una rama astillada. Y quizá útil.
Ayudándose del árbol se puso en pie. Ahora su andar iba a ser mucho más lento. Miró hacia los lados, deambulo en la pesada oscuridad rodeando el fétido pantano, pero no reconocía por dónde había venido, era como si el propio bosque se moviese, ocultándole sus propias huellas.
Su mente había empezado el rápido y frenético proceso de autodestrucción, que empuja a la frágil cordura a bailar al compás de la locura.
—No hay nada que pueda hacer —dijo. Me quedaré aquí, por lo menos hasta que amanezca, ya no falta mucho.
Luego de pronunciar esas palabras, el boque pareció cerrarse sobre él, y como si de la más tétrica pesadilla se tratara, vio caer una manta de obscuridad que lo envolvió en el más aterrador recuerdo.
Tenía la tierna edad de nueve años. Corría junto a su hermano en el bosque que se levantaba tras los campos de su casa (‘¿otra vez un bosque?’). Siempre iban allí a jugar, a pasar sus tardes.
Su padre siempre les recordaba que no cruzaran más allá del río que dividía el bosque, porque del otro lado se volvía más frondoso, obscuro y hasta podían hallarse serpientes y arañas. Pero ese día, su hermano Marco (“el terrible Marco” lo llamaba su madre), decidió que era buena idea explorar un poco más allá de lo permitido. Y Dante, que sentía devoción por su hermano dos años mayor, lo siguió con sus dudas.
Habían hecho medio kilómetro luego de cruzar el río, y el sol comenzaba a ocultarse, denotando lo obscuro que era aquel lugar, como su padre bien se los había advertido.
Dante comenzaba a ponerse nervioso, mientras su hermano se sentía como un arqueólogo que ha descubierto en el patio de su casa nada más y nada menos que un Tyrannosaurus Rex.
—Marco, quiero volver a casa—espetó.
—Claro que no, acabamos de llegar —le respondió algo distraído.
—¡Quiero irme, quiero irme!
—¡Deja de portarte como una niña!
—¡Quiero irme, quie…!
¡CRASH!
Los niños se miran. Dante, repleto de miedo, y Marco repleto de curiosidad.
—¿Qué…qué…qué fue eso? —pregunta con una voz entrecortada Dante.
—Parece como si un árbol hubiera caído. Ven, vamos a ver.
—No Marco, quiero volver, ¡por favor!
Pero su hermano hace caso omiso de su plegaria, y sale disparado hacia las entrañas más profundas del bosque.
—¡Marco!¡Marco!¡MARCO! —Gritaba Dante, llamando con desesperación a su hermano.
Temblando de miedo, lo siguió hasta los límites de un pantano oscuro y hediondo, y allí, sin comprenderlo, lo perdió de vista.
—Papá debe estar buscándonos… Papá tiene que estar buscándonos…
Se repetía a sí mismo, intentando inconscientemente resguardar la última pizca de serenidad, en un corazón que golpeaba su pecho como un ágil boxeador. Su mente echaba chispas, inyectado por el miedo que llegaba hasta su cerebro.
El cielo había comenzado a encapotarse de estrellas que rodeaban a una luna perversa, que reinaba sobre la bóveda de árboles. El bosque se llenaba de sombras y de movimientos incoherentes, que en la mente de un niño generaba inquietantes hipótesis y suposiciones.
“Por favor papá, ven pronto, por favor papá…”.
—¡Hey bobo!, ¿¡Dónde te habías metido!?
Dante levantó la cabeza, ya que la tenía guardada entre las piernas producto del miedo.
Al otro lado del pantano, Marco levantaba su mano y la movía en un ademán de saludo, o quizá llamándolo. Los ojos de Dante llevaban cerrados mucho tiempo y tuvo que esperar algunos segundos a que se adapten a la obscuridad del bosque.
—¡MARCO VEN!¡TENGO MUCHO MIEDO! —gritó entre sollozos.
Su hermano comenzaba a bordear el pantano, despreocupado y esbozando una sonrisa, mientras él temblaba de miedo. Desde ese instante, todo cobró sentido. Todo volvió a la mente de Dante, como un rayo que cubre el horizonte con su estridente luz.
