La guerra había desolado ciudades y almas. Tras ser apresado, junto a incontables soldados más, por el ejército rojo, la aceptación de su síno era la opción más inteligente. Estaba seguro que jamás volvería a ver a los suyos.
En un suspiro que en verdad fueron meses, acabó en Siberia en un campo de trabajo para prisioneros. De aquel lugar solo se salía con los pies por delante, e incluso ni eso. Los cadáveres de quienes fallecían acababan sepultados a miles de kilómetros de sus seres queridos.
A veces el destino tiene giros muy inesperados, y gracias a un mínimo de conocimientos médicos y a su militancia de joven en el partido comunista alemán, fue tratado con ciertos privilegios…una casa en el pueblo, ropa, y una libertad que se negaba a cualquier otro reo. No obstante, quién era capaz de escapar del fin del mundo. Solo eran necesarios unos guardianes déspotas que pudieran amedrentarles lo suficiente para que trabajaran. Casi nadie huía o quien lo hiciera tenía muchas posibilidades de acabar muriendo al desconocer la lengua y ser descubierto, o de hambre. Una posguerra hace que todo lo que suena a extraño sea mirado con temor y recelo.
Aún así, tras siete años atendiendo a gente y tener una vida en cierta forma apacible, escapó de su prisión helada. Una rusa enamorada de él le ayudó a huir. También le favorecieron el idioma que aprendió con fluidez, y su pinta eslava, siendo rubio con profundos ojos azules. Contra todo pronóstico logró regresar a su pequeño pueblo sajón. Llamó a la puerta de su casa y abrió un hombre desconocido. La que fue su mujer entreabrió la boca enmudecida. Él, sin mediar palabra, se dio media vuelta y junto a dos amargas lágrimas pensó en Natacha y en su cárcel de hielo siberiana.
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