Marco caminaba con alegría… Ignorando el peligro. Avanzaba con una sonrisa blanca y feliz… Ignorando el pantano. Caminaba… Sin prever lo que se levantaba desde las aguas podridas y negras. Ignoraba todo lo que se encontraba a su alrededor, y eso al bosque no le gustaba. Ignoraba las sombras, los sonidos… Ignoraba al miedo, y eso hacía enfurecer al bosque.
Dante apenas pudo emitir un chillido, como una rata atrapada en una trampera. Apenas pudo emitir un pitido ahogado. Una sombra negra se levantaba desde el pantano, dejando caer agua y hojas a su alrededor. Una sombra casi humana, pero diabólica y monstruosa a la vez. Una sombra cubierta de hojas, barro y putrefacción, que despedía un olor a muerte tan vivo como el bosque.
Algo sintió Marco del miedo de su hermano, que paró su marcha en seco, y giró sobre sí. Su cuerpo se paralizó cuando vio a la criatura pantanosa que caminaba casi tropezando hacia él, dejando hojas empapadas y pequeños charcos de un líquido obscuro sobre la tierra.
El niño intento correr, pero su cuerpo era una masa inerte, clavada al suelo. Sus ojos buscaban los ojos de la criatura, pero esta no era más que barro… Era lo peor del bosque.
Dante se mantuvo quieto, sentado junto al árbol, con las manos entrelazadas por delante de sus piernas, con una expresión de perplejidad y miedo inmensa. Y desde allí lo vio todo. Vio como el monstruo apresaba a su hermano por el cuello, lo apretaba con firmeza y furia, dejando caer hilos de agua negra y lodosa sobre su cuerpo. Y así, lo arrastró hacia el pantano. Hacia el fondo de aquel mohoso y fétido lugar, para jamás volver.
Dante despertó dos días después en el Hospital General de Nébura, su ciudad natal. Luego de recuperarse y alcanzar la lucidez, había sido inquirido por los detectives, los cuales no pudieron sacar ninguna pista. Los médicos le realizaron exhaustivos análisis hasta diagnosticar que sufría de amnesia disociativa, la cual producía la incapacidad de que recuerde no solo los hechos, sino su propia vida. El niño lo había olvidado todo, hasta sus padres.
Su mente lo arrastra hacia otro recuerdo. Ve a su padre levantándolo en brazos, y gritando el nombre de su hermano, preguntando dónde está. Llevaba su rifle en la espalda, y escuchaba el alarido incesante de los perros de caza de la familia. Ladraban al pantano, a lo obscuro, a lo enfermo.
Él no podía esbozar palabra alguna, todo era un pantano en su mente.
Todo se vuelve a poner negro, como algo que no debe ser despertado. Recuerda desfilar decenas de psicólogos y psiquiatras, gente que lo hipnotizaba y otra que lo obligaba a dibujar cosas. Recuerda las visitas de los policias y las pastillas diarias. Ve algunos titulares de los periódicos de su pueblo, donde se da la noticia de un niño perdido en el bosque, y en su epígrafe leía con claridad “La policía local no encuentra pistas. Su hermano sufre de amnesia y no logra aportar ningún dato útil”.
El corazón de Dante dio un vuelco al observar esto dentro de su mente. No recordaba nada de todo aquello. Jamás lo había hecho. Nunca recordó nada de aquel hermano con quien compartiera nueve años de su vida. Y eso fue lo que más le sorprendió, y le dolió.
Todo comenzaba a encajar en su cabeza. El distanciamiento de sus padres, a los cuales pudo recordar con el paso del tiempo. Comprendía por qué le tenían tanto recelo, el por qué lo habían enviado a ese internado al extranjero a sus 14 años. El por qué rechazaban sus llamadas y habían desaparecido de su vida. Todo cobraba sentido.
Quizá fue el final de la revelación, o el ruido de las hojas que crujían lo que hizo que despierte. Dante abrió los ojos, dejando caer las lágrimas más amargas y dolorosas de su vida.
—Ahora… Ahora vendrá por mí —decía entre sollozos. Ahora lo recuerdo todo… Yo no te salvé Marco, no te salvé…
Las lágrimas se convierten en un llanto incesante, acompañada de una respiración agitada y entrecortada. La culpa se agolpa en su corazón, y lo castiga con el recuerdo.
El ruido se acrecienta. Ya no había nada que pudiera hacerse. Su rodilla estaba hinchada y el dolor apenas le dejaba moverla. Podía intentar correr, pero sería sólo para dilatar más las cosas. Dante ya sabía quién era su perseguidor aquella noche, y qué buscaba de él.
—Te daré lo que buscas— dijo mientras se ponía en pie, sintiendo como un pinchazo de dolor sordo y agudo le atraviesa la pierna hasta llegar a su columna.
Las crujientes pisadas se detienen en seco. Se escucha una respiración asmática y exageradamente fuerte en alguna parte de la obscuridad. Por un instante la luna logra penetrar la espesura del bosque. Y allí estaba la criatura, parada inertemente del otro lado del pantano, con gotas de un líquido verde cayendo de su cuerpo. Los años parecían haberlo hecho aún más horrible, cubriéndolo de hojas amarillas y ramas que se incrustaban en la piel de barro que parecía moverse bajo el manto de vegetación muerta. No, realmente se movía. Respiraba. Circulaba por su cuerpo acomodándose y cambiando de posición la basura que formaba su atuendo natural.
—Tú…maldito… ¡mataste a mi hermano!
Dante dejó escapar un grito de miedo y furia, que se perdió rápidamente en el bosque.
La criatura asomó un ojo amarillo entre el barro-piel de su rostro (si es que puede llamarse así). Dante vio en ellos maldad, mucha maldad, y también algo de humor. Bajo esa capa de bosque muerto, el monstruo reía, y lo hacía con gusto.
Sintió como su miedo aumentaba, junto con su coraje. Tomó con fuerza esa rama seca y astillada que le había servido de bastón. Ahora era casi un arma, en la cual estaba depositando toda su tristeza y venganza. El ser del bosque seguía allí, quieto, esperando, como si no hubiera visto esa acción y esa locura emanando de su mirada.
El monstruo, con aquél único ojo, expresaba una vacuidad maléfica, mientras Dante cargaba en sus ojos todo el fuego del odio y los recuerdos. Sin apartar la vista el uno del otro, comenzaron a acercarse. Paso a paso. Lentamente. Uno rengueaba, el otro casi se arrastraba. Era casi imposible pensar que aquel ser pudiese correr, pero de alguna manera lo hizo, de alguna manera persiguió a su presa… ¿O había sido el propio bosque? Ya era tarde para hacer esa pregunta.
Llegaron a ponerse frente a frente, a un metro el uno del otro. Se miraban, casi irreales. Dante había logrado transmutar todo su miedo en furia, ciega y desnuda. El monstruo, impaciente, quiebra la tregua y se abalanza sobre él. Dante cae bajo la fuerza del ser, y siente retumbar su cuerpo al golpear su espalda con el suelo. Gritando por el coraje se abraza a la bestia y comienza a apuñalarla. Para su sorpresa el ser gime de dolor y se aparta. Su rama astillada, parte de ese bastón que el propio bosque le había dado, había lastimado al monstruo.
Se levantó casi de un salto del suelo, impulsado por la valentía de la batalla. El dolor en su espalda y su rodilla pasaron a un segundo plano. Tomando la rama con las dos manos, se abalanzó sobre el monstruo y usando todo su peso, clavó aquella rama en el ojo de la bestia.
—¡Ésta es por Marco! —gritó sumergido en cólera.
Un chillido de dolor casi humano salió disparado de las entrañas de la criatura, que se esparció por la negrura y despertó sonidos extraños que provenían de lo profundo del bosque. Un líquido amarillo como pus chorreaba de la cuenca en la que había estado su ojo. Dante suelta la rama dejándola clavada en la cara del monstruo. Acto seguido rueda sobre sí hasta quedar a la orilla del pantano.
El monstruo se levanta, como golpeado por el mismo odio de su enemigo. Toma la rama que lo dejó ciego, y la extrae dejando salir un nuevo alarido. Con la herida abierta y brotándole un líquido naranja, comienza a golpear el aire intentando dar con su presa, pero Dante se sentía seguro guardando la distancia. Sabía que no lo atraparía. El monstruo comienza a deambular, buscando y gimiendo, casi llorando de dolor, pero motivado por su propia maldad.
—“Es mi oportunidad” —pensó.
En sigilo, arrastrándose entre las hojas muertas, toma una roca hundida entre el barro, lo suficientemente grande para hacer daño. Se levanta, alzando su mortífera arma en alto, y se acerca rengueando a la espalda del monstruo, propinándole un golpe fortísimo en la cabeza.
—¡Muere! —es la exclamación de guerra que deja escapar en un arrebato de furia y demencia.
El impacto es seco y el sonido crujiente. La criatura cae de cara sobre el barro sin emitir sonido. Se sube a su espalda y descarga sendos golpes sobre la cabeza de la criatura, dando lugar a un líquido ya no amarillo ni naranja, sino rojo, que brota por todas partes. Un color muy similar a la sangre.
Al ver esta imagen detiene en seco su accionar asesino, y con lentitud deposita la piedra manchada de barro y escarlata a un lado. Se toma unos segundos para recuperar el aliento.
Poco queda de lo que otrora fue la cabeza del ser, ahora abollada y rota en pedazos, como si de una manzana pisada se tratara. Dante se levanta para voltear el cuerpo de su víctima, y descubre la verdad más atroz.
Las hojas muertas comienzan a desprenderse, el barro empieza a desaparecer, cayendo como en el otoño más triste. Del cuerpo de aquella criatura nada queda, y la sangre, roja, humana, forma su propio lago de ironía y maldad.
El bosque se abre conscientemente para que la luz helada de la luna alumbre la escena, revelando entre risas irónicas el cuerpo de un niño. En todos esos años su cara no había cambiado. Ante sus ojos, se hallaba el cuerpo de su hermano.
Aquél que venció su miedo, que pareció ser un héroe, ahora cae de rodillas, ya sin siquiera sentir ningún dolor físico. Su alma es la que cae a pedazos.
Solloza. Mira sus manos. Se las lleva a la cabeza. Vuelve a llorar. Ríe. ¿Ríe? Si, ríe. Cómo la mente humana puede pasar de su estado de cordura al clímax más perturbador de la locura, es algo conocido. Pero cómo esa locura puede aferrarse tan fácilmente al espíritu, rompiendo creencias e ideales a su paso para hospedarse en el centro mismo de nuestra razón, es un misterio.
Intenta juntar cada fragmento óseo y cerebral, empujándolo contra la cavidad craneal restante, como si llenara con gelatina un cuenco de porcelana roto. Desiste. Toma en brazos el cuerpo, todos los sesos y huesos vuelven a caer al suelo.
Las aguas del pantano comienzan a agitarse, una figura negra se asoma. Cubierto en podredumbre y hojas, el monstruo del bosque hace presencia. El que otrora desapareció a Marco, convirtiéndolo en el horrendo ser maligno que fue en caza de su propio hermano.
Dante lo mira, buscando los ojos del ser, pero su rostro está cubierto de largas hojas negras con barro. No puede hallarlos.
—¿¡POR QUÉ!? —le grita al monstruo. ¿Por qué?…
La criatura sigue inmóvil, parado en medio del pantano, casi elevado sobre el agua. Algunas hojas se desprenden de su cara, dejando ver dos ojos negros, grandes y opacos. No había maldad, no había alma, no había nada. Eran carentes de vida, solo negrura y vacío era lo que llenaba esa mirada.
El monstruo posa su vista sobre los ojos de Dante. Y este comienza a adentrarse en el pantano con los restos de su hermano en brazos. Poco a poco las negras aguas comienzan a tapar sus rodillas, su cintura, su pecho. El monstruo seguía erguido, con casi todo su cuerpo fuera del agua, era algo imposible a la lógica, pero esa noche no había lógica posible.
El pantano arrebata el cuerpo de Marco, como jalado hacia el fondo por una fuerza sobrenatural. Dante sigue mirando los ojos de la bestia, ya perdido en ese vacío.
—¿Voy a morir? —le pregunta.
Más hojas caen del rostro de la criatura, y se deja ver una sonrisa negra con filosos dientes como astillas.
—Nada muere en el bosque —replica con una voz gutural.
Sin apartar sus miradas, el pantano los engulle con lentitud. Las aguas negras y el barro los sepulta en sus profundidades. La oscuridad se disipa, la luna penetra con toda su fuerza las superficies. El bosque calla en la noche.
